El Sacerdocio Judicial

Nuestro propósito de describir la tarea diaria del juez de un modo críticamente fundamentado nos ha llevado necesariamente a tomar como base de nuestra investigación la posibilidad de una ordenación metódica de nuestra conciencia en general.

Ninguna persona que piense se contentará, a la larga, con enfocar una serie de problemas concretos y limitados, que, además, no podrá ni siquiera conocer seriamente en su perfil concreto sin referirlos a su unidad (I, 2).

Y nadie podrá -cuanto más celosa y diligentemente se ocupe de problemas, menos- sustraerse en último resultado a esta pregunta: ¿para qué todo esto, en rigor? Quien, en su profesión, se pare a pensar acerca de los fundamentos discursivos en que descansa, tropezará en su respuesta, forzosamente, con el sentido de la vida en general.

Si hay alguna profesión que pueda servir de modelo a toda la sociedad, en este sentido, es precisamente la profesión del Juez.

Y esto, no sólo en cuanto a la necesidad de remontarse a las cumbres de una concepción universal que lo domine todo, sino también en cuanto a la aplicación amorosa y exquisita de esa concepción universal a las cuestiones particulares de la vida diaria.

Es característico cómo ya en el más nimio litigio jurídico se advierte en los interesados -no pocas veces:

Sin pararse a pensar para nada en las consecuencias- la tendencia a medir el caso particular por un criterio de medida absoluto y superior.

Ante un fallo basado en normas limitadas, casi siempre existen dudas. Los escrúpulos no quedan acallados.

Se mide el resultado por un factor “x” que constituye la instancia decisiva incondicional sobre el fallo condicionado.

Pero si esta apelación a un fallo mejor y más alto es clara y decidida, el criterio acerca de lo que constituye, en rigor, el criterio superior de medida no es siempre claro.

Para algunos, aquel factor “x” es su “concepción del mundo”.

Aquí, no diremos nada contra esta expresión, pero sí contra la tranquilidad que se siente al pronunciarla.

En realidad, hay que seguir indagando hasta ver qué es lo que se entiende, en puridad, por “concepción del mundo”.

Como no puede significar más que un método absolutamente válido para determinar y dirigir de un modo unitario todas las experiencias concretas concebibles, surge el problema de definir con más precisión ese método de ordenación al que ahora se da el nombre de “concepción del mundo”, esclareciendo ante nosotros mismos su modalidad necesariamente condicionante.

Y aquí, los llamados a velar profesionalmente por el Derecho pueden brindar un magnífico ejemplo a cuantos les rodean.

No es ésta la primera vez que se advierte que el estudio de la jurisprudencia es la mejor escuela para el estudio de la lógica y de la crítica del conocimiento en general.

Pero la familiarización con la idea del Derecho es también un excelente medio para orientar el espíritu, en la misma dirección, hacia una concepción fundamental de la vida humana.

Lo mismo como advertencia negativa que como consejo positivo.

Quien se esfuerce en sustraerse de las cuestiones concretas y limitadas y en encontrar un punto de apoyo firme e incondicionada, fácilmente se dejará arrastrar por un impulso fáustico.

Investigará inútilmente en busca de un conocimiento que, teniendo como objeto una materia limitada, aspira a conseguir una validez absoluta.

Esta contradicción lógica, irreductible, devorará los esfuerzos del investigador.

Es la contradicción entre la idea y la realidad, la distinción entre la idea meramente ordenadora de la armonía absoluta de todas las experiencias concebibles y las percepciones materiales y las aspiraciones como materia sobre la que versa esa ordenación, la que se interpone aquí ante muchos y los opone fuertes dificultades.

La teoría crítica del Derecho puede ser el medio para resolver esas dificultades, pues constituye, evidentemente, el mejor ejemplo ilustrativo de aquella distinción.

Demuestra la imposibilidad de un Derecho ideal que encierre a la par normas e instituciones de alcance limitado y una trascendencia absoluta para todos los tiempos y todos los pueblos (V,1).

