La Locura a partir del Siglo XVI
“Los más nobles y más sabios obran algunas veces como si hubiesen perdido el juicio”.
WALTER KAUFMANN, en “Tragedia y Filosofía” (1978), al referirse al destino de los hombres de la “Iliada”.
I
Pocos años después de la publicación en España de la segunda parte de El Quijote, Robert Burton, un curioso intelectual inglés al que hemos mencionado anteriormente, se ocupó sin ser médico del estudio de las ciencias psicológicas y escribió un bien documentado libro sobre las enfermedades mentales al que llamó “The Anatomy of Melancholy”.
El libro representa una buena contribución al conocimiento de las enfermedades mentales tal como se las entendía en esa época.
Burton usaba la palabra “anatomía” en el sentido de “análisis o examen minucioso de algo”, que hoy le da el Diccionario de la Academia de la Lengua Española.
El libro apareció en 1620 después de una larga preparación de treinta años. Su autor utilizó el pseudónimo de Democritus junior con el que buscaba ampararse bajo la sombra tutelar de una autoridad famosa de la antigüedad y expresar a la vez su admiración por el filósofo de Abdera. Las setenta ediciones del tratado publicadas en casi cuatro siglos atestiguan su importancia.
La última edición, del año 1845, fue reimpresa en Londres en 1988 para la “Biblioteca de Autores Clásicos en Psiquiatría y Ciencias de la Conducta” con el fin de ser divulgada de manera privada entre sus miembros.
Aparición del libro de Burton
A partir de la aparición del libro de Burton han sido numerosas las obras publicadas sobre historia de las enfermedades de la mente, sus clasificaciones, síntomatología, mecanismos fisiopatológicos y pronósticos, y en especial sobre los métodos preconizados para su tratamiento a lo largo del tiempo.
Esos libros hacen buena compañía a las clásicas obras sobre la historia de la Edad Media y los inicios del Renacimiento de Johan Huizinga (1923), Barbara Tuchman (1980), Jacques Le Gof (1982) y Jean Fiori (2003), y a novelas de corte histórico como “El Nombre de la rosa” de Umberto Eco (1980), que describe admirablemente el ambiente de aquellos días.
Las obras de mayor importancia de los últimos tiempos sobre aspectos históricos de la psicopatología y la psiquiatría, son en mi opinión las siguientes: “A History of medical psychology” (Norton, 1941), del historiador Gregory Zilboorg; “La Folie a travers les siecles” (Bruguera, 1970), de Michele Ristich de Groote; “Historia de la Melancolía y la Depresión” (Turner, 1986), del psiquiatra Stanley W. Jackson; “The manufacture of Madness” (Paladin Books, 1977), de Thomas S. Szasz; la “Histoire de la Folie a l´age clasique” (Gallimard, 1972) y “El Poder psiquiátrico” (Fondo de Cultura Económica, 2005), del filósofo Michel Foucault.
Y en relación específica a la locura en Don Quijote, “El buen Juicio en El Quijote” (Pre-textos, 2004), de Ángel Pérez Martínez; “El Quijote y su laberinto vital” (Anthropos, 2005), del literato y psiquiatra Francisco Fernández-Alonso“; y “Locura y cordura en Cervantes” (Ediciones Península, 2005), del sociólogo Carlos Castilla del Pino, además de numerosos estudios aparecidos con motivo del III y el IV Centenarios de la publicación de la primera parte del Quijote, recogidos por la revista Anthropos (1998) y la Real Academia de Medicina de España (2005).
II
Son numerosas las acepciones del vocablo locura en los diccionarios de diferentes épocas. En el de la Academia de la Lengua Española aparecen cuatro, de las cuales solamente la primera hace relación al problema psicológico de la privación del juicio.
En el Diccionario latino-español de Agustín Blanquez-Fraile (1950), se encuentran acepciones atribuidas a autores clásicos como Cicerón, Celsius, Plinio, Horacio, Suetonio y Virgilio, entre las que figuran la insensatez, la extravagancia, la insania, el delirio, el desequilibrio, la demencia, los excesos insensatos y los paroxismos.
Y en la décimosexta edición del “Dictionaire de Medicine” (1886) de Emile Littré, la locura se define así: “Denominación colectiva de diferentes afecciones cerebrales que tienen como característica común producir un desarreglo mental o delirio que existe como elemento mórbido independiente y predominante y no como complicación accidental de una enfermedad preexistente”.
La definición va seguida de una detallada explicación de las diversas formas clínicas de locura que ocupa cuatro páginas.
