El Mundo Psicológico de Kafka: El Castillo, Parte I

Cap 5

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

I

“El Castillo” es, cronológicamente, la tercera y la última de las grandes novelas de Kafka.

En ella, los tres mundos, concebidos por el escritor desde mucho antes de escribir la “Carta al padre”, aparecen delineados con nitidez y guardan estrecha relación con las propias experiencias vivenciales de su autor.

El primero, es el mundo de K., el agrimensor, personaje insignificante que llega a una aldea que le es desconocida y en la que se siente extraño. Está contratado para ejecutar trabajos de su oficio en el Castillo del lugar; encuentra sin embargo, que allí no se necesita un agrimensor y que el contrato que ha firmado carece de valor.

La situación, curiosamente, no le produce mayor asombro, como tampoco el que las órdenes que recibe sean confusas e incomprensibles, o que se le entregue más adelante una nota en la que se le felicita por un trabajo que aún no ha comenzado a realizar.

Trata inútilmente de formarse una idea de cómo es el Castillo e intenta en vano llegar a él, pero teme perderse ya que el sendero que toma y los demás que ha explorado no le llevan en la dirección correcta: “Porque ese camino, esa calle principal de la aldea, no conducía hacia el cerro del castillo; tan sólo se acercaba a él, y luego, como si lo hiciese adrede, doblaba y si bien no se alejaba del castillo, tampoco llegaba a aproximársele”.

Algo similar inquieta a Joseph K. en “El Proceso”, cuando dice: “Seguramente me extraviaré; ¡hay aquí tantos caminos!”

El segundo mundo está representado por el Castillo mismo, y por Klamm, el misterioso personaje que allí vive. Klamm, el jefe, es inaccesible; el agrimensor sólo logra verlo esporádicamente desde lejos y le inspira temor.

A Klamm se le reconoce por su levita negra, prenda que en las obras de Kafka visten habitualmente su padre, sus jueces y verdugos, pero nadie sabe cómo es en su interior. En ocasiones, el agrimensor le observa sentado en su silla, lejano, al parecer dormido e inclinado hacia adelante, tal como Kafka describe a su progenitor en la “Carta al padre”.

Otras veces lo descubre frente a una jarra de cerveza con un cigarro en la boca y hundiendo su pesada cabeza en el pecho. Piensa entonces que si pudiera hablarle tampoco sabría qué decirle. Klamm inspira miedo y ejerce desde el Castillo, sin equidad y sin justicia, la autoridad suprema sobre los habitantes de la aldea, para quienes siempre habrá “demasiada presencia de Klamm”.

Klamm y el Castillo simbolizan la autoridad que en la vida de Kafka se encarna en la figura paterna. Según algunos comentaristas, ambos representan también el poder del Estado y sobre todo el de la religión, que en su niñez, al decir de Edwin Muir, era “el mundo entero” para Kafka.

Ese fuerte sentimiento religioso judío, tan diferente del de su padre y que le acompañó desde niño, más tarde le impulsara a contemplar la posibilidad de viajar con Felice Bauer a Palestina, y en los años finales de su vida, a emigrar definitivamente a la tierra de sus ancestros, a Canaan.

El tercero de los mundos, es el de la aldea y las gentes que allí habitan.

Son éstas joviales, jocosas, desinteresadas, despreocupadas las más de las veces, y siempre totalmente ajenas al agrimensor y a sus problemas. El aire de la aldea es pesado. En ese microcosmos aislado, los funcionarios desconfiados atienden “cosas invisibles en nombre de señores invisibles y remotos” e interpretan todo erróneamente, incluso los silencios del agrimensor.

Y para completar la atmósfera en que transcurre la vida de K., la mesonera del lugar, que simboliza la clase burguesa que sin ser poderosa aspira a serlo y que admira en secreto a los que detentan las altas posiciones, le dice con franqueza: “Usted no es del castillo, usted no es de la aldea, usted no es nadie. Pero, por desgracia, es usted algo a pesar de todo, un extraño, un ser superfluo que siempre obstruye el camino, alguien por cuya culpa se producen continuos trastornos, alguien cuyas intenciones son desconocidas”; y le considera además, “un ignorante absoluto”.

