Sistemas de Pensar y Razonar del Siglo XVI
“Nosotros somos el tiempo en que vivimos”.
UMBERTO ECO
I
Para dar comienzo a este capítulo me permitiré hacer algunas precisiones sobre las diferencias que existen entre el lenguaje mítico y el lógico, lenguajes que sirven de formas de expresión a dos sistemas diferentes de razonar: el pensamiento mítico y el pensamiento lógico.
Esas dos formas de pensar se identifican con el vehículo natural en que se expresan; en ese sentido, el vocablo “logos” no se refiere tan sólo al pensamiento, significa también el lenguaje (Eco, 1993).
Las precisiones que debo hacer son necesarias para poder explicar las diferencias existentes entre las formas de pensar de los comienzos de la Edad Moderna y las de nuestros días, ya que en el siglo XVI y en siglos anteriores predominaba fundamentalmente el pensamiento mítico y en nuestro tiempo predomina el pensamiento lógico.
El estudio de las formas de pensar de hace cuatrocientos años permite aceptar como válida la hipótesis de que la comprensión por los lectores del siglo XVII de las obras literarias de ese entonces, debe haber sido un tanto diferente a la de nuestros días.
No es aventurado pensar que los lectores de aquel siglo tuvieron percepciones distintas a las nuestras, precisamente en razón a que sus formas de pensar, que condicionan las interpretaciones, diferían de las nuestras.
El lector moderno interpreta las obras antiguas desde el punto de vista que le da su propia situación histórica, su bagaje cultural, sus experiencias, sus esperanzas y sus decepciones.
En este sentido, se puede aceptar como válida la frase del escritor Umberto Eco que he puesto como epígrafe a este capítulo: “Nosotros somos el tiempo en que vivimos”.
Las sociedades premodernas de Occidente tenían modelos de pensar que a nuestros ojos pudieran parecer un tanto insólitos o extraños formas de razonar cuya comprensión nos ayuda a entender, por ejemplo, hasta dónde los factores:
Inconscientes pueden extender su campo de acción a la vida consciente de los individuos hasta el punto de llegar a afectarles en sus sentimientos, sus percepciones y demás actitudes racionales.
Este tipo de reflexiones adquiere mayor relevancia si se tiene en cuenta que el inconsciente colectivo de aquel tiempo estaba fuertemente impregnado por factores capaces de producir temores y ansiedades; temores y ansiedades traducidos en creencias erróneas en la existencia de seres sobrenaturales, gigantes, monstruos y demonios infernales que acechaban permanentemente al universo crédulo de aquellos días.
Un mundo en el que se mezclaba lo diabólico con lo celestial, la brujería con el culto a la Virgen, los chistes y los cuentos graciosos con los mitos e historias de los héroes, y el arte de las máscaras grotescas con el arte grandioso de las catedrales góticas.
Un mundo pleno de procesos inconscientes en donde tomaron su origen no pocos de los “exempla” con que los clérigos de la Edad Media atiborraban sus sermones y los escritores anónimos muchas de las ingenuas y fantásticas leyendas del mundo feudal, como las relatadas en las “Gesta Romanorum” y en el “Dialogus miraculorum” de Cesario de Heisterbach de comienzos del siglo XIII, rescatadas del olvido por Hermann Hesse en nuestra época (Hesse, 1979).
Las sociedades y culturas anteriores a la Edad Moderna desarrollaron sistemas de pensar y razonar, de hablar y de adquirir conocimiento que los estudiosos conocen con los nombres de “Mythos” y de “Logos”.
Ambos sistemas de pensar son esenciales y complementarios y constituyen caminos diferentes para intentar alcanzar la verdad, pero cada uno de ellos tiene sus áreas especiales de competencia.
El término “Mythos”:
Tiene un alcance mayor del que le da la acepción corriente de la palabra en nuestros días que lo relaciona tan sólo con las fábulas y las ficciones.
Más allá de esta acepción simplista, el mythos tiene que ver con lo eterno, con aquello que es atemporal o independiente del tiempo y es además constante en nuestra existencia; reza más con lo universal y lo inmutable que con los asuntos prácticos de lo cotidiano; no atiende a la lógica y hunde sus raíces en el inconsciente personal, o si se quiere, en el inconsciente colectivo.
El vocablo “Logos”, por su parte, que emergió formalmente como fuerza del pensamiento con el racionalismo del siglo XVIII, nos es más familiar porque constituye la base en que se asienta nuestra sociedad actual.
El logos atañe al pensamiento racional, pragmático y científico que permite a los seres humanos funcionar bien en el mundo en que viven; toma en cuenta el devenir secuencial de los días, admite lo inevitable de la flecha del tiempo y acepta a menudo la relatividad de la verdad, que para este sistema de pensamiento es susceptible de cambiar de acuerdo a los progresos mismos del pensar y a los avances del conocimiento.
En el dominio del logos, a diferencia del terreno del mythos, es posible transar, planear y organizar sobre bases eminentemente racionales la sociedad en que se actúa.
En contraste con el mythos que sólo mira hacia atrás hacia los orígenes del ser humano y sus desarrollos primigenios, que busca encontrar el significado último de la vida e intenta organizar las experiencias inconscientes en fantasías que le permitan relacionarse con lo íntimo y fundamental del ser, el pensamiento lógico se orienta de preferencia hacia adelante, intenta encontrar lo nuevo y busca experimentar lo novedoso para alcanzar un mayor control del mundo exterior y elaborar nuevos discernimientos sobre los conocimientos antiguos.