El Diccionario Nysten (1833), anterior en cincuenta años al de Littré, da el nombre de “Vesanias” a diferentes tipos de locura.
Se definen como aquellas enfermedades “cuyo principal síntoma es el extravío del entendimiento, la enajenación, el delirio o la demencia; o la depravación de la imaginación, del juicio, del deseo o de la voluntad”.
Setenta páginas del libro están dedicadas a la descripción de diversas formas de insania, que en la Clasificación Nosológica de Sauvages comprenden cuatro órdenes, veintitrés géneros y numerosas especies, siguiendo el modelo empleado por Carolus Linneus en su Clasifícación Botánica, muy en boga en la Europa de entonces.
En tiempos de Cervantes la palabra locura, insania o demencia tenía un significado igual o parecido al de melancolía, vocablo que se usó desde la antigüedad hasta el Renacimiento para designar la locura.
En el siglo XVI la melancolía tenía tres acepciones diferentes: la primera significaba tristeza infinita; la segunda hacía relación al temperamento melancólico causado por el exceso de bilis negra en el organismo y en especial en el cerebro; y la tercera correspondía a la enfermedad propiamente dicha que lleva al desquiciamiento total de las facultades del espíritu.
Para Burton, la melancolía era una enfermedad de la mente producida por una gran variedad de causas de orden sobrenatural o natural, cuya explicación detallada sería interminable, además de inútil.
Entre las de origen sobrenatural, Burton destaca la acción de los demonios, ejercida por ellos mismos o por las hechiceras y los encantadores que les servían de instrumento.
Como causa principal de origen natural señala la edad avanzada, que corresponde en nuestros días a la demencia de los ancianos afectados por la enfermedad de Altzheimer, a la que Umberto Eco denomina “Santa locura de los centenarios”.
Burton menciona también otras causas de origen natural, entre las que destaca las dietas inadecuadas o incorrectas como la ingestión excesiva de cebollas y ajos; los malos aires; los “trastornos de la evacuación del vientre”, el ejercicio físico violento; las cacerías prolongadas; la soledad, el aburrimiento, la pereza, el ocio y el hastío; el exceso de tristeza que produce “pensamientos perplejos”; los juegos de azar; la lectura obsesiva de libros de aventuras y de hazañas heroicas; el estudio excesivo, la meditación exagerada y las fantasías desorbitadas;
El insomnio y el mucho dormir; el miedo y la vergüenza; la desgracia y el odio; la malicia y la envidia; la concupiscencia y la lujuria; las pasiones desordenadas del espíritu; la ambición y los placeres inmoderados; la imaginación fértil capaz de transformar a los hombres en lobos; las afecciones de los órganos digestivos que ocasionan “melancolía ventosa” o hipocondría; y sobre todo, la excesiva “imaginativa”, capaz de movilizar gran cantidad de humores hacia el corazón, sede de los afectos, o de extraerlos desde allí con violencia. Señala finalmente los efectos perniciosos del amor demasiado intenso, perverso o no correspondido (Burton, 1988).
Curiosamente, no se menciona en el tratado la acción de la Mandrágora, planta considerada desde antaño capaz de producir locura; su ausencia de la extensa lista podría explicarse porque se creía que las demencias de ese origen eran frenitis severas, diferentes de los casos corrientes de melancolía cuyas características clínicas eran menos dramáticas.
El amplio espectro de causas de locura permitía que se calificara como tal cualquier desvío de la conducta en la vida cotidiana. No es de extrañar entonces que Cervantes hablara de locura frente a las desviaciones del comportamiento del protagonista de su novela.
Para nuestro propósito, hemos de referirnos específicamente a aquellas causas que el novelista señaló como origen de los extravíos de Don Quijote, explicando la forma como probablemente actuaban de acuerdo a los conocimientos de la medicina de aquellos días.
III
Las causas numerosas de locura de la obra de Burton traducen en buena parte la pobreza de los conocimientos contemporáneos sobre las enfermedades mentales y son testimonio además de la credulidad infantil de las gentes de entonces.
Se vivía en una época en que tenían plena vigencia las querellas interminables de la Edad Media sobre temas religiosos curiosos que suscitaban el interés de las gentes, como la naturaleza verdadera de la pobreza de Cristo y la posibilidad de que hubiera reído alguna vez.
Este tipo de divagacione suscitó intensas discusiones desde los tiempos del cisma de Avignón y aún las despertaba en los albores de la Edad Moderna. El tiempo, ciertamente, corría más despacio en aquellos días que en los nuestros.