Y, por otra parte, no se aferra a la materia condicionada de lo concreto y lo positivo, sino que pone de relieve cómo todas las aspiraciones sueltas encuentran su unidad en un método formal siempre uniforme cuyo pensamiento directivo coincidente se llama Justicia.

Los juristas -dice ULPIANO al comienzo del “Corpu iuris”- somos sacerdotes, “pues velamos por la Justicia y difundimos el conocimiento de lo bueno y de lo justo”.

La idea absolutamente vigente no es, pues, ningún objeto de la experiencia material y sensible que ha de ir a buscarse allí donde, como dice el dicho, “los objetos chocan ásperamente unos con otros dentro del espacio”; la idea debe considerarse más bien como una estrella polar hacia la que se levanta la vista para orientarse por ella, pero no para alcanzarla.

Por eso la función críticamente fundamentada del juez no debe perder de vista el Derecho de las condicionalidades históricas.

La tramitación e incluso la simple descripción de un litigio jurídico revela la necesidad de abandonar las “nubes”, desde las que se atalaya el todo, para volver a hundirse en el polvo de las tareas cotidianas. “¡Mirad a las estrellas, pero sin perder de vista las calles!”

Cuanta mayor sea la nitidez con que se perciba el valor exclusivamente orientador de la idea, mayores serán la alegría y el buen humor con que se afrontará la elaboración original de la materia empíricamente condicionada de nuestra experiencia hasta sus más pequeños y nimios detalles.

Las únicas dudosas son las generalizaciones relativas de posibilidades limitadas, rayanas no pocas veces en el peligro de una pseudociencia.

Frente a este peligro, debe servir nuevamente de modelo y de estímulo para seguir ahondando en la reflexión la actuación del juez, cuando se halle metódicamente bien orientada.

En la actuación práctica, lo más importante es tener siempre presente, metódicamente, el enlace de la idea de unidad con los casos particulares.

El lector recordará que la ley ordena frecuentemente al juez que elija la norma aplicable no por la vía técnica exclusivamente, sino en el sentido de la rectitud fundamental.

Más arriba (V, 3ss.), hemos estudiado especialmente el proceder metódico del juez.

Detengámonos a examinar aquí un poco más de cerca, en su aplicación, este aspecto de la función del juez.

2. El Derecho aplicable

El primer problema que se le plantea a la actividad práctica del juez es el del Derecho que debe servir de base al fallo. Es el orden jurídico del propio país, casi siempre, el que tiene que suministrar la norma para la decisión.

Pero, a veces, él mismo se remite a un Derecho extranjero, y en asuntos internacionales, y en ocasiones también en asuntos eclesiásticos, puede plantearse la necesidad de atender al Derecho no nacional.

Pero, dentro de los límites del Derecho del propio Estado, surge con fuerza renovada el problema de saber qué normas jurídicas serán las aplicables en el caso que se trate de ventilar.

Puede ocurrir que tras este punto de vista que se presenta inmediatamente pase a segundo plano o se borre por entero otro punto de vista de distinta modalidad, a saber: el del camino metódico por el que se puede fundamentar la rectitud fundamental de una determinada voluntad jurídica.

No hace falta pararse a demostrar que se trata de dos problemas totalmente distintos.

La posibilidad de elegir con metódica seguridad la norma jurídica fundamentalmente justa constituye, evidentemente, la premisa lógica para que pueda realizarse, de hecho, esa opción; en cambio, las normas legales donde se dispone que se juzgue, no ateniéndose a los artículos técnicamente plasmados en la ley, sino con arreglo al Derecho justo que se elija como tal sienta, no menos evidentemente, la premisa práctica para que el juzgador pueda optar.

Hasta aquí, sólo nos hemos ocupado del primero de los dos problemas a que aludimos:

Examinemos ahora el segundo, que encierra no pocas consecuencias interesantes para una justa descripción y valoración de las funciones judiciales. En el Derecho alemán vigente, nos encontramos con un punto de vista divergente según la clase de Derecho de que se trate.

En el Derecho penal, prevalece, en cuanto a la punibilidad, el criterio de que sea el articulado de la ley el que decida. Una acción sólo es punible cuando el hecho se halle castigado con una pena por la ley en el momento de realizarse.