II
Un eminente filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza, pensador incansable que se adelantó al surgimiento de la ciencia natural, la crítica científica de la Biblia y el estado liberal democrático, señala en su “Tratado teológico-político” los dos grupos de individuos que integraban la sociedad de aquellos días en los Países Bajos y en toda Europa: el que constituía la vasta multitud, formada en general por sujetos incultos e iletrados, y el que se apartaba de aquella en virtud a que su pensamiento era predominantemente racional.
Dado que el primer grupo estaba orientado en sus maneras de pensar por la imaginación en tanto que al segundo lo guiaba la razón, se requerían discursos diferentes para cada uno de ellos; en otras palabras, era necesaria la existencia simultánea de los lenguajes mítico y gótico como formas de expresión de las gentes.
El célebre humanista señalaba también las inmensas dificultades de la multitud para alcanzar las formas de pensar que caracterizan al pensamiento lógico.
Spinoza creía que las multitudes se guiaban por el poder de la imaginación y por la especial psicología de masas que origina. Sostenía que la psicología de la imaginación genera conflicto, discordia y violencia y que las multitudes se mueven ante todo por obediencia a la autoridad y por miedo al castigo.
Una de las características de la multitud en el sentir de este filósofo, era la incertidumbre derivada de la ignorancia de las causas verdaderas y la falta de ideas. La incertidumbre, afirmaba Spinoza, hace presa al hombre de una alternancia de miedo y esperanza entre cuyos dos polos vacila sin razón valedera.
Esas fluctuaciones del ánimo, explicarían la notoria infidelidad de la multitud, sus rápidos cambios de posición y sus actitudes intolerantes (Yovel, 1995).
“La imagen que la multitud tiene del mundo”, dice Yovel al explicar el pensamiento spinoziano:
“Se basa en asociaciones contingentes de ideas a las que no corresponde en la realidad nada constante y objetivo. La inestabilidad cognitiva contribuye a formar la voluble emotividad de la mente.
Carente de la regularidad y del orden necesarios, un esquema del mundo basado en asociaciones, invita a la superstición que está fortalecida por la tendencia de la imaginación a explicar todo en términos de intenciones antropomórficas.
El resultado de ello es una atracción por los poderes ocultos de semejanza humana que se piensa que obran a su arbitrio tras los fenómenos naturales; poderes que hay que apaciguar o influir por medio del halago, la sumisión, el sacrificio y otras actitudes irracionales” (Yovel, 1995). Tal era el pensamiento de Baruch Spinoza, filósofo del siglo XVII casi contemporáneo de Cervantes.
Fue dos siglos más tarde cuando las gentes comenzaron a pensar que el logos era el único y exclusivo sendero para llegar a la verdad; empezaron por ello a desechar el mythos como falso y supersticioso al no poderlo explicar racionalmente, en razón a que el lenguaje del mythos no puede ser trasladado satisfactoriamente al racional sin perder en el cambio su razón de ser.
El pensamiento mítico permanece activo, sin embargo, en la vida cotidiana de nuestros días.
Es frecuente observar, por ejemplo, que contra toda lógica científica o práctica, individuos de diversos estratos intelectuales y sociales del campo y las ciudades usan brazaletes metálicos para controlar los dolores reumáticos, llevan puestos al cuello collares de papa criolla contra las cefaleas y las neuralgias, y conservan en sus bolsillos amuletos como el “ojo de buey” que supuestamente les sirven para evitar el Herpes Zoster o Azote de Sapo.
En muchas de las gentes de las sociedades actuales perdura aún la magia del pensamiento mítico sin que su persistencia signifique un contrasentido que afecte el orden natural de las cosas y la lógica de una vida conducida en lo esencial por el pensamiento racional y pragmático.
El pensamiento mítico no murió con el racionalismo y el desarrollo del pensamiento lógico del siglo XVIII.
En los tiempos actuales, en que las ciencias naturales evolucionan positivamente mediante movimientos progresivos en espiral ascendente, diferentes del “eterno retorno” de la filosofía nietzscheana, la cosmología moderna, por ejemplo, propone para el nacimiento del universo modelos que tienen una fuerza especulativa más cercana a los mitos antiguos de la creación que al positivismo mecanicista de nuestros días.
El lenguaje del mythos, actualizado por Sigmund Freud a comienzos del siglo XX para explicar a través de los antiguos mitos de Edipo, de Electra y de Narciso los aconteceres del mundo inconsciente, permitió comprender con claridad los mecanismos psicológicos de su funcionamiento.
La existencia real de los mitos ha sido puesta en duda a todo lo largo de la historia.
En la Grecia clásica, Hecateo, por ejemplo, encontraba “extraña” la mitología de su tiempo e intentaba darle explicaciones racionales; Jenófanes negó la validez de la adivinación sustentada en ideas mitológicas y Heráclito se burló de la catarsis obtenida mediante los rituales practicados en los templos de Epidauro.
Protágoras y Sócrates objetaron las manifestaciones irracionales de las gentes y fueron al final derrotados por sus opositores que los condujeron al suicidio (Dodds, 1978).
A partir del nacimiento de la Edad Moderna, los nuevos conocimientos cosmológicos mostraron que la tierra no era el centro del universo y que el sol era apenas un astro de mediana magnitud situado en la rama más externa de una pequeña constelación, la Via láctea.