Para muchas gentes no era difícil aceptar la existencia real de los seres fantásticos y misteriosos que supuestamente habían sido encontrados por los conquistadores en las tierras de América.
Esos seres de fábula, en opinión de muchos, poblaban el nuevo continente como otrora lo habían hecho en Europa: epístogos o pállidos que nacían sin cabeza y tenían la boca en el vientre y los ojos en los hombros; gigantes de la Patagonia de tres metros de altura con cola al final de la espalda y pezuñas bovinas; cinocéfalos que no podían hablar sin interrumpirse para ladrar; onocentauros, hombres hasta el ombligo y el resto asnos; esquípodos que podían correr velozmente con su única pierna y enarbolaban a modo de sombrilla su inmenso pie para protegerse del sol al descansar; cíclopes, amazonas y sirenas; astómatas que carecían de boca y se alimentaban de aire; monstruos de gigantescos vientres y cuatro o más cabezas cuya existencia estaba respaldada por los relatos y grabados de los cronistas y artistas de la época (Eco, 1980).
En un mundo quimérico pleno de fantasías y de falsas creencias que no habían desaparecido del todo a comienzos del siglo XVII, es comprensible que se atribuyera a las enfermedades mentales causas tan inverosímiles y curiosas.
IV
El estudio constante, la lectura obsesiva de libros de hazañas y aventuras y el insomnio, eran a finales de la Edad Media causas de locura que se aceptaban fácilmente sin discusión alguna. Burton se refiere a ellas con amplitud.
Están ejemplificadas en el primer capítulo del Quijote donde se afirma que la afición y el gusto de Alonso Quijano por los libros de caballerías eran tan grandes, que “se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio” (Quijote I, 1).
El insomnio se asociaba invariablemente a las meditaciones profundas y a las lecturas prolongadas. Según Melanchton, “el insomnio produce sequedad del cerebro, frenesí, tontería y bobería, y vuelve al cuerpo seco y delgado, desagradable de llevar”. García Márquez habría de mencionar cuatrocientos años después de Cervantes la “peste de insomnio” que amenazó con volver locos a todos los habitantes de Macondo.
Marcilius Ficinus, un prolífico escritor citado por Burton, habla de los efectos deletereos que tiene el estudio constante y obsesivo en los intelectuales.
Pensaba que los intelectuales eran además personas negligentes en el cuidado de los herramientas de que se valían en sus actividades cotidianas. “Hay hombres, decía, que cuidan bien sus instrumentos de trabajo: el pintor lava sus pinceles; el herrero cuida sus martillos, su forja y su yunque; el campesino sus arados; el cazador atiende sus halcones, sus caballos y sus perros montunos; el músico se ocupa con esmero de sus flautas y de las cuerdas de sus arpas”.
Los intelectuales, por el contrario, “descuidan el cerebro que les permite descollar en el mundo; y el cerebro se consume por demasiado estudio.”
Maquiavelo, a su vez, pensaba que los buenos estudiantes no podían llegar a ser soldados de excelencia porque el estudio “debilita sus cuerpos, apaga sus espíritus y abate sus fuerzas y coraje.” (Burton, 1988)
Gomesius creía que “los muy estudiosos enferman de catarros, vértigos, gota, caquexia, reuma y debilidad de los ojos”, además de ventosidades debidas al sedentarismo. “Los estudiantes son en general delgados y secos y de mal color; gastan sus fortunas, pierden el buen humor y a veces la vida por sus estudios excesivos”.
Y un militar de aquellos días sostenía que al enemigo vencido no había que quemarle sus libros. “Dejadle esa plaga, decía, que con el tiempo lo consumirá”.
El efecto de las lecturas excesivas y el insomnio se vinculaba a menudo a la influencia perniciosa de la Luna, Mercurio y Saturno, que “por ser planetas secos, actúan secando el cerebro y extinguiendo su calor natural.”
Se creía que la melancolía se presentaba con más facilidad en habitantes de climas muy cálidos o demasiado fríos, sobre todo si los progenitores eran melancólicos; afectaba de preferencia a personas de “cabezas pequeñas, cerebros húmedos, corazón caliente, hígado caliente y estómago frío”, como los solitarios por naturaleza, los sedentarios y los estudiosos inclinados a hacer meditaciones que no podían interrumpir a voluntad.