Es una consagración consciente del principio del Derecho técnicamente elaborado. El recurso de los viejos tiempos de la justicia de Gabinete contribuyó mucho, indudablemente, a la implantación de este principio.

Situaciones como las que se describen en “Emilia Galotti” o en “Cábala y Amor” llevaron a la conclusión de que era preferible exponerse a resultados objetivamente poco justos que no al peligro de la arbitrariedad subjetiva en la punición.

Así se explica que en estos últimos tiempos haya podido discutirse la posibilidad del robo de electricidad con arreglo al Derecho penal, mientras que el problema de la indemnización de daños y perjuicios según el art. 826 del Código civil no ofrece la menor duda, en este caso como en los demás: quién, atentando dolosamente contra las buenas costumbres, infiere un daño a otro, está obligado a indemnizárselo.

El régimen del Código civil, en este punto, es un régimen de transacción.

Muchas veces, incluso en los considerandos de las sentencias del Tribunal Supremo, cuando se emplea el giro del principio de la buena fe, que domina el Código civil, este giro sólo encierra un cincuenta por ciento de verdad.

Dondequiera que se establezcan requisitos formales para un negocio jurídico, queda excluida su aplicación; hay, además, gran número de normas que establecen de modo imperativo los requisitos y los efectos de un acto jurídico, sin dejar el menor margen a la consideración de si su resultado es o no fundamentalmente justo.

Ya más arriba (VI, 4) hemos tenido ocasión de ver que el legislador tiene que utilizar y valorizar con habilidad las dos posibilidades con que volvemos a encontrarnos aquí. La práctica judicial no puede perder de vista esto.

En un litigio jurídico muy discutido, la parte que había hecho la oferta de contrato impidió fraudulentamente que se recibiese en tiempo oportuno la aceptación; lo justo, en este caso, sería reconocer, no la existencia de un contrato, sino un deber de indemnización por acto ilícito.

El Derecho administrativo va, en muchos respectos, más allá que el Derecho civil.

Su modo de proceder recuerda a veces la situación en que se desarrolla la jurisprudencia clásica de los romanos.

Aquí, los artículos técnicamente elaborados de la ley no desempeñan un papel tan importante como en el Derecho penal y el Derecho civil. Queda un margen mucho mayor para enjuiciar con arreglo al criterio de la rectitud fundamental.

Un ejemplo notable lo tenemos en el art. 226 del Código civil, en el llamado artículo del embrollo: “El ejercicio de un derecho -dice el citado artículo- será ilícito cuando no pueda tener más finalidad que causar un daño a otro”. Esta norma fue introducida en el Código, a última hora, por la Comisión del Reichstag.

Es una norma bien intencionada, pero no responde a su finalidad última. Toda intención egoísta dirigida a obtener una ventaja fundamentalmente injusta para el propietario convierte en lícito ante el Código civil un ejercicio del derecho de propiedad que en principio sería reprobable.

Así concebido, aquel artículo aparece precisamente como una norma positiva del Código civil, que, por tanto, no es aplicable sin más en el Derecho privado de los diversos países del Reich, ni mucho menos en el Derecho administrativo.

Aquí, a falta de preceptos especiales del orden jurídico en un sentido general, regirá el principio que el Código civil suizo (art. 2, 2) formula, en términos generales, así: “No se protege jurídicamente el abuso manifiesto de un derecho”.

El propietario de unos terrenos de huertas fundó una colonia obrera que acabó convirtiéndose en una plaga para toda la vecindad.

Los obreros de la colonia pegaban fuego a cada paso a los campos vecinos.

El hortelano prendió levantar una nueva colonia en una finca grande enclavada cerca de allí, construyendo barracas de trabajo, con dormitorio y cocina para los guardias. Ante la protesta de los vecinos, el Tribunal administrativo decidió denegar la autorización para la colonia, entendiendo que el interés superior era el que asistía a los demandantes y que la colonia proyectada suponía realmente un peligro para las fincas vecinas.