(Lea También: El Mundo Psicológico de Kafka: El Castillo, Parte II)

***

La insoportable morosidad del Castillo para resolver los asuntos corrientes, algo usual también en la aldea, no permite saber en qué están las cosas, qué ha pasado con ellas o qué va a pasar. Muchos años atrás, Kafka había señalado la confusión característica de los burócratas, que él mismo experimentaba como funcionario, en una carta dirigida a Max Brod en julio de 1909 en la que le decía: “¡Estoy somnoliento! No sé qué he hecho hace un instante y no sé que haré dentro de un momento, y de lo que hago en el presente no tengo ni idea. Durante un cuarto de hora desato el nudo que amarra las actas de un cuerpo de un distrito y de inmediato, con súbita presencia de ánimo, guardo un acta que he buscado durante mucho tiempo, que necesito y que aún no he utilizado. Y sobre el sillón, hay además un montón tal de cosas, que ni siquiera abriendo al máximo los ojos llego a verlas en su totalidad….”

El mundo burocrático, tal como lo describe Kafka, “es un laberinto medio oscuro, polvoriento, estrecho y mal aireado de cancillerías, despachos y salas de espera, con una jerarquía imprevisible de empleados pequeños, grandes y muy grandes, enteramente inabordables; empleados inferiores, conserjes, abogados, auxiliares y botones, que externamente hacen el efecto de una ridícula y absurda parodia burocrática”.

La aldea y las gentes que la habitan, simbolizan el medio en que se desenvuelve la existencia misma de Kafka en el ambiente burgués en el que le correspondió vivir. El laberinto en que se mueve y que lo atrapa, y las rutinas burocráticas confusas, complicadas e inútiles, irán con el tiempo a caracterizar el apelativo de kafkiano, que en cien idiomas, se aplicará al caótico modelo de sistemas y trámites desesperantes y de lenta aplicación, con sus sofocantes e irritantes legalismos y leguleyismos que hacen imposible llevar a cabo las acciones que requiere la sociedad para funcionar correctamente. Como lo señala con agudeza Mario Lancelotti, no es difícil advertir en el pesado mecanismo que anima los círculos interiores del castillo, con sus infinitas jerarquías y subordinaciones, una imagen de la administración del Estado, sus oficinas interminables, sus trámites inútiles, sus dilaciones exasperantes y sus inexorables preliminares.

El universo de Kafka es el teatro del mundo en el que el ser humano se encuentra de salida. El mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida; es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Esa posibilidad, al decir de Kundera, se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar el porvenir. El mundo kafkiano no se limita a las esfera personal o a la pública; las engloba a las dos, y es a la vez una mezcla de sueño y realidad ligados tan íntimamente, que en ocasiones lo onírico y lo real se hacen indistinguibles.

La historia del expediente del agrimensor ilustra el significado del término “kafkiano”: Diez años atrás llega a la aldea una propuesta del Castillo para contratar un agrimensor. La respuesta escrita del alcalde de la aldea a la propuesta es negativa ya que no se le necesita. La réplica, sin embargo, se extravía en alguna oficina debido a un juego de malentendidos burocráticos que se prolonga por varios años. Un día cualquiera, K. recibe de improviso la invitación para trasladarse al Castillo como agrimensor, justamente en el mismo momento en el que todas las oficinas implicadas en el asunto están liquidando la antigua propuesta de nombrarlo. Dado que K. llega al pueblo por error, y que no hay para él otro mundo posible que el del Castillo y su aldea, toda su existencia no es más que un error. En el mundo kafkiano, dice Kundera, el expediente se asemeja a la idea platónica y representa la realidad auténtica, en tanto que la existencia física del hombre no es otra cosa que un reflejo proyectado sobre la pantalla de las ilusiones. La vida del hombre no es más que una sombra; la auténtica realidad se encuentra en otra parte, en lo inaccesible, en lo sobrehumano.

***

La relación confusa que reina entre todos los protagonistas de la novela, simboliza las dificultades que experimentan, K. en el relato y Kafka en la vida real, para aproximarse, ingresar y actuar en universos que les son extraños. El distanciamiento y la incomunicación tan característicos de la narración, se reflejan en el siguiente diálogo entre el agrimensor y un hombre del Castillo: “A quién esperas?” “Un trineo que me lleve”, responde K. “Por aquí no pasa ningún trineo”, dijo el hombre, “por aquí no hay tránsito”. “Pero, si es la calle que lleva al Castillo”, objetó K. “No obstante”, dijo el hombre, inconmovible, “no obstante, por aquí no hay tránsito”.

El agrimensor aspira a llegar a Ser, a ocupar un lugar en el mundo. Pero todo se opone a sus propósitos de ocupar el cargo al que ha sido llamado y de ser aceptado y reconocido por la comunidad. El Castillo, la aldea y hasta los seres más insignificantes que la habitan, son obstáculos interpuestos en el camino del agrimensor. Nadie parece dispuesto a reconocer su identidad y su derecho a integrarse en la vida que le rodea. Hay instantes en que K. llega a dudar hasta de su propio ser: “¿Entonces quién soy?”, es la pregunta que hace por teléfono a uno de los porteros del Castillo.