“La melancolía afecta con mas frecuencia a los hombres pero es más violenta en las mujeres, afirmaba Fracastorus. En los hombres con cerebros calientes, los espíritus animales son calientes y es allí donde toma su origen la locura. Si son fríos, se produce la tontería o la simpleza.” (Burton, 1988)
Se aceptaba corrientemente que el excesivo ejercicio de la caza hacía que el cazador descuidara sus obligaciones para consigo mismo y su familia. “Las fortunas huyen con lo perros y vuelan con los halcones”. El temor a los efectos nocivos de la cacería llevó a Agrippa a decir que los cazadores persiguen tanto a las bestias que al final ellos mismos degeneran en bestias.
Las gentes no olvidaban el caso del Papa cazador, Leo decimus, que pasaba largas temporadas en Ostia dedicado a sus actividades cinegéticas desatendiendo la administración de la iglesia y olvidándose de firmar bulas y perdones (Burtton, 1988).
V
Con el epíteto de locos melancólicos han sido calificados muchos de los personajes reales o ficticios de la historia. Parecería que la locura fuera un inmenso arcón listo para recibir a buena parte de los seres vivientes.
Allí cabrían individuos normales que hubieran tenido delirios transitorios como Bolívar en el Chimborazo; delirantes patológicos como Ayax, que enloquecido por los dioses, destrozaba frenéticamente con su espada las ovejas de sus compañeros átridas; deprimidos y melancólicos consuetudinarios como Ana Karenina y José Asunción Silva impulsados dolorosamente a suicidarse, locos razonantes como Hamlet y maníacos inveterados como el doctor Fausto.
En ese imaginario cajón de la locura se podrían colocar, uno al lado del otro, enfermos afectos de neurosis leves y psicóticos profundos irrecuperables.
No es extraño que en ciertos momentos de la historia se hubiera tenido por locos melancólicos a algunos de los protagonistas más conocidos del drama universal: desde Jesús de Nazareth hasta Darwin y los evolucionistas audaces de otros días; desde Mahoma, el gran profeta del Islam, hasta científicos de la talla de Ticho Brahe, Copérnico y Galileo; desde filósofos iluminados como Platón y Epicuro, hasta personajes tenebrosos como Calígula y Nerón que con actos de infamia ensombrecieron sus vidas y produjeron daños indecibles en las de sus conciudadanos.
El término locura se utiliza frecuentemente en situaciones diferentes a las personales de los sujetos:
Se dice que el tiempo está loco cuando los aguaceros se presentan inopinadamente en tiempos de sequía; locas las multitudes que aplauden frenéticamente a sus ídolos en los eventos deportivos o en los conciertos de música moderna; locos aquellos que no comparten las opiniones del establecimiento, y locos también los que presentan teorías o propuestas que se apartan de los paradigmas admitidos como doctrinas oficiales.
En la historia reciente de la medicina, por ejemplo, se tildó de locos a dos personajes ilustres de finales del siglo XIX por hechos dolorosos ocurridos en el curso de sus vidas: al médico noruego Daniel Danielsen, por haberse inyectado extractos de lepromas para confirmar su teoría sobre la escasa contagiosidad del bacilo de Hansen; y a Benjamín Carrión, apóstol peruano de la medicina de su patria, que en un experimento que le costó la vida se inoculó con sangre de pacientes infectados por Bartonela baciliformis para demostrar que la fiebre de Oroya, la Verruga Peruana y la Bartonelosis eran formas distintas de una misma enfermedad.
VI
Las dificultades para establecer el diagnóstico de locura en pacientes con posibles trastornos de la mente es sabida de antaño.
La historia relata el caso de Demócrito, el filósofo griego discípulo del Leucipo a quien visitara Hipócrates en su casa de Abdera con el propósito de indagar acerca de su posible locura y estudiar los cambios de conducta que venía presentando de tiempo atrás que llamaban seriamente la atención de su entorno. Al momento de la visita de Hipócrates, el sabio disecaba con paciencia algunos animales como parte del estudio en el que trabajaba sobre el origen y la naturaleza de la bilis negra, considerada como causa indudable de locura.
Demócrito era uno de los pensadores más conocidos y respetados de su tiempo y un constante estudioso de la naturaleza de las afecciones mentales. Había descubierto, entre otras cosas, que los trastornos emocionales podían producir convulsiones en algunos enfermos (Zilboorg, 1941).
Demócrito fue uno de los primeros pensadores de occidente en hacer a un lado el dualismo mente-cuerpo para estudiar el espinoso problema filosófico de la naturaleza del alma desde un punto de vista estrictamente materialista. Todo cuanto existe en la naturaleza, decía, está formado por pequeñísimas partículas indivisibles denominadas átomos. Los átomos son elementos inmutables y eternos; infinitos en número, están inmersos en un espacio infinito también en magnitud.