No es difícil reconocer en los fundamentos bien razonados que sirven de base a esta sentencia los pensamientos metódicos fundamentales tantas veces subrayados aquí.

En la práctica extensa de nuestros Tribunales administrativos brillan, por regla general, acertadamente, como en este caso, los principios del Derecho justo.

3. Disensiones en el Derecho

La campaña de los Siete contra Thebas había terminado con un fracaso. Los dos hijos del desgraciado Edipo habían perecido en fraticida lucha el uno contra el otro, uno defendiendo el solar patrio, otro atacando su propia patria, en delito de alta traición.

El primero fue enterrado con solemnes honras fúnebres; el cadáver del segundo quedó insepulto, como botín de las alimañas, para que, según la fe de aquellos tiempos, su alma no encontrase el descanso ni la entrada en el mundo ultraterreno. Así lo dispuso, bajo pena de muerte, Creonte, tirano de Thebas, en uso del poder jurídico que lo competía.

Pero el sentimiento piadoso de Antígona, la hermana de los muertos, no podía tolerarlo. Se dirigió subrepticiamente hasta donde estaba el cadáver de su hermano y, espolvoreándolo con tierra, lo rescató de la maldición que sobre él pesaba. Antígona fue descubierta y conducida ante el tirano.

¿No conocías las órdenes del Estado? -le preguntó éste-. ¿Porqué te rebelaste contra los dictados de la ley? Sí las conocía -contestó Antígona-, pero no las considero buenas ni justas. Esos dictados son palabras perecederas del hombre, contrarias a los mandatos de los dioses que llevamos grabados en nuestro corazón.

“Y estos mandatos no son de hoy ni son de ayer; no, existen desde siempre y nadie sabe cuándo empezaron a regir”.

Y así, se traba un diálogo maravilloso y se cruzan pensamientos a cuyo lado palidecen como faltos de interés esos dramas psicológicos puramente descriptivos.

Frente a aquella afirmación y al criterio al que se unen también Hemón y Teiresias, Creonte invoca la majestad del Derecho estatuido.

No puede haber cosa peor para un Estado que la falta de poder y la fluctuante arbitrariedad; “en cambio, allí donde reina firmemente el orden la obediencia asegura la salvación de muchos hombres; por eso es necesario defender lo que está ordenado”.

He aquí, planteado en términos de gran emoción, el conflicto entre el Derecho positivo y la idea de la justicia fundamental. Este conflicto jamás puede eludirse por completo en las cosas humanas.

El legislador no puede renunciar, en muchos casos, a formular por sí mismo la norma aplicable, y en interés de la seguridad jurídica se ve obligado a hacerlo, con frecuencia, de un modo imperativo (VI, 4).

Pero, por mucho que se esfuerce en acertar, sus actos llevan siempre el sello de la debilidad inherente a toda obra humana: son siempre, por fuerza, imperfectos.

Y por todas partes se oyen quejas y protestas porque la aplicación de las normas técnicamente elaboradas no consigue dar en el blanco de lo justo.

¿Qué hacer, en estos casos?

Estas disensiones ni pueden evitarse incondicionalmente ni pueden remediarse de un modo absoluto. El Derecho es en cuanto a su concepto, inviolable y no puede desdeñarse e infringirse en un caso concreto (II,5).

Pero, en cuanto a su idea, -una vez definido y deslindado conceptualmente no es más que un medio para el fin de una convivencia justa y no puede erigirse, como Derecho históricamente condicionado, en fin último de la voluntad humana.

Otra cosa sería incurrir en la sentencia de TERENCIO: “Summum ius, summa iniuria”, el Derecho positivo elevado a la suprema ley es la suprema injusticia.

La posibilidad de un conflicto entre la ley y la justicia, entre el Derecho determinado conceptualmente y el Derecho idealmente orientado, es, pues, inevitable. Es éste un antagonismo al que KANT dio el nombre de “Conflicto entre las Facultades” y que aquí se presenta como el conflicto entre la Facultad de Filosofía, con su Derecho natural (V,1), tal como KANT lo concebía, y la Facultad de Derecho, con su Derecho positivo. Claro está que KANT sólo enfocaba este problema desde el punto de vista del desarrollo general del Derecho y no desde el punto de vista de la misión del juez.