Francis Bacon, contemporáneo de Cervantes, luchó arduamente por separar la ciencia de la mitología.
La exégesis crítica de la Biblia, por otra parte, permitió que los acontecimientos del Libro Sagrado no se interpretaran textualmente como hechos que ocurrieron en la realidad sino como símbolos de lo acontecido. De esta manera, el logos y el mythos se tornaron incompatibles.
Numerosas ideas francamente irracionales llegaron paradójicamente a adquirir el carácter de “lógicas”.
La cacería de brujas, por ejemplo, se desbordó en los siglos XVI y XVII y condujo a graves consecuencias que se prolongaron hasta finales del siglo XIX. Las mitologias étnicas y raciales y las derivadas de los avances tecnológicos irrumpieron vigorosamente en nuestro siglo XX, pero fallaron innumerables veces en nombre del progreso de los seres humanos.
Los nuevos mitos se tradujeron en hechos lamentables que indicaban ciertamente un progreso más material que espiritual: Hiroshima, Auschwitz y el archipiélago Gulag son algunos de sus más fehacientes testimonios (Armstrong, 2005).
La esterilidad de la vida contemporánea en materias espirituales produjo el nihilismo, la alienación, el “ennui”, el egoísmo y la desesperación, descritos magistralmente por T. S. Eliot en admirables pasajes de su obra “Waste Land”, pasajes que adquieren altas resonancias en nuestro idioma en las brillantes traducciones inéditas de Efraim Otero Ruiz.
Picasso, por su lado, supo expresar con maestría la angustia e impotencia de los seres humanos ante el desenfreno de la tecnología en su lienzo “Guernica”.
Y para fortuna del intelecto, escritores iluminados como Jorge Luis Borges, Gunther Grass, Italo Calvino y Gabriel García Márquez desafían todavía la hegemonía del logos al combinar lo realista con lo fantástico y lo inexplicable, y el razonamiento cotidiano con la lógica mítica de los sueños y los cuentos de hadas.
III
Dos escritores de nuestros días, Michel Foucault (1968) y Margaret Mead (1970), han estudiado con distintos enfoques los sistemas de pensar y razonar de individuos de distintas épocas y culturas: Foucault los ha analizado desde el punto de vista de la filosofía y Mead desde la vertiente de la antropología; sus ideas nos permiten reflexionar con mayor seguridad y firmeza sobre el tema del que nos ocupamos.
Revisaré brevemente sus postulaciones en lo que atañe concretamente a las semejanzas o similitudes de las cosas, en razón a que el problema de las semejanzas suscitó sonadas controversias entre los filósofos de comienzos de la Edad Moderna con repercusiones amplias en las maneras de pensar de las gentes del siglo XVI.
Trataré de explicar además de qué manera Cervantes y sus contemporáneos interpretaron las semejanzas de las cosas y la forma como entendieron su significado en el diario vivir.
En una obra de difícil lectura, “Las Palabras y las Cosas” (1968), Michel Foucault, profesor por largos años de la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento en el College de France, sostiene que la instauración del orden natural de las cosas en las culturas y sociedades de occidente ha sido un proceso vacilante y empírico; que el establecimiento del orden más sencillo de las cosas, en cualquier sociedad o cultura, requiere la determinación de un umbral por encima del cual siempre habrá diferencias, y por debajo, existiran siempre semejanzas entre unas cosas y otras.
Para Foucault:
Los códigos fundamentales de una cultura, los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores y la jerarquía de sus prácticas, fijan de antemano para cada ser humano los órdenes empíricos de su cultura, con los que tendrá que entenderse y dentro de los cuales se reconocerá, porque el hombre es necesariamente producto del tiempo en que le corresponde vivir.
El orden natural de las cosas en los tiempos actuales no tiene igual sentido al que tuvo el del siglo XVI, o el del XIX que señala el inicio de nuestra modernidad.
Fue a finales de la Edad Media, y más exactamente a partir del siglo XVI, cuando ese orden comenzó a transformarse con lentitud y paulatinamente y cuando sus diversas modalidades llegaron a constituírse en bases positivas de sustentación de los conocimientos en campos tan dispares como la gramática y la filología, la historia natural y la biología, el estudio de las riquezas y la economía política.
Tomando como ejemplo la historia de la locura, asunto que nos interesa en grado sumo para intentar el análisis de los desvaríos de Don Quijote, Foucault se formula la siguiente pregunta:
¿De qué modo podría una cultura plantear en forma general y segura las diferencias que separan la cordura de la locura? En respuesta a su pregunta señala que la historia de la locura podría significar la historia de lo “Otro”, de lo que para una cultura es extraño y debe por lo tanto excluirse para conjurar eventuales peligros interiores.
De otro lado, la historia del orden natural de las cosas, de la cordura en otras palabras, sería por el contrario la historia de lo “Mismo”, de aquello que para una cultura es a la vez disperso y aparente y debe necesariamente distinguirse por medio de señales particulares y agruparse en identidades concretas.
Dos maneras diferentes de abordar los problemas de la locura y la cordura según el modo de pensar del ilustre filósofo, y dos formas de mantener estable el orden natural de las cosas: la historia de la locura desde el punto de vista de lo “Otro” y la de la cordura a partir del concepto de lo “Mismo” (Foucault, 1968, 1972, 2005).
Para Foucault, al contrario de lo que podríamos suponer, Don Quijote es el héroe de lo Mismo; no es un individuo extravagante sino un peregrino que se detiene en todas las marcas de la similitud.