El alma en la doctrina de Demócrito es tan material como el cuerpo, pero está constituida por átomos más finos, tenues y redondos dotados de gran movilidad (Barnes, 1982; Schroedinger, 1988).
Las hipótesis atomistas de Demócrito:
Semejantes conceptualmente a las de la moderna física de nuestro tiempo y sus opiniones acerca de la naturaleza material del alma, son reveladoras de la sobresaliente calidad de su intelecto y su capacidad creativa, en claro contraste con los trastornos de sus emociones y de su conducta que motivaron la visita de Hipócrates.
Los familiares de Demócrito estaban preocupados por la salud del filósofo en razón a la conducta extraña que le observaban, ajena sin duda a su habitual manera de conducirse como maestro de las ciencias y la filosofía. Se dolían además al escuchar sus gritos desaforados de alegría alternados con lamentos de infinita tristeza.
Hipócrates lo interrogó con detenimiento y esmero y constató su manera confusa de responder a las preguntas generales y simples que se le formulaban.
Llamaron su atención sus inesperados accesos de euforia o de cólera y sus dificultades para concentrarse en los asuntos de la vida diaria, todo lo cual apuntaba a que algo anormal ocurría en la mente del sabio.
La visita se prolongó por varias horas.
Al concluirla, el diálogo se orientó hacia la discusión de algunos temas de interés para el filósofo: la constitución íntima de la materia y la doctrina de los átomos cuya existencia había postulado.
Con el interés despertado por los tópicos de la ciencia, cesaron como por encanto los arrebastos de cólera y los accesos de risa y de tristeza melancólica del sabio. Con inteligencia y sin asomo alguno del más leve trastorno de su mente, procedió a explicar a los presentes los aspectos fundamentales de sus doctrinas.
Hipócrates le escuchó atentamente, y al momento de despedirse, afirmó a cuantos le escuchaban que nunca en el ejercicio de su larga carrera médica había conocido una mente más lúcida y sensata que la de Demócrito (Zilboorg, 1941; Burton, 1988).
En nuestros días, podemos preguntarnos: ¿Era Demócrito un loco de remate, o quizás presentaba fugaces y transitorios momentos de locura? Según la manera de razonar de aquel tiempo, Demócrito tenía dificultades con aquella función de la mente relacionada con la imaginación y la “inventiva”, en tanto que su entendimiento era lúcido y normal su memoria.
En ese sentido, no se le podría considerar como un absoluto perturbado de la mente. Algunos historiadores de la medicina han creído que el filósofo podría haber padecido de una “locura lúcida”, término contradictorio, discutible e inadecuado porque la lucidez y la locura son estados mentales opuestos y contrarios que no pueden coexistir en forma simultánea en un mismo individuo.
VII
Establecer con certidumbre el diagnóstico de locura no es fácil en muchas ocasiones. No lo era en la época en que Cervantes escribió el Quijote ni lo es tampoco en nuestros días, cuatro siglos después, pese a que los criterios para clasificar con la debida exactitud científica las enfermedades mentales se apliquen con estricta fidelidad y rigurosamente.
La terminología que emplea la psiquiatría, por otra parte, y los conceptos que se tienen sobre las afecciones de la mente, cambian de acuerdo al modo de pensar de los profesionales y de las diversas escuelas, lo que aumenta la confusión en el momento de formular diagnósticos y establecer pronósticos.
El término “locura lúcida”, por ejemplo, tiene para los psiquiatras de hoy un sentido diferente al que tuvo hace cien años. El diagnóstico de esa entidad suscita discusiones en la actualidad en cuanto a lo que realmente significa. Es necesario analizar esa expresión equívoca en razón a que ha sido empleada innumerables veces por médicos y literatos para darle algún nombre a los extravíos mentales de Don Quijote.
Los vocablos equívocos que expresan a la vez significados diferentes o iguales, generan desconcierto y confusión. Ello sólo conduce a que los términos tiendan a desaparecer o a dejar de usarse.
Eso precisamente le ha ocurrido a la expresión ambivalente “locura lúcida”, que a pesar de ser utilizada de cuando en cuando en la literatura psicológica de la actualidad, ha desaparecido ya de la Nomenclatura Internacional de Enfermedades de la Mente.
Locura lúcida es una expresión que aparece en textos antiguos y recientes para calificar a algunos personajes de la literatura.