En este problema, hay que distinguir entre la posición de los individuos miembros de la comunidad jurídica, como tales, y la posición del juez.

Todo miembro de la comunidad deberá esforzarse en conseguir que el orden jurídico vigente se mejore y se llegue al Derecho justo.

Pero si, en un caso concreto, no se logra esto, no le queda más camino, indudablemente, que someterse al Derecho positivo y, si se deja ganar por el grito de su conciencia rebelde, atenerse a las consecuencias de su rebeldía. Este punto de vista ha sido desarrollado frecuentemente en el transcurso de la Historia. Nos limitaremos a recordar la hermosa obrita de LUTERO que lleva por título: “Hasta qué punto debe Cristo obediencia a la autoridad”.

La violación arbitraria del Derecho existente, subsistiendo este en vigor, no puede considerarse nunca justificada. Ante un Derecho no justo, lo que hay que hacer es conseguir que se lo sustituya por otro justo. Esto puede lograrse, en primer lugar, por la vía de la creación derivativa de Derecho, ateniéndose, por tanto, a los preceptos que el propio Derecho vigente establece con vistas a su posible modificación; en caso de necesidad, puede acudirse también a la vía originaria: “Cuando el hombre oprimido no encuentra el Derecho en parte alguna y la carga se le hace insoportable, recurre con sereno espíritu al Cielo, donde sus derechos eternos penden, inalienables e indestructibles, como las mismas estrellas”.

Cómo debe explicarse científicamente el proceso de la creación originaria de Derecho, ya lo hemos expuesto más arriba (III, 3).

Para el juez, no existe la posibilidad de modificar así el Derecho, por la vía originaria. El juez es independiente de los demás hombres (VII, 2), pero se halla sometido siempre a la ley. Aun en los casos en que el contenido de la ley no sea justo.

El juez sólo puede proceder a discurrir y elegir criterios fundamentalmente justos que le sirvan de normas de juicio, cuando el propio Derecho vigente se remita a ellos (VIII, 2).

Puede ocurrir que no diga nada acerca de un caso cualquiera, que la ley técnicamente elaborada presente una laguna. Tal vez no exista tampoco un precepto semejante, que permita inferir la intención de la ley para otros casos parecidos, por la vía de la llamada analogía de leyes. En estos casos, es indudable que el juez recobra su libertad de opción para elegir el Derecho justo; al hacerlo, maneja lo que los juristas llaman analogía de Derecho, lo que el Proyecto I del Código civil alemán (1888), en su art. 1, denomina el “espíritu del orden jurídico” y el Código civil suizo, art. 1, expresa diciendo que, en estos casos, el juez debe decidir “como si fuese el legislador”.

Pero, fuera de estos dos supuestos: autorización por parte de la ley o lagunas en el texto de ésta, el juez no tiene más camino que acatar y aplicar sin vacilación el Derecho vigente. Tiene que velar por la justicia en la primera acepción de esta palabra (IV, 1): mantenerse firmemente junto al Derecho, defender el Derecho contra la arbitrariedad.

No es bueno limar y pulir un resultado desagradable o francamente injusto del Derecho vigente hasta conseguir un resultado intrínsecamente mejor, pero en realidad ilegal. No; el juez debe tener el valor de aplicar también un Derecho injusto, cuando la ley lo exija. Pues peor que dar una solución desagradable a un caso aislado es destruir lo que KANT ha llamado la “fuente del Derecho”: la confianza en el Derecho en general y en su carácter inviolable, mientras rija como tal Derecho.

4. La Gracia

La gracia no es función del juez. Es de la competencia de otros órganos del Estado. A veces, es emanación del Poder legislativo, como ocurre en los casos de amnistías numerosas; otras veces, la mayoría, constituye un acto administrativo de autoridades facultadas especialmente para ejercer esta función.

Pero la gracia viene precisamente después de un fallo judicial. Su finalidad es rectificar el contenido de éste. Esto hace que guarde una relación intrínseca con las funciones y la misión del juez, razón por la cual debemos examinarla brevemente aquí, para ver cual es su carácter esencial y su verdadera finalidad.