Su peregrinar es la búsqueda de las similitudes, de las más mínimas analogías que como signos adormecidos deben despertar para empezar a hablar de nuevo: las ventas se convierten en castillos en el lenguaje de sus libros de caballerías en la medida imperceptible en que se asemejan a ellos.
El loco, entendido no como un enfermo mental sino como una desviación de lo Mismo, es el que se enajena dentro de la analogía:
Toma las cosas por lo que no son y unas personas por otras e invierte todos los valores y todas las proporciones, porque en cada momento cree interpretar los signos; para él, los oropeles hacen el Rey.
Dentro de la percepción cultural que se ha tenido del loco hasta fines del siglo XVIII, “el loco ve por todas partes únicamente semejanzas y signos de las semejanzas; para él todos los signos son semejanzas y todas las semejanzas valen como signos” (Faucoult, 2003). Es el jugador sin regla de lo Mismo y de lo Otro.
Hacia fines del siglo XVI, época en que predominaba con gran fuerza el pensamiento mítico, la idea de la semejanza o similitud entre las cosas había venido desempeñando un papel importante en la construcción de nuestra cultura y en el establecimiento de formas de pensar tendientes a lograr una experiencia correcta del conocer. El concepto de semejanza o similitud entre unas cosas y otras, como sistema para dar cuenta de las mismas, fue en buena parte el que sirvió de guía para la interpretación de los textos, el que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles y dirigió el arte de representarlas. En el mundo de aquel tiempo, la tierra repetía el cielo, y por similitud, los rostros se reflejaban en las estrellas.
El paradigma de la semejanza entre las cosas, como fuente certera de conocimiento, tenía plena vigencia en los comienzos de la Edad Moderna.
Pero es importante señalar que ya en el siglo IV antes de Cristo, Platón había puesto en duda la validez de las semejanzas al postular su doctrina de los cuatro niveles de realidad con los que pretendía explicar la naturaleza de las cosas del mundo.
Al primero pertenecían las Formas o Ideas, al segundo los objetos matemáticos, al tercero los objetos visibles entre los que vivimos y las imágenes de las obras de arte, especialmente pictóricas, y al cuarto las Imágenes, como sombras o reflejos en el agua.
Sostenía que los poetas y artistas, a los que poco admiraba salvo a Homero, eran “falsos profetas” que trabajaban con la mimesis en un tercer nivel de realidad. En lugar de llevarnos hacia las cosas como son en la realidad, nos conducen equivocadamente hacia las semejanzas, que son “meras imágenes de decepción en el mundo de las veleidades”.
Por “mimesis”, el filósofo entendía no solamente la imitación de las cosas sino su representación al ser imaginadas o simuladas (Kaufmann, 1978).
El pensamiento del famoso y excéntrico humanista Teofrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso (1493-1541), que vinculaba a través de las semejanzas el mundo de la naturaleza a los aconteceres del cielo, se tradujo en un novedoso planteamiento que influyó de manera decisiva en las concepciones de la medicina de aquel entonces: la existencia de un microcosmos del hombre como reflejo del macrocosmos universal.
Fue de inmensa importancia para los pensadores de esos días el pensamiento de Paracelso, a la vez que reformista y revolucionario su papel en la ruptura de las doctrinas humorales de la medicina heredadas de tiempos antiguos y su reemplazo por nuevas ideas sobre las causas de las enfermedades y sus tratamientos. Sus contemporáneos en la Suiza de entonces, no vacilaron en llamarlo Lutero de la medicina por analogía con el reformador religioso (Jung, 1929, 1941; Jacobi, 1995).
Cien años después de Paracelso, y antes de mostrar su interés por la metafísica, Descartes (1596-1650) se había preocupado por hallar un método unitario excento de contradicciones que le permitiera dar claridad a sus maneras de concebir el mundo y el hombre. Su pensamiento encarnó el ideal moderno de la certeza matemático-filosófica absoluta.
En la primera de sus famosas “Reglas para la dirección del Espíritu”, el filósofo decía: “El fin de los estudios científicos no ha de ser otro que dirigir el Espíritu, de tal modo, que éste pueda emitir juicios sólidos y verdaderos sobre todo lo que se le presente”; y por Espíritu, quería significar ante todo la inteligencia racional (Descartes, 2001, 2003).
Descartes descubrió en las matemáticas y en la geometría las ideas claves de su propia filosofía.
Sus planteamientos se convirtieron en directrices para el desarrollo de una concepción técnico-matemática de la realidad que habría de dar sus frutos en las décadas que siguieron gracias a los avances de la Ilustración.
Descartes cambió los paradigmas vigentes para excluir la semejanza o similitud como experiencia fundamental del conocer; la semejanza ya no sería en adelante una forma de conocimiento sino más bien una ocasión de error y confusión (Watson, 2001) Los sistemas de razonar del siglo XVII recibieron el impacto revolucionario de su genio e inevitablemente se modificaron A partir de Descartes, el saber del siglo XVI nos ha dejado tan sólo el recuerdo de un conocimiento deformado y sin reglas en el que las cosas del mundo pretendían acercarse unas a otras por el azar de las experiencias, credulidades y tradiciones.
En adelante se habrían de olvidar las rigurosas y obligatorias figuras de las semejanzas y se tendrían solamente como ensueños y encantos de un saber que no llegaba aún a ser racional (Foucault, 1968).