Cervantes, por ejemplo, puso en labios de Lorenzo, hijo del Caballero del Verde Gabán, las siguientes palabras sobre el ingenioso hidalgo: “Es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos”. García Márquez, por su lado, empleó el término “demencia lúcida” para referirse a la condición psicológica de don León XII Loayza, un personaje de su novela “El Amor en los tiempos del Cólera”.
Las dificultades para establecer con aceptable precisión el diagnóstico de locura, son conocida desde hace largo tiempo; las experimentan los expertos en ciencias psicológicas al igual que los juristas cuando se enfrentan a situaciones en las que dictámenes de esa naturaleza pueden traer consecuencias sociales personales y económicas de importancia.
En nuestro medio aún se recuerdan vívidamente las discusiones académicas y legales que tuvieron lugar en las cortes de justicia con motivo del sonado pleito de don José María Rueda Gómez, conde de Cuchicute, contra su hermano Timoléon (Zea Uribe, 1932).
La mención más temprana del término “locura lúcida” es de Ulises Trelat, médico francés que la describió en 1861 en un artículo titulado “La folie lucide étudiée et considerée au point de vue de la famille et de la societé”.
Trelat se refería a algunos enfermos de la mente aparentemente normales cuya conducta dejaba ver taras profundas de los sentimientos, del juicio, y sobre todo de la vida moral.
Son individuos, decía, que “ponen al servicio del mal dones intelectuales a menudo notables, a tiempo que muestran desviaciones a veces monstruosas del sentido moral y de la ética” (Baruk, 1960). Para Trelat, la “locura lúcida” sería un delirio parcial equivalente a la alienación, la demencia o la insania.
Los casos de Trelat son similares a los de la mal llamada “locura moral”, entidad descrita en Inglaterra por el psiquiatra John C. Prichard. Prichard decía en 1835:
“La locura moral consiste en la perversión mórbida de los sentimientos naturales, los afectos, inclinaciones, temperamento, hábitos, disposiciones e impulsos naturales, sin trastornos o defectos aparentes del intelecto o de las facultades del conocer y razonar, y en ausencia de alucinaciones o ilusiones”. El término, sin embargo, fue considerado inadecuado y erróneo por los psicólogos en razón a que expresa un concepto más sociológico que ético (Zilboorg, 1941).
En su obra “Psiquiatría Moral Experimental” (1960), Henri Baruk presenta ejemplos que ilustran lo que acontece con esos individuos: Uno de sus casos era “un enfermo de comportamiento normal en apariencia, que trabaja y cuida de su persona, y que está persuadido de que le han instalado cerca una máquina eléctrica especial para captar su pensamiento y dominarlo.
Salvo por ese hecho, el enfermo parece por completo normal; si no se aborda su delirio, nada permite sospechar que se trate de un loco”.
El segundo, era “un enfermo de apariencia igualmente lúcida, convencido de que es descendiente de una de las principales familias reales del mundo. Mientras se deje a un lado la cuestión de su ancestro, el enfermo no parece estar trastornado”.
Los dos pacientes mencionados podrían llamarse, de acuerdo con Baruk, alienados parciales. Don Quijote razonaba con cordura excepto cuando alguien ponía en duda su condición de caballero andante. En ese sentido, se parecería más al segundo de los ejemplos de Baruk.
Al hablar de alienados parciales, Baruk se refería a la “locura parcial” o monomanía, término acuñado por el psiquiatra francés Jean Etienne Esquirol a comienzos del siglo XIX, hoy prácticamente desechado de la nomenclatura científica.
La “locura parcial” prevaleció a lo largo de todo el siglo XIX y se cita en textos diversos de los comentaristas cervantinos de los siglos XIX y XX, que acuden a esa denominación para diagnosticar como loco parcial a Don Quijote.
Los diagnósticos de “locura lúcida” y “locura moral” no pueden aplicarse a Don Quijote en el sentido que les dieron Trelat y Prichard inicialmente. Si bien es cierto que Alonso Quijano presentó cambios notables en su comportamiento al transformarse en caballero andante, cambios que podrían interpretarse como delirios transitorios intermitentes, la mayor parte de su existencia transcurrió cuerdamente.
La conducta moral de Alonso Quijano y la de Don Quijote, su alter ego, fueron siempre impecables. Solamente algunas actuaciones del ingenioso caballero y su convicción plena de ser miembro de la antigua caballería andante, podrían considerarse como elementos a partir de los cuales se podría configurar el cuadro de un delirio anormal.