Aquí, sólo nos interesa la gracia como institución jurídica. Dejamos a un lado toda referencia al pensamiento de la gracia divina, lo mismo que la sustracción de la gracia regia en ciertos períodos de la Historia, sobre todo en la época de los francos. Asimismo nos limitaremos a la gracia como función de los órganos de Derecho público; la renuncia a ciertos derechos privados por el titular de ellos constituye un problema aparte.

Como institución jurídica frente a las funciones del juez, la gracia arranca de los orígenes del Estado de Derecho (VII, 3). Poco tiempo antes de instaurarse éste, la institución de la gracia suscitaba, en bloque por principio, incluso hostilidad. Algunos escritores la consideraban incompatible con la seguridad y la independencia de los Tribunales. Su lema era más bien el del emperador Fernando II: “¡Fiat iustitia et pereat mundus!”.

Otros se oponían a esto, alegando que era un postulado de “prudencia política” no estirar demasiado la cuerda.

La “política” exigía, según ellos, sustituir a veces la severa justicia por la “clemencia” o la “benevolencia”. Era la imagen aventurada de la gracia como “válvula de seguridad” del Derecho. Pero esta imagen no resolvía el problema.

Para llegar a su solución, hay que dejar a un lado los abusos personales. “Abusus non tollit usum”. Lo que hay que examinar es si el concepto de la gracia responde o no a una razón objetivamente legítima. Nosotros entendemos que sí.

La razón de ser de la gracia en el Derecho estriba en los límites necesarios con que tropieza -como veíamos en el apartado anterior- la actuación del juez. La vinculación del juez al Derecho existente es el nervio vital de su función. La necesidad de evitar actos de arbitrariedad tal vez bien intencionados, la necesidad de atenerse al Derecho que rige como Derecho y que como tal debe permanecer, hace que a veces el contenido de un fallo judicial no pueda orientarse intrínsecamente por la idea del querer puro dentro de la convivencia de la sociedad de que se trate, precisamente porque el Derecho vigente, en sus normas obligatorias, no lo permite.

Aquí es donde la gracia tiene su radio de acción. Este correctivo del fallo judicial tiene la ventaja general de dejar en pie una ley imperativa cuya formulación técnica apunta bien al promedio de los casos litigiosos, mantenida y aplicada por Tribunales imparciales e independientes. La gracia se encarga de pronunciar el Derecho justo en un caso concreto que represente una excepción y no justifique la modificación de la ley.

De este modo, la gracia se articula armónicamente dentro de la concepción fundamental de un buen régimen jurídico.

Huelga decir que no debe expresarse con las cínicas palabras de “Tel est notre plaisir”. La gracia es un medio para que, en una situación dada, prevalezca el Derecho justo.

Una inseguridad con arreglo al Derecho positivo puede también, en un caso dado, justificar la gracia. Puede ocurrir que los hechos enjuiciados no estén suficientemente esclarecidos. Ya no rige la norma antigua que sólo permitía condenar al acusado confeso de su delito, norma que hacía que se le torturase hasta arrancarle una confesión. Hoy, puede condenarse por indicios, y esto deja margen a dudas cuando el condenado no haya confesado los hechos que se le atribuyen. Finalmente, cabe también la posibilidad de que sea inseguro el sentido de las normas jurídicas aplicadas por el Tribunal y que esto deje margen para el ejercicio del derecho de gracia.

En cuanto al método que ha de seguirse para justificar la legitimidad fundamental de un determinado acto de gracia, tiene que ser, evidentemente, el mismo que el empleado por el juez, en los casos en que la ley lo autoriza a ello, para elegir el Derecho fundamentalmente justo que ha de aplicar.

Pero aquí debe tenerse en cuenta que la gracia puede presentarse también a posteriori. En efecto, puede ocurrir que se crea oportuno ejercer el derecho de gracia para rectificar efectos jurídicos que, si bien estaban justificados en el momento en que se dictó el fallo judicial reconociéndolos, no lo están ahora en la misma medida, por haber cambiado la situación. La rectificación de las transgresiones cometidas por un delincuente puede resultar superflua en vista de su conducta personal o del perdón razonado y formalizado por la persona lesionada, y, en delitos políticos, al cambiar la situación vigente en el Estado.