En consonancia con la aceptación de las ideas cartesianas, los ideales de certeza absoluta perduraron sin cambios mayores por más de tres siglos hasta cuando fueron sustituidos por los paradigmas de la física cuántica de nuestra época.
Y en efecto, Werner Heisenberg, el físico alemán galardonado con el premio Nobel de 1929 por su postulación del “Principio de Incertidumbre”, demostró que las ciencias físicas no eran tan exactas como se las había considerado; que en el caso de las partículas subatómicas era imposible conocer simultáneamente el lugar que ocupan en el espacio y la dirección en que se mueven y que los procedimientos empleados para su estudio las afectan sensiblemente y alteran por lo tanto los conocimientos que se pretende alcanzar sobre ellas (Heisenberg, 1976).
Los estudios del célebre cosmólogo y sus comprobaciones matemáticas, permitieron concluir que el universo no estaba gobernado por leyes universales exactas, como las había postulado Newton en el siglo XVII, sino regido por las menos exactas y seguras de la probabilidad postuladas tres siglos después.
El Principio de Incertidumbre de Heisenberg, aplicado en un comienzo a la física de las partículas elementales se extendió después velozmente a las demás áreas del conocimiento (Cassidy, 1976).
IV
Las gentes del siglo XVI, inmersas en el marco de un pensamiento irracional apartado del todo de la lógica, entendieron a su manera el significado de las semejanzas de las cosas en que se sustentaba el paradigma filosófico de aquellos días y emplearon diversas y singulares formas de razonar para poderlo comprender.
Cuatro modalidades de pensamiento y de razonamiento, conocidas por los vocablos latinos “convenientia”, “aemulatio”, “analogía” y “symphatía”, fueron inmensamente útiles a los intelectuales de ese tiempo para postular sus tesis y defender sus ideas.
El significado de la palabra “convenientia” puede entenderse en nuestros días como la conformidad o concordancia entre dos cosas distintas entre sí. Se creía por entonces que las cosas eran convenientes o concordantes cuando su vecindad las encadena en el espacio o en el tiempo, como el alma y el cuerpo o los peces y el agua.
El sentido del término “aemulatio” expresaba una forma de concordancia entre las cosas no relacionada con la vecindad sino con la distancia.
Por su intermedio, era posible entender cómo se corresponden o concuerdan las cosas a través del mundo: “El rostro, decía Aldovandi, es el émulo del firmamento; y así como la mente refleja de manera imperfecta la sabiduría de Dios, los ojos reflejan la iluminación que hace resplandecer al sol y la luna en las alturas”. Según esta manera de razonar, las cosas que se parecen entre sí pueden actuar de forma similar, sin proximidad o encadenamiento alguno, en extremos opuestos del mundo.
De allí parece derivarse la metáfora moderna según la cual el batir de alas de una mariposa en un punto determinado del globo puede ejercer su acción de movimiento al otro extremo del planeta.
Consecuente con esa forma de razonar, Crollius decía en 1628:
“Las estrellas son la matriz de todas las plantas de la tierra; cada estrella es tan sólo la prefiguración espiritual de una planta. Las plantas son estrellas terrestres que miran al cielo y las estrellas del firmamento son plantas celestes que sólo difieren de las de la tierra por la materia que las constituye”.
Y Paracelso afirmaba: “El hombre tiene en el interior de sí mismo las estrellas del firmamento con todas sus influencias”, metáfora que Kant había de cambiar bellamente para dejar a las estrellas apartadas y aisladas en el cielo y a la moral dentro del corazón.
En la mente de las gentes de entonces la “convenientia” y la “aemulatio” se combinaban para constituir una tercera y nueva forma de pensamiento y de razonamiento, la “analogía”.
Para ilustrar la analogía, Crollius empleaba el ejemplo de las relaciones que suponía existir entre la tempestad y la apoplejía: “La tempestad, decía, empieza cuando el aire se hace pesado y se agita; la apoplejía cuando los pensamientos se hacen pesados e inquietos; más tarde, las nubes se hacinan y el vientre se hincha; la tormenta estalla y la vejiga se rompe; los rayos fulminan y los ojos brillan con extraño fulgor; cae la lluvia y la boca espumea; los relámpagos se desencadenan y los espíritus hacen estallar la piel.
La razón se restablece en el enfermo sólo cuando se aclara el tiempo” (Foucault, 1968).
En el siglo XIII, Santo Tomas estudió con detenimiento la “analogía” y descubrió en ella dos aspectos fundamentalmente diferentes: el atributo y la proporcionalidad.
De acuerdo al Diccionario de la Academia de la Lengua, el atributo se define como “la cualidad o propiedad de un ser”; la proporcionalidad como “la conformidad o proporción de unas partes con el todo, o de cosas relacionadas entre sí”. La vida, por ejemplo, es el atributo común de los seres vegetales, animales y el hombre; la proporcionalidad de vida, sin embargo, es mayor en el hombre que en los animales y todavía mayor en éstos que en los vegetales.
En el terreno de la bioética, hoy se discute sobre la proporción de vida de los óvulos y espermatozoides en comparación con la de los embriones y los fetos, tomando en cuenta las ideas de Aquino.
La bioética actual ha logrado hacer sustantivos avances en ese campo del conocimiento en el que tanto la biología como la filosofía tienen mucho que aportar. De allí se han derivado posiciones filosóficas contrapuestas en torno, por ejemplo, al aborto, tema al que no hemos de referirnos porque se aparta del objetivo de este estudio.
