El Mundo Psicológico de Kafka: El arte de escribir, Parte I

Cap 3

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

I

Kafka sentía que la literatura era su destino inexorable.

Así lo expresó alegóricamente en un espléndido pasaje de sus “Diarios”, en agosto de 1914: “El sentido de la descripción de mi visionaria vida interior ha desplazado todo lo demás al terreno de lo accesorio; se ha atrofiado de un modo terrible y no cesa continuamente de atrofiarse. Nada más podrá satisfacerme nunca. Ahora bien, mi energía para dicha descripción rehuye toda posibilidad de cálculo; puede que haya desaparecido ya para siempre; puede que alguna vez vuelva a mí, aunque las circunstancias de mi vida actual no son favorables. Por consiguiente, vacilo; vuelvo incansablemente hasta la cumbre de la montaña, pero apenas si puedo permanecer un instante en lo alto. Otros vacilan también, pero en regiones inferiores y con mayores fuerzas; si corren el peligro de caerse, los retiene el que camina al lado. Pero yo, vacilo allá arriba; no se trata desgraciadamente de la muerte, sino del eterno suplicio del morir”.

Escribir, le permitía existir. “He encontrado un sentido”, decía, “y mi vida, monótona, vacía, descarriada, tiene justificación…. Es el único camino que me puede conducir a algún progreso”. En otro pasaje, afirmaba: “Intrépido, desnudo, poderoso, sorprendente, como no suelo serlo sino cuando escribo”. Y en 1913, agregaba: “La firmeza que me aporta la menor escritura es indudable y maravillosa!”

(Lea También: El Mundo Psicológico de Kafka: El Arte de Escribir, Parte II y III)

Pero sería poco razonable hacer afirmaciones absolutas y deducir además conclusiones basadas en el contenido de notas aisladas de sus “Diarios” y cartas, ya que es indudable que en el curso de una década cambió lo suficiente para pasar del entusiasmo irrefrenable que le llevó a afirmar en 1913: “No soy más que literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa”, a la actitud de madurez serena de sus últimos años.

Casi al final de su vida, en enero de 1922, escribió filosóficamente: “Extraño, misterioso, tal vez peligroso, tal vez es un consuelo redentor el de la actividad literaria; esa acción de salirse de las filas de los asesinos, esa observación de los hechos. Observación de los hechos al crear una forma superior de observación; una forma superior, que no es más aguda, y que, cuanto mayor es su superioridad tanto más inalcanzable es desde abajo; tanto más independiente se vuelve, tanto más propias son las leyes que rigen su movimiento, tanto más imprevisible, gozoso, ascendente, es su camino”. El Kafka del final de la vida, es afirmativo y sereno, casi religioso, a pesar de las circunstancias dolorosas que señalaron su llegada al final de la existencia.

Kafka se refugió en la literatura como compensación a los fracasos que experimentó en casi todos los demás aspectos de su vida. En 1922 hizo una lista de los proyectos en los que creía haber fracasado: “El piano, el violín, los idiomas, los estudios germánicos, el sionismo, el antisionismo, los estudios hebráicos, la jardinería, la carpintería, la literatura, los intentos de matrimonio, la vida independiente….” A Felice le decía en una carta: “En el fondo y desde siempre, mi vida ha consistido en tratar de escribir y la mayoría de las veces en fracasar”; y agregaba en la siguiente: “Para un corazón humano no es fácil resistir la melancolía de una mala literatura como tampoco la felicidad de escribir bien…. Es posible que lo que escriba no sea nada, pero entonces, es cierto que en verdad yo no soy nada”.

Entendió la actividad literaria como una liberación personal y como la verdadera redención frente el acoso de la vida familiar y el hastío del trabajo profesional. La reflexión confiada, tranquila e impregnada de tristeza de sus últimos años acerca de lo que para él significaba la expresión literaria, contrasta con sus frecuentes inquietudes de diez años atrás sobre sus “escasos méritos literarios”. En ese entonces anotaba en sus “Diarios”: “¡Con qué penalidades…. he comenzado! ¡Qué frío me perseguía día tras día desde mis palabras escritas!”