VIII
Hoy en día, los psiquiatras aceptan la existencia de núcleos anormales del psiquismo, que para algunos podrían ser aspectos extraños pero normales de la personalidad de algunos individuos, y para otros, verdaderos núcleos psicóticos francamente anormales.
La condición de caballero andante de Don Quijote sería para algunos de ellos el núcleo psicótico de la personalidad de Alonso Quijano; para otros, un aspecto extraño pero normal de su psiquismo.
Es necesario señalar que los pacientes que presentan núcleos anormales de la personalidad tienden en general a defender sus creencias erróneas cuando se les confronta con la realidad.
Un individuo que insistentemente cree ser primo de la reina de Inglaterra, por ejemplo, encontrará en sus momentos de lucidez toda suerte de argumentos para asegurar que es verdad cuanto dice y es casi imposible llevarle a aceptar que está en el error al afirmar su acerto.
Los núcleos anormales del psiquismo fueron descritos por Emil Kraepelin a mediados del siglo XIX desde el punto de vista de la psiquiatría, y estudiados por Melanie Klein en el siglo XX desde la vertiente del psicoanálisis.
La moderna antropología, por otra parte, ha llamado la atención recientemente acerca de los llamados “Estados Alterados de Conciencia”, que podrían tener alguna similitud con los núcleos psicóticos de la personalidad antes mencionados.
En un interesante artículo titulado “El Sistema dinámico de la Cultura y los diversos estados de la Mente humana”:
Que me ha facilitado el doctor Luis Horacio López Domínguez, el antropólogo Joseph M. Fericgla (1989), relata sus investigaciones acerca de los fenómenos mentales que se presentan como consecuencia del uso de sustancias vegetales psicoactivas o alucinógenas y analiza las prácticas mecánicas que los inducen, como la hipoxigenación cerebral, la inmersión en agua helada hasta casi la asfixia y los ayunos prolongados.
Los trabajos de Fericgla en sujetos de diversas culturas primitivas, le han permitido postular la relación de esos estados de conciencia alterada con la cultura de nuestros días.
Fericgla explica las dinámicas de las culturas primitivas a partir de los mensajes captados durante estados alterados de conciencia.
Para él, no se trata de “curiosidades más o menos patogénicas y más o menos fantasiosas”, sino de fenómenos susceptibles de estudiarse como núcleos dinámicos generadores de cultura, que actúan como “dinamizadores de un sistema total que engloba todos los elementos que forman parte de la manera como la sociedad piensa, organiza y dirige el mundo según ella lo ve”.
Sugiere que la identidad de los grupos que componen su estudio deriva en último término de la conciencia actual de estados interiores. “Es obvio, afirma, que las visiones y los mensajes que genera nuestra mente y que tratan siempre de asuntos pertinentes a nuestra organización mental….., proceden del interior, ya sea del propio inconsciente, o de fondo heredado de memorias dinámicas que constituye los arquetipos inconscientes”.
La facultad creadora es la posibilidad de organizar nuestro modo de ver el mundo de manera distinta cada día adecuándolo a los estímulos dinámicos sistemáticos que nos llegan, sean o no captados por el proceso consciente.
Fericgla sostiene que en muchas sociedades no se establece una frontera entre lo que en nuestra cultura conocemos como “estados de vigilia” y “estados de sueño”.
Estudia la realidad de la vigilia y la de las imágenes oníricas para concluir que la conciencia funciona igual en el registro de ambas realidades. En sus grupos de estudio, la realidad, según la cual ellos veían el mundo, integra ambos niveles de realidad, la vigilia y el sueño, en una categoría única, la realidad verdadera.
El análisis de un episodio de “El Quijote” sirve para ilustrar este concepto: En el relato de los odres de vino, la “realidad verdadera” se organiza a partir del estado semisonambúlico en el que se encuentra Don Quijote, es decir, a partir de su “realidad onírica”.
Pero por otra parte, su “realidad verdadera” se organiza también a partir de la “realidad física” de los odres de cuero alucinados como Pantafilando de la Fosca Vista, el gigante perseguidor de la princesa.
Ambas realidades, la “onírica” y la “física”, se integran en la “realidad verdadera” del caballero ansante dando lugar al episodio mencionado, cuyas consecuencias para Don Quijote y Sancho Panza son de absoluto caos y desconcierto (Quijote I, 35).
