¿Dónde queda Leticia?

Departamento de Leticia

El general Luis Miguel Sánchez Cerro, presidente del Perú, se enteró de la toma de Leticia en la misma tarde de los hechos, aquel 1º de septiembre de 1932. Hizo llamar enseguida al ministro plenipotenciario de Colombia en Lima. En esa reunión culpó a ‘los comunistas’ y le aseguró al gobierno colombiano que respetaría el tratado que definía los límites entre los dos países.

El presidente Enrique Olaya Herrera recibió la noticia a través de su representante en Lima. Tuvo que acordarse, claro, de aquel otro incidente bélico con Perú, en 1911, cuando él era ministro de relaciones exteriores.

En esa ocasión, la indefinición de los límites fronterizos, unida a los intereses de los caucheros peruanos, habían llevado a un sangriento enfrentamiento en La Pedrera, a orillas del río Caquetá.

Para esa batalla los peruanos perdieron 44 hombres, y Colombia 180. Y en 1922, cuando el presidente de Perú era el dictador Augusto Leguía, se había llegado a un acuerdo fronterizo, el tratado Lozano-Salomón, que definía al río Putumayo como frontera común y le daba acceso a Colombia al Amazonas en un punto que muy pocos colombianos habían oído nombrar: Leticia.

Leticia era un poblado de unas pocas chozas de paja que había sido fundado por los peruanos medio siglo atrás, justo al costado occidental del sitio en donde la línea imaginaria Apoporis-Tabatinga, límite tradicional con el Brasil, se encontraba con el río Amazonas.

Al otro lado de la línea, en el poblado de Tabatinga, los brasileños habían erigido una batería de cañones que Perú quería contrarrestar de su lado de la frontera.

Aunque desde Lima se decretó que el recién fundado fuerte militar debía llamarse General Castilla, como homenaje al presidente peruano Ramón Castilla, el nombre de Puerto Leticia se impuso por la terquedad del ingeniero de la comisión hidrográfica peruana Manuel Charón, cuyo amor no correspondido, una mujer de Iquitos, llevaba el nombre de Leticia Smith.

Cuando ocurrió la toma de Leticia, en 1932, los funcionarios colombianos llevaban tan sólo dos años en sus cargos, y la mayoría de la población del pueblo era peruana.

Para los historiadores, como Alberto Donadío, el detonante directo del conflicto colombo-peruano fue un problema privado, de tenencia de tierras. Sin embargo, Alfonso López Michelsen, que con su padre participaría luego en la reunión en Lima que puso punto final al litigio, le añade a lo anterior un lío de faldas.

Cuenta López que tanto el intendente colombiano del Amazonas Alfredo Villamil como el alférez peruano Juan de la Rosa, comandante de la vecina guarnición de Caballococha, pretendían una misma mestiza de nombre Pilar. La mujer finalmente se fue con el peruano. Pocos días antes de la toma de Leticia el bogotano Villamil había cruzado el río y se la había traído a vivir con él.

Al desengaño del alférez De la Rosa se agregaba la insatisfacción del ingeniero peruano Oscar Ordóñez; administrador de la hacienda azucarera La Victoria, cercana a Leticia.

Con el tratado Lozano-Salomón esta hacienda había pasado a ser parte de Colombia; y por eso su país le imponía un gravamen para vender sus productos en Iquitos.

El gobierno de Bogotá se había negado a pagar los 80.000 dólares (o pesos, que era lo mismo); que el propietario pidió como indemnización por La Victoria. Con ello nos habríamos ahorrado, afirmaron luego los diarios bogotanos, los diez millones que costó la guerra.

El ingeniero Ordóñez y el intendente De la Rosa fueron, entonces; los líderes de la toma que, por la rápida rendición de los colombianos, no dejó víctimas.

El primer problema que tendría Colombia para poder recuperar la ciudad perdida, dijo el New York Times, sería saber en dónde quedaba Leticia. Algo de razón tenían los peruanos en desconocer el tratado Lozano-Salomón y pretender la propiedad de estas tierras que ellos habían colonizado. Y más razones tenía el presidente Sánchez Cerro para apoyar a los invasores.

En política, vale recordarlo, siempre es útil desprestigiar a un predecesor; y el tratado lo había firmado su antecesor en el mando, el general Augusto Leguía, a quien él había derrocado.

No es del caso repasar aquí todas las acciones de este conflicto que se desarrolló en los confines de la patria y que; desde la visión centralista de nuestra historia, se tiene hoy relegado a un plano secundario.

De la guerra con el Perú quedó en el anecdotario popular la historia de las donaciones de joyas; con las que los colombianos solidarios contribuyeron a la causa militar: cuatrocientos kilos de oro en sortijas, aseguran.

Pero el conflicto colombo-peruano fue mucho más que eso. Al perturbar la paz americana, la guerra requirió la atención de la Sociedad de Naciones; precursora de las Naciones Unidas, y contó para Colombia con el apoyo estadounidense por primera vez desde la pérdida de Panamá.

El conflicto externo sirvió de tregua única en las luchas partidistas colombianas que se extendieron por más de un siglo. A esta guerra le debemos la fundación de la armada colombiana y la consolidación de nuestra fuerza aérea. A ella le debemos también las primeras carreteras de la amazonia; las que unen a Neiva con Florencia, y a Pasto con Mocoa.

Al conflicto que se inició aquel 1º de septiembre de 1932 en Leticia; y que se cerró con la izada de la bandera de la Sociedad de Naciones junto a la de Colombia en esa misma ciudad en 1933; se debe la graciosa figura trapezoidal de la frontera sur de nuestro mapa. Y a ella se debe, finalmente, que hoy todo escolar colombiano sepa, en el mapa de Colombia, en dónde queda Leticia.

Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Tomado de PORTAFOLIO

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