Un cuarto sistema de pensar era la “sympathia”, que está relacionada íntimamente con el principio de la movilidad.
Un siglo antes que Newton hubiera postulado las leyes de la gravedad, Crollius decía: “La simpatía es la que atrae lo pesado hacia la pesantez del suelo y lo ligero hacia el éter sin piso; la que lleva las raíces hacia el agua y hace girar con la curva del sol la gran flor amarilla del girasol”.
La simpatía tenía para Crollius el poder de asimilar, de hacer idénticas las cosas, de mezclarlas y de hacerlas desaparecer en su propia individualidad. Tres siglos más tarde, Sir John Frazer, en su libro “La Rama Dorada”, habría de señalar que algunas culturas y sociedades primitivas razonaban mágicamente de acuerdo al mecanismo de la simpatía (Frazer, 1987).
Pero era necesario que la simpatía estuviera contrarrestada por un sistema diferente y opuesto de pensar y razonar, la antipatía, que servía para mantener en aislamiento las cosas e impedir su asimilación. Para ilustrar la antipatía, Cardano afirmaba: “Es cosa bien sabida que existe odio y antipatía entre las plantas: el olivo y la vid, por ejemplo, odian la col, y el pepino huye del olivo”.
La identidad de las cosas, el hecho de que pudieran parecerse y aproximarse sin perder su singularidad, se fundaba básicamente en el balance adecuado que a la simpatía y la antipatía les podía corresponder de modo natural.
Estas cuatro formas de pensar eran suficientes para informar a las gentes de aquellos siglos sobre cómo se comportaba el mundo, cómo se encadenaba y de qué manera se reflejaba para que las cosas pudieran semejarse.
Pero era necesario también que las similitudes ocultas se mostraran en la superficie de las cosas, que existieran marcas visibles de las analogías invisibles porque el mundo de lo similar, como lo señala Foucault, es un mundo marcado.
En el pensamiento mítico y mágico del siglo XVI, las cosas se identifican plenamente con las palabras que las representan; cosas y palabras vienen a ser iguales.
El hecho de darle nombres a los seres y las cosas significaba para aquellas gentes una nueva forma de creación, una segunda creación como la que se narra en el Génesis cuando Jehová le otorga a Adán la potestad de darle nombres a los animales (Le Goff, 2004).
La identidad de las palabras y las cosas en la vida cotidiana les permitía creer que si una mujer presentaba manchas extrañas en determinadas zonas de su piel, esas marcas eran signos indudables de brujería, y concluir en consecuencia, que sus infortunadas poseedoras eran hechiceras que debían ser castigadas con el rigor de la ley implacable de ese entonces: el fuego purificador de las hogueras de la Inquisición.
El mundo de los albores de la Edad Moderna era todavía un mundo mágico en el que se castigaba sin piedad a los hombres y mujeres acusados de asistir a los aquelarres, de volar por los aires, sacrificar niños, destruir campos enteros con maleficios, provocar tempestades y enfermedades, ocasionar metamorfosis tremendas y deshacer amores sanos para reemplazarlos por otros irregulares e inmorales (Caro Baroja, 1964).
En nuestros días, se toma en cuenta la semejanza entre las cosas con un sentido diferente al que se le daba en el siglo XVI de sistema certero para alcanzar conocimiento.
En su ensayo “La Enseñanza de lo semejante” (1933), el filósofo y crítico literario Walter Benjamin, afirma: “El dominio vital que antaño se rigiera por normas de semejanza llegó a ser mucho más extenso que en la actualidad. La experiencia de lo semejante, desde el punto de vista histórico, condujo al micro-cosmos y al macro-cosmos”.
Y al referirse a nuestra época dice: “Los casos en los cuales las similitudes son aparentes en nuestra vida cotidiana representan un ínfimo porcentaje de los casos determinados por semejanzas inconscientes. Parecería que el mundo del hombre moderno depende menos de aquellas correspondencias mágicas que el mundo antiguo o aun el primitivo”.
En la actualidad, las semejanzas establecen una trama entre lo escrito y lo aludido, entre lo hablado y lo escrito, y son consideradas predominantemente extrasensoriales. “La más flamante grafología, afirma Benjamin, nos ha enseñado a reconocer imágenes en los caracteres escritos en los que se esconde el inconsciente del que escribe.
La mimesis, expresada en la actividad del que escribe, tuvo una significación mayor en los tiempos remotos en que se fraguó la escritura. La escritura se convirtió junto con el lenguaje hablado en un archivo de semejanzas extrasensoriales de correspondencias no sensibles” (Benjamin, 1999).
La mimesis, tomada en el sentido literal de simple imitación, no refleja con exactitud lo que quiere expresarse.
La representación, en cambio, traduce algo más que una simple imitación, algo que implica la acción de simular, hacer creer, imaginar o pretender. Esto se pone en evidencia cuando se trata de la imitación de causas nobles. Don Quijote, por ejemplo, imita las acciones de los caballeros andantes que lo precedieron pero llega mucho más allá que todos ellos en la representación de la andante caballería.
En la mimesis, lo trágico y lo cómico de los personajes ficticios tan sólo depende de la simpatía que despiertan en nosotros. Don Quijote no representa un personaje trágico en la novela de Cervantes, pero tampoco representa lo cómico en el sentido literal de la palabra. Es indudable, sin embargo, que despierta la simpatía de todos aquellos que conocen los actos que cumple en su papel de caballero andante. El sentido de lo trágico y de lo cómico, como mimesis, no se resalta en la novela cervantina.