(Lea También: La Locura de Don Quijote)
IX
En el terreno de la psicopatología se encuentran Individuos con evidentes trastornos mentales que presentan momentos transitorios de cordura al ser expuestos a determinados estímulos. Tal podría ser el caso de Demócrito al que nos hemos referido. La situación inversa, es decir, la presencia de síntomas sugestivos de enfermedad mental en individuos sanos por otros conceptos, no es rara.
En estos últimos, el diagnóstico de locura transitoria es a veces difícil de formular y más aún de sostener. Puede tratarse de sujetos al parecer normales que presentan conductas extravagantes, insólitas o extrañas sin consecuencias de importancia.
Otras veces, se trata de individuos manifiestamente excéntricos en sus modos de vestir, de comer o de actuar, que llevan a que se les coloque la etiqueta de “chiflados”, unas veces afectivamente y otras de modo despectivo.
El término “chiflado” ha servido para designar no sólo a gentes del común sino también a sujetos de mayor relevancia social o intelectual. Dos personajes del siglo XVIII cuyas maneras excéntricas de ser bordearon los límites entre la cordura normal y la locura patológica, sirven bien para ilustrar este punto:
Sir Isaac Newton, el célebre físico y cosmólogo inglés, ha sido sin duda uno de los individuos más talentosos de todos los tiempos. Su mente prodigiosa le permitió realizar la hazaña científica de más alta trascendencia quizás en la historia de la ciencia, al formular las leyes de la gravitación universal. Las formuló, precisamente en los momentos en que se dedicaba al estudio de la alquimia, la pseudociencia que fuera su pasión favorita.
Newton tenía una personalidad obsesivocompulsiva con algunos rasgos paranoides.
Los sujetos con esos rasgos de personalidad se caracterizan por ser disciplinados en exceso y por tener tendencias francas hacia el perfeccionismo; son en general rígidos, ordenados e inflexibles y suelen sentirse atraídos por actividades que exigen meticulosidad en el manejo de detalles.
A niveles moderados, estos rasgos de personalidad facilitan la competencia dentro de la sociedad en que se vive y permiten a sus dueños descollar en todos los aspectos de la vida (Usdin y Lewis, 1983).
Difícilmente se podría pensar que Newton fuera un perturbado de la mente; mucho menos un loco irreversible. Sin embargo, sus biógrafos relatan curiosos episodios de su vida que hoy podríamos considerar como probablemente de carácter psicótico mas no como sucesos corrientes de la vida de una persona plenamente normal.
En efecto, en una ocasión se insertó en una de sus órbitas una aguja de tejer y la movió de un lado para otro para observar lo que podría acontecerle a su globo ocular; en otra, se expuso a los rayos del sol con los ojos abiertos durante largo tiempo para saber lo que le ocurriría en tales circunstancias.
Para fortuna suya, la herida orbitaria no se infectó y no se volvió ciego por acción de los rayos del sol, aunque después de realizar su experimento debió permanecer en una habitación oscura durante varios días antes de poderse adaptar nuevamente a la luz (Ferris, 1988).
Henry Cavendish fue un eminente científico contemporáneo de Newton cuyos experimentos sobre la conductividad eléctrica se adelantaron a su época y le hicieron famoso.
Fue además el primero de los químicos en unir el hidrógeno y el oxígeno para formar el agua y el primero entre los físicos modernos en calcular con precisión el peso de la tierra.
Cavendish tenía los rasgos de una personalidad esquizoide caracterizada por introversión acentuada, tendencia a la reclusión, seriedad extrema y total desapego para la vida en sociedad.
Los esquizoides, considerados generalmente como excéntricos por el común de las gentes, son tímidos, reticentes y aislados, e incapaces de tener tratos sociales o mantener relaciones interpersonales cercanas (Usdin y Lewis, 1983).
Cavendish padecía de una severa timidez hasta “grados que bordeaban lo enfermizo”, al decir de uno de sus escasos biógrafos.
No hablaba con nadie y su ama de llaves sólo se comunicaba con él por escrito. En las raras ocasiones en que aparecía en reuniones sociales o científicas, los invitados sabían que no debían acercársele ni mirarle siquiera.
Se aconsejaba a los que querían conocer sus opiniones sobre cualquier tópico, que caminasen a su lado y le hablasen como si se dirigieran al vacío. Cuando el tema era aceptable para este singular hombre de ciencia, se podía recibir su respuesta en un susurro; pero era más probable que los interlocutores escuchasen un molesto chillido debido a la tonalidad muy alta de su voz y le viesen huir en seguida hacia un lugar tranquilo (Bryson 2003).
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