En el ambiente de la casa paterna, que le ofuscaba y atormentaba, y en donde pasó la mayor parte de su vida, escribió buena parte de sus novelas y relatos. A los 39 años no había logrado aún desprenderse de la tutela familiar. A Milena le escribiría en 1922: “Vivir con los padres de uno es muy malo, pero no es solamente el hecho de vivir en la casa, es el convivir en ese círculo de bondad, de amor…. No obstante, de qué serviría mudarse, especialmente si uno sigue comiendo en su casa, ya que por el momento eso es lo conveniente?”

En una carta a Brod de 1910, le relataba, irritado, las circunstancias peculiares que rodeaban sus momentos de escribir: “Cuando por la izquierda concluye el ajetreo del desayuno, comienza por la derecha el ajetreo de la comida; por todas partes se abren las puertas como si se violentaran los muros. Sobre todo, permanece la médula de la desgracia. No puedo escribir; no he escrito ni un renglón que me parezca válido….; he tachado casi todo lo que había escrito desde mi regreso de París. Todo mi cuerpo me alerta contra cada palabra; cada palabra mira hacia todos lados antes de permitirme que la escriba; las frases se me quiebran literalmente; veo su interior, pero inmediatamente me veo obligado a interrumpir”.

El sentido del humor, que siempre le destaca Brod, y que no perdía a pesar de las dificultades cotidianas, le permitió referirse jocosamente a esos instantes: “Estoy sentado en mi habitación”, dice en sus “Diarios”, “que es el cuartel general del ruido de toda la casa.

Oigo golpear todas las puertas; con su estrépito, sólo me libro de oír los pasos de quienes corren entre ellas; oigo incluso el golpe de la puerta del horno de la cocina. Mi padre abre brecha en la puerta de mi habitación y la cruza arrastrando su batín; en la estufa de la habitación vecina están raspando las cenizas. Valerie pregunta a alguien indeterminado a través del vestíbulo, como si estuviera en una calle de París, si ya han limpiado el sombrero de papá; un siseo que está a punto de ser amistoso suscita la gritería de una voz que le replica. Descorren el cerrojo de la puerta principal y su chirrido parece salir de una garganta acatarrada; luego se sigue abriendo la puerta con el breve canto de una voz femenina y se vuelve a cerrar con un sordo arrebato masculino. El padre ha salido, y ahora se inicia el sonido más suave, más disperso, más desesperante, presidido por las voces de dos canarios. Ya lo había pensado antes, pero al oír los cantos de los canarios se me vuelve a ocurrir que podría abrir la puerta dejando únicamente una pequeña hendija, arrastrarme como una serpiente a la habitación del lado y allí, desde el suelo, pedirles a mis hermanas y a su institutriz que se callen”.

***

En los raros momentos en que lograba salirse de sí mismo para afrontar la realidad externa, expresaba su visión cósmica, sociológica y política, acerca de la literatura judía y la literatura checa de su tiempo; exponía su criterio sobre el papel de las letras en la sociedad de su época y su creencia en las muchas ventajas del trabajo literario. Así lo manifiesta en un interesante pasaje de sus “Diarios”, de diciembre de 1911, que dice así: “El movimiento de los espíritus; la cohesión unitaria de la conciencia nacional…..; el orgullo y el sostén que recibe la nación a través de una literatura para ella misma….; la espiritualización detallada de lo superficial de la vida pública; la integración de elementos insatisfechos que inmediatamente son útiles….; la aparición del respeto hacia las personas que se dedican a la literatura; el transitorio despertar de unas aspiraciones más elevadas entre las nuevas generaciones; la inclusión de acontecimientos literarios en las inquietudes políticas; el ennoblecimiento y la posibilidad de debate sobre la oposición entre padres e hijos; el planteamiento de los defectos nacionales de un modo, sin duda doloroso, pero liberador y digno de encomio; la formación de un comercio del libro que sea vivo y por ello consciente de sí mismo, el ansia de poseer libros….”.

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