K. expresa además, su ferviente anhelo de ser libre. Comprende sin embargo que no lo es, que la realidad es otra, que su tragedia es estar solo, encadenado en su estrecho espacio vital sin poderse escapar. Klamm, por su lado, desaparece sin pena ni gloria hacia el final de la novela, como si la autoridad paterna que simboliza hubiera de disolverse poco a poco en el tiempo. Perduran eso sí, sin cambio alguno, los elementos del tercer mundo, el mundo de la aldea, por el que el K., el idealista, se ha sentido burlado y en donde no encontró figuras que simbolizaran el afecto que tanto requería.

Si “El Castillo” se interpreta como una novela que representa la vida misma de Kafka, con sus metas imprecisas e inalcanzables, se entiende por qué su final no hubiera podido ser distinto del que le dio el autor al dejarla inconclusa.

***

No obstante que le dicen que no le necesitan y que no ha sido llamado, el agrimensor persiste en su propósito de convencer a los demás de que están en un error, e insiste en ponerse en contacto sin intermediarios con el jefe Klamm, pero, a pesar de sus esfuerzos, fracasa en su intención. Las dificultades que se le presentan son en el fondo el producto de sus vacilaciones, de su falta de fe; y su falta de fe es su incapacidad de ser. El agrimensor sin embargo, decide enfrentarse a todos los obstáculos que estorban su camino, cualesquiera que sean, el peor de los cuales es la indiferencia, la deprimente pasividad de los demás.

En el tramo final de la novela se aclara que, efectivamente, el agrimensor sí ha sido llamado a desempeñar su cargo. K., sin embargo, no sabe si el nombramiento aún subsiste y si el llamado es él. El alcalde de la aldea le dice: “Usted ha sido contratado como agrimensor, pero no tenemos trabajo para usted…. Nadie lo retiene aquí; esto no es una expulsión…. Quién podría atreverse a expulsarlo, señor agrimensor. Aunque no fuera otra la razón, ya lo confuso de sus antecedentes le garantiza a usted un tratamiento cortés”. Se le otorga entonces como compensación el cargo de maestro de escuela de la aldea, cargo que simboliza el término medio fatal en el que se debate el protagonista de la obra.

Las figuras femeninas que aparecen en “El Castillo”, son lejanas y extrañas y carecen de feminidad y de atractivos.

Viven en una promiscuidad sin barreras y no producen en K. sentimientos de amor espiritual; las encuentra fácilmente en su camino y las conquista sin dificultades. Frieda, por ejemplo, la amante de Klamm, por quien K. se siente atraído, es por una parte la compañera imposible del agrimensor y representa por otra, la venalidad y la necesidad de acomodarse al mundo en que se vive. Esto se puede apreciar fácilmente en el siguiente pasaje de la obra: “Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía entre las manos de K. Rodaron sumidos en una insensibilidad de la que K. intentaba sustraerse continua e inútilmente. Desplazándose unos pasos, chocaron sordamente contra la puerta de Klamm y acabaron rendidos sobre el pequeño charco de cerveza y otras inmundicias que cubrían el suelo. Así transcurrieron varias horas…., durante las cuales le era imposible desembarazarse de la sensación de extravío, como si estuviera muy lejos, en tierras ajenas jamás holladas por el hombre; una lejanía tal, que ni siquiera el aire asfixiante de enajenación parecía tener la composición del aire nativo, y que por su insensata seducción, no deja otra alternativa que internarse aún más lejos en el extravío”.

Una visión de la mujer un tanto diferente de la que aparece en “El Castillo”, es la que se encuentra en uno de sus cuentos menores, “Compañero de viaje”, en el que se leen las siguientes palabras escritas con particular delicadeza: “El tranvía se acerca a una parada; una joven se ubica cerca del estribo dispuesta a descender.

Me parece tan definida como si la hubiera tocado. Está vestida de negro, los pliegues de su falda casi no se mueven, la blusa es ceñida y tiene un cuello de encaje blanco fino, su mano izquierda se apoya de plano sobre el tabique, el paraguas de su mano derecho descansa sobre el segundo peldaño. Su rostro es moreno, la nariz, levemente contraída a los lados, es en la punta redondeada y ancha. Tiene una abundante cabellera oscura y pelillos dispersos en la sien derecha. Su diminuta oreja es breve y compacta, pero como estoy cerca puedo ver todo el pabellón de la oreja derecha y la sombra en la raíz. En ese momento me pregunté: “¿Cómo es posible que no esté asombrada de sí misma, que sus labios estén cerrados y no musiten palabra alguna?”

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