La gracia viene, pues, a complementar la actuación del juez y es también, en el fondo, un medio para la consecución del Derecho justo; pero en el modo de funcionar ambas posibilidades existe una diferencia esencial. El juez ejerce su cargo y su función como un deber, mientras que la gracia se ejerce como una facultad del llamado a otorgarla. Los mandatos del Derecho se cumplen por el juez; “la gracia no admite coacción”. De otro modo, se convertiría en un fallo judicial, cosa que no es ni debe ser. (Lea También: Reseñas Bibliográficas: Javier Henao Hidrón)

5. Justicia y Amor

Hace unos cien años, vivió y actuó en la práctica jurídica CARLOS FERERICO GÖSCHEL, una de las figuras más interesantes de juez de aquella época, un hombre reflexivo que se esforzó siempre en establecer su profesión de juez sobre el mejor fundamento que fuese capaz de encontrar. Sus escritos y sus libros han brotado directamente de la práctica jurídica y revelan una pugna constante por dar al estudio jurídico y a la actividad judicial la superior consagración de una concepción de la vida de validez universal y de profunda fundamentación.

GÖSCHEL había nacido en Langensalza, en 1784; sus actividades se desarrollaron siempre en la práctica jurídica. Después de 25 años de actuación práctica, siendo magistrado de la Audiencia territorial de Naumburg, publicó su obra principal: “Hojas dispersas de los apuntes y cuadernos de un jurista” (1832). El subtítulo de la obra era: Cosas científicas e históricas sacadas de la teoría y la práctica o de la doctrina y la vida del Derecho. GÖSCHEL fue nombrado luego Asesor del Ministerio de Justicia de Berlín, más tarde Consejero de Estado y Presidente del Consistorio de la provincia de Sajonia; en 1848, se retiró del servicio activo y murió en 1862. En 1835 y 1837 se publicaron dos nuevos volúmenes de su obra.

Los esfuerzos todos de GÖSCHEL giraban en torno a un punto central:

La incorporación de la idea del amor a los problemas del Derecho y la justicia. Para él, no existe Derecho sin amor. Con un razonamiento un tanto teológico, invoca, en apoyo de su tesis, la analogía con la Trinidad. Así como en ésta Dios está sobre nosotros, con nosotros y dentro de nosotros, la senda del Derecho es: obediencia, libertad y amor. La humanidad, compuesta por una multitud de personas, aparece unida en un único ser: aquí es donde radica el concepto de la personalidad, que se da por igual en todos los individuos y los une en derechos y deberes. Por este camino de razonamiento llega nuestro escritor a la tesis de que “el Derecho se identifica con el amor”.

Este pensamiento, formulado en toda su agudeza, podría conducir derechamente a la sustitución del concepto del Derecho por el del amor. El Derecho, entonces, no tendría razón de ser. Si los hombres se rigiesen siempre por el amor, sobraría toda ordenación jurídica. Esta sólo tendría que intervenir, según la concepción a que nos referimos, como en el poema de SCHILLER titulado “El paseo”: “¡Oh, texto amable de la ley, del dios conservador del género humano allí donde el férreo universo huyó el amor!”

Entre los autores modernos, hay que citar aquí, especialmente, a TOLSTOI:

Según el cual todo el problema social se reduce a que los hombres “se sirvan” los unos a los otros. Por este camino, llega TOLSTOI a una variante del anarquismo y se convierte en enemigo por principio del Derecho. Pero tampoco estaba muy distante de este punto de vista el propio LUTERO. Según él, si el Derecho era necesario para que los hombres buenos no fuesen maltratados por los malos, era simplemente porque los buenos cristianos “se hallaban distanciados entre sí”. Estas concepciones y otras semejantes no pueden ser compartidas. Y no precisamente por consideraciones de orden práctico, que, indudablemente, sólo podrían llevarnos a resultados fragmentarios y fortuitos, sino por razones claras y como una consecuencia necesaria de premisas incontrovertibles.