V
Las investigaciones de la antropóloga Margaret Mead complementan las ideas de Foucault que he comentado. Mead analizó diferentes culturas primitivas actuales y las comparó con modelos culturales de nuestro tiempo.
Sus estudios de etnología comparada le permitieron postular la hipótesis de que existen tres modalidades distintas de cultura que se reflejan bien en el tiempo en que vivimos: las culturas postfigurativas en las que los niños suelen aprender de sus mayores; las cofigurativas en las que los niños y los adultos aprenden también de sus pares, y las prefigurativas en las que los adultos aprenden además de los niños (Mead, 1970).
Las culturas postfigurativas son a mi parecer las que están más acorde con las maneras de pensar y razonar del siglo XVI. Se caracterizan en lo esencial porque en ellas los cambios culturales son tan lentos e imperceptibles que los mayores no pueden esperar para sus hijos y sus nietos un futuro diferente del de sus propias vidas. El pasado de los adultos es el futuro de cada nueva generación.
El futuro de los niños está plasmado de tal manera, que lo sucedido al concluir la infancia de sus antecesores es lo que los niños van también a experimentar después de haber crecido. A lo largo de toda la Edad Media, como lo ha señalado Jacques Le Goff, esto se tradujo en la continuidad de las tradiciones laborales de la mayor parte de los individuos cuyos oficios pasaban de una generación a otra sin cambios sustanciales (Le Goff, 1970).
En las culturas postfigurativas los mayores no pueden imaginar los cambios y sólo son capaces de transmitir a su descendencia las ideas de una continuidad inmutable. Esas formas culturales son típicas de las sociedades del siglo XVI y de los siglos precedentes; traducen un sentimiento de identidad entre el pasado conocido y el futuro esperado.
La continuidad, en esas formas de cultura, sólo se puede mantener si se suprimen los recuerdos capaces de perturbar los sentimientos de continuidad e identidad. Las rupturas del orden social, que irrumpieron con el racionalismo del siglo XVIII, significaron cambios importantes en el sentido de la identidad y la continuidad que se asemejan a un verdadero renacer dentro de una nueva cultura.
VI
La sociedad española de lo siglo XVI, cuya identidad se sustentaba en la ausencia de grandes cambios y en la vigencia de sistemas de pensar como los señalados antes, conducía a que las gentes se formaran ideas peculiares acerca de la vida para comprender el significado de lo cotidiano. Esto se reflejaba necesariamente en percepciones de los hechos de la vida real y de los relatos de la literatura que no concuerdan con las maneras de pensar y concebir la vida en nuestros días.
En la narración de las aventuras del caballero andante se encuentran situaciones que sirven para ilustrar estas afirmaciones. En la primera parte de la obra se relata el episodio en el que Don Quijote creyó ver una venta no lejos del camino por donde cabalgaba. “Y como todo cuanto pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo….” (Quijote I, 2).
Lo que Don Quijote pensó que era un castillo, quizás en razón a la mínima semejanza entre las ventas y los castillos vistos desde lejos en el atardecer, era en realidad tan sólo una venta. Pero Don Quijote, razonando de acuerdo al sistema de pensar por “aemulatio” al que nos hemos referido, descartó la venta y elaboró en su mente la imagen clara del castillo que esperaba encontrar.
(Lea También: La Locura antes del Siglo XVI)
Cervantes no empleaba en general en sus escritos el verbo creer; utilizaba casi siempre el verbo imaginar, que entendido correctamente, guarda relación con la producción de las imágenes.
El hecho de imaginar no implica desde luego una creencia absoluta en la realidad objetiva de lo que imaginamos; significa, a lo más, la creencia en una realidad virtual, como se dice en nuestros días, de algunas representaciones objetales.
Don Quijote confunde la realidad al dictado de su imaginación, pero en ocasiones vuelve atrás y corrige la confusión una vez que regresa al mundo de la realidad. Por ello, al volver a la venta, reconoce el error de percepción que había tenido y le dice al ventero: “Engañado he vivido hasta aquí, que en verdad que pensé que era castillo, y no malo…..” (Quijote I, 17).
La fantasía desbordante que impregnaba sus formas de razonar le conduce al mundo de los encantadores para culparlos de las metamorfosis inesperadas de ventas en castillos y castillos en ventas.
Debo hacer aquí dos cortas disgresiones: La primera, para señalar que las neurociencias han demostrado mediante estudios altamente especializados de los aconteceres eléctricos y químicos del cerebro, estudios conocidos como sistemas diagnósticos por emisión de positrones, que el hecho de ver las cosas o simplemente imaginarlas, produce en ambos casos imágenes de actividad electroquímica de similares características en las mismas áreas de localización en el cerebro.
En otras palabras, que para el cerebro el hecho de ver o imaginar es lo mismo, en cuanto hace relación a la actividad electroquímica cerebral y a su localización anatómica.
Las respuestas electroquímicas al hecho de imaginar o ver objetos son idénticas en el cerebro humano (Ackerman, 2003).
La segunda disgresión es para precisar las diferencias entre imaginación y fantasía, vocablos que aparecen con frecuencia en las obras de Cervantes, y cuyas funciones son radicalmente diferentes como lo ha demostrado Carlos Castilla del Pino (2005).
En el Diccionario de la Lengua Española se define la fantasía como una “facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes las cosas pasadas o lejanas”; e imaginación, como la “facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales”.