El concepto de la vida social responde a una necesidad. Surge de la mera convivencia de varios individuos. En esta convivencia, no tienen más medio que establecer una relación entre sus aspiraciones, enlazadas mutuamente como medios y como fines. Ni el mismo TOLSTOI puede prescindir de esto. La vinculación de los diversos contenidos de voluntad de los individuos que conviven es, por tanto, lógicamente inexcusable. Esto plantea el siguiente problema a la vida social: hacer que esta vinculación necesaria de las voluntades humanas sea, además objetivamente justa. Y así, aparece como un concepto necesario, siempre por la vía del razonamiento consecuente, el concepto del Derecho. Por el mero hecho de invocar el amor, no se excluye, ni mucho menos, el anterior razonamiento.

Sin embargo, la tesis de GÜSCHEL, expuesta más arriba, quiere decir también, indudablemente, que aunque el Derecho existiese conceptualmente para cumplir su cometido dentro de la convivencia humana, el amor es “la verdad” del Derecho, es decir, su punto de mira.

En este sentido no se pretende suplantar el concepto del Derecho por la idea del amor, sino que se quiere que éste, el amor, sea una descripción de la idea de la justicia, una explicación de esta idea. Pero tampoco esta segunda manera de concebir las relaciones entre la justicia y el amor puede considerarse acertada.

El amor no es sino la entrega abnegada a los fines de otro. Tampoco esta entrega debe manifestarse de un modo no justo. No debe ser la emanación de un impulso egoísta, como IBSEN, partidario también, a veces de la concepción anarquista, le reprochaba a uno de los personajes de su drama “Nora”: “Jamás me has amado; lo que pasa es que te divertía estar enamorado de mi”. Precisamente en la vida social es donde el amor puede tender más a manifestarse irracionalmente, como “amor de simios”, sin tener en cuenta la advertencia de SCHEFER: “Por eso el hombre debe aprender también a amar”.

Llegamos, pues, a la conclusión de que el problema de esclarecer críticamente las condiciones necesarias de la justicia social es un problema que no se puede eludir. La simple referencia al postulado del amor no nos dice cuales son esas condiciones de conocimiento que informan la idea de la rectitud fundamental de un Derecho.

Cabe aún un tercer modo de concebir el amor también dentro de la vida social: el de concebirlo, no como sustitutivo de la justicia ni como descripción de ella, sino como complemento suyo, en su proyección activa.

El definir lo que es y significa el Derecho y la justicia representa la solución de un problema científico.

Pero ninguna ciencia ofrece más que las posibilidades de lo justo. Lo que la ciencia no puede conseguir, como tal ciencia, es que estas posibilidades se conviertan en realidad, dentro de la vida del hombre. Para esto, es necesario entregarse a lo justo; en nuestro campo al Derecho justo. Pero esta entrega sólo puede asegurarla la orientación religiosa. La tendencia a la unidad, que aparece desdoblada, de una parte, en la ciencia de los fenómenos de la naturaleza, y de otra parte en la ciencia que versa sobre los contenidos de las aspiraciones humanas, busca y encuentra su remaste perfecto en la doctrina y en la práctica de la religión.

Es aquí donde el pensamiento y el postulado del amor, como la entrega devota a una voluntad fundamentalmente justa, encuentra su inexcusable campo de acción. Al entroncarse necesariamente con el Derecho, enlaza la misión del juez con el todo de la vida espiritual. Partiendo del concepto del Derecho, como cimiento firme de la misión judicial, el razonamiento avanza y se remonta hasta la idea de la justicia, para demostrar la posibilidad de que el contenido del Derecho conceptualmente determinado conduzca a un resultado justo. Un paso más, y situamos la hermosa meta a que el juez tiene que tender en su diaria tarea dentro de la perspectiva de actuación armónica que con tanto acierto pinta el verso de RÜCKERT:

“Sólo allí donde se enlazan la justicia y el amor se expía la culpa humana y se remide el pecador”.

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