De acuerdo al Diccionario, fantasía e imaginación serían vocablos prácticamente sinónimos; es por ello se define al fantasioso como “aquel que se deja llevar por una imaginación carente de fundamento”. Cin argumentos serios, Castilla del Pino explica en su libro las diferencias que existen entre una y otra.
La errónea equiparidad de la fantasía con la imaginación desaparece al identificar la fantasía con la ensoñación o el soñar, y al entender la imaginación como la operación que llevamos a cabo con miras a nuestra eventual actuación en la realidad exterior.
Las fantasías, dice Castilla del Pino, “no deben ser llevadas a la realidad porque no pueden ser constitutivas del contexto empírico; son meras sustituciones del mismo bajo la forma de la ensoñación o ensueño diurno, si estamos despiertos, o bajo la forma de sueños estamos dormidos.
La imaginación, sí, porque es anticipación de actuaciones posibles sobre la realidad, proyectos realizables susceptibles de ser realizados. Fantaseo, por ejemplo, con llegar a Marte; pero imagino qué he de hacer mañana, cómo escribir un libro, qué conferencia pronunciar y ante quienes….” (Castilla del Pino, 2005).
Para llegar a ser lo que anhelaba ser, Don Quijote tuvo que sustituir la imaginación por la fantasía. Se llenó ante todo de fantasías acerca de sí mismo que luego extendió inevitablemente al mundo que le rodeaba.
Para Cervantes, esa sustitución de la imaginación por la fantasía, es la locura del hidalgo. Al final de su vida, Don Quijote muere de la melancolía inherente a la forzada imposición que la realidad hace de su identidad como Alonso Quijano.
En la aventura del yelmo de Mambrino, las vacilaciones de Don Quijote y Sancho Panza sobre la naturaleza del objeto que le han arrebatado al barbero se ponen claramente de manifiesto.
En efecto, el artefacto con que éste cubría su cabeza para protegerse del sol inclemente y de la lluvia era en opinión de Sancho una bacía de latón, en tanto que en la de Don Quijote era el yelmo que Reinaldos de Montalbán había arrebatado al rey moro Mambrino tras darle muerte en un combate y que el hidalgo caballero siempre había deseado poseer (Quijote I, 21, 44, 45).
Para Don Quijote, el objeto era una parte del yelmo encantado que “parece bacía, como tú dices, Sancho” De igual manera, la cabalgadura del barbero era “un caballo o un asno o lo que tú quieras que sea”, según le dice al escudero; y arnés o albarda la montura, según se tratara de un jumento o de un rocín. Baciyelmo es la palabra que inventa inteligentemente Sancho para integrar en uno solo el yelmo y la bacía, según el sistema de razonar por “analogía”.
A Don Quijote, como lo señala Torrente Ballester, al igual que para cualquier niño pequeño, el más leve y lejano parecido le sirve para transmutar lo real y crear así un mundo en el que podía vivir y actuar sin contradicciones.
En el episodio del ataque a los odres de vino sucede algo similar. Mientras el cura leía en la venta la historia del Curioso Impertinente, Don Quijote, más dormido que despierto, alucina la presencia del gigante Pantafilando de la Fosca Vista, usurpador del reino de la princesa Micomicona, y embate contra los odres de cuero y los destroza uno a uno con el poder de su espada pensando que está atacando vigorosa y triunfalmente al gigante.
Es entonces cuando su escudero alerta presuroso a las gentes sobre la descomunal batalla en que se encuentra comprometido su amo, batalla de cuya realidad está firmemente convencido.
Sancho, exponente auténtico del siglo XVI, no ponía en duda la existencia del gigante; por ello, la colosal refriega de Don Quijote con su enemigo era real y verdadera ante sus ojos, y así lo comunica sin vacilar a las gentes presentes en la venta.
Sancho razona por “convenientia”, “aemulatio” y “analogía”, tal como razonaban también los lectores en los finales del siglo XVI y comienzos del XVII.
Un sistema defensivo de su realidad interior, al que acude Don Quijote para dar apariencia de real a lo que solamente es ficción, es su creencia en la existencia de los encantadores. Este mecanismo le permitía explicar sin contradicciones aparentes lo que ocurría en la vida real.
Don Quijote maneja los encantadores como una fuerza apabullante. El hidalgo piensa a veces que se trata de seres amistosos pero más a menudo de encantadores enemigos. Si la sobrina le dice que el cuarto de sus libros fue quemado “por un encantador que vino sobre una nube” (Quijote I, 7), Don Quijote no vacila en aceptar su versión.
Cuando a raíz del ataque a los molinos de viento, Sancho le dice: ¿“No le dije yo a vuesa merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento?”, Don Quijote responde: “Aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento” (Quijote I, 8).
No era infrecuente que las gentes de entonces creyeran en gigantes, encantadores y en toda suerte de personajes de ese estilo; en ellos creían por igual las gentes menos ilustradas de la sociedad y los intelectuales.
Ambrosio Paré, por ejemplo, se refería a los seres infernales capaces de cambiar de lugar los castillos y arrancar de cuajo los árboles más corpulentos. A los lectores del Quijote del siglo XVII no les era extraña la creencia en esos personajes fantásticos dotados de poderes capaces de transformar la realidad del mundo exterior; un mundo impregnado más de “mythos” que de “logos”, que enhorabuena nos ha legado como herencia, entre otras cosas admirables, los elementos del arte, la música, la poesía y la religión que constituyen hoy en buena parte nuestra civilización.
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