Cómo Poner en Acción el Efecto Placebo

El periodista español Pepe Rodríguez, en un libro dedicado a los curanderos españoles, cuenta que Yiye Ávila, predicador muy respetado, posee grandes dotes de orador, domina el arte histriónico y sabe cómo manipular las masas. Con esas virtudes de político logra generar dinámicas de grupo, caracterizadas por una emoción descontrolada, cuadros histéricos, convulsiones, llantos, alaridos, y, finalmente, el milagro.

Recuérdese que esos espectáculos son muy comunes en Estados Unidos, y que muchos de los predicadores se han enriquecido con el dinero de los creyentes. Por esto, tiene toda la razón aquel que dijo que los romanos hicieron del cristianismo una buena religión, los alemanes una buena teología y los americanos un buen negocio.

En numerosas oportunidades, las palabras del médico pueden convertirse en un elemento capaz de poner en acción el fenómeno placebo. Si las palabras promueven la salud, la seguridad y el bienestar, son capaces también de movilizar la salud en el enfermo y actuar a la par de los mejores medicamentos. Si una historia puede hacernos llorar, si una película nos puede aterrorizar, entonces con seguridad las palabras del médico pueden generar cambios somáticos transmutables en salud.

En las curaciones atribuidas a los chamanes es posible sospechar un fuerte efecto placebo, en parte porque chamanes y pacientes creen que la enfermedad y la curación tienen un origen sobrenatural. Las ceremonias buscan exorcizar los espíritus malignos e invocar los espíritus protectores. Manolo, prestigioso curandero español, entra en estado convulsivo y simula estar poseído por el espíritu que, supuestamente, se ha apoderado del enfermo y origina el mal.

Los chamanes americanos actuaban directamente sobre el cuerpo del paciente, a menudo por medio de prolongadas succiones de la parte afectada; luego escupían una pequeña piedra, señal tangible de que los espíritus malignos habían sido expulsados. Entre los apaches, el poder del chamán es otorgado por las divinidades, o consiste en la posesión de un objeto sagrado, situación que pone al paciente frente a un ser superior, capaz de curarlo.

La experiencia ha demostrado que para que ocurra el prodigio de la curación milagrosa hace falta un escenario emocional adecuado. En todos los casos de curaciones inexplicables y repentinas que se han podido estudiar con algún detalle, ha sido común encontrar sujetos sometidos a situaciones de gran estrés emocional o con estados alterados de conciencia. Los santuarios y otros sitios públicos por el estilo permiten que la gente se congregue, interaccione y entre en histeria colectiva.

Basta que uno de los asistentes manifieste en voz alta que ha sido curado, para que otros respondan a la sugestión colectiva y también se curen. Y es que la atmósfera psicológica especial de esos sitios propicia la aparición del efecto placebo; más aún, ayuda a amplificarlo. Los sacerdotes de los templos de Isis, Cerapis y Esculapio, depositarios de una técnica empleada desde tiempos remotos, “imponían las manos” a los enfermos con el fin de recuperarles la salud perdida. Un prodigio que no atribuían a sus conocimientos, sino a sus dioses. Hoy, a esos dioses los llamamos placebos.

Existe un amplio surtido de anécdotas sobre la desaparición casi milagrosa de las verrugas. Algunos curanderos aplican saliva sobre ellas, con o sin ensalmo acompañante. Otro método muy popular sólo puede hacerse durante la mañana del día de san Juan. La víspera debe dejarse al sereno un recipiente con agua, para, en la mañana, humedecer en ella las verrugas. Igualmente, puede usarse el rocío de las plantas. El español Juan Lucio García usa una fórmula bien curiosa: sale al campo en busca de una retama o, en su lugar, de una rama de tomillo, a la que ata un hilo con tantos nudos como verrugas tenga el paciente.

Las verrugas desaparecerán cuando la planta se seque. Por último, existe una fórmula mágica de transferencia: se ponen tres piedras en medio de un camino o acera, para que el primero que tropiece en ellas cargue con las verrugas y deje limpio al paciente. No se requiere ninguna agudeza mental para entender que estos tratamientos no son más que formas alternativas de poner en acción el efecto placebo.

En 1960, Arthur Shapiro, estudioso del efecto placebo, escribió que, en el proceso terapéutico, el médico podía ser tan importante como los medicamentos. El investigador Howard Brody asegura que el mismo médico, en su papel de actor protagonista, es un agente terapéutico nada despreciable; a veces, muchísimo más importante que los fármacos recetados. En 1994, el médico Godehard Oepen, en un simposio celebrado en la universidad de Harvard, destacó la fe, entre los factores decisivos para lograr la curación. Así dijo aquel día: “Para poner a prueba el cerebro autocurador, pongamos en claro los hechos básicos acerca de los placebos. Si usted no cree en ellos, no obran”.

Se ha encontrado en forma experimental que la respuesta a los placebos puede amplificarse de varias maneras. Tienen influencia decisiva lo sugestionable que sea el sujeto y la actitud segura y confiada del médico que ordena el placebo, así como también su carisma personal. Además, influyen de manera notable en la intensidad del efecto placebo, el convencimiento del paciente en la eficacia de la terapia, la fe en la capacidad del terapeuta, el nivel de expectativas positivas, el optimismo, el entusiasmo, la disposición de ánimo, el condicionamiento previo, la capacidad de entrar en un estado emocional elevado y reactivo y el deseo de que el medicamento obre según lo esperado. Paracelso, a comienzos del siglo XVI, ya lo sospechaba: “Usted debe saber que la voluntad de curarse es un poderoso ayudante en la medicina”. Carl Sagan añade (1996): “Dentro de límites estrictos, la esperanza, parece, puede transformarse en bioquímica”. Y los norteamericanos dicen: “La esperanza, después de todo, ayuda” (Hope, after all, helps).

Sabemos hoy que el efecto positivo de un placebo se incrementa notablemente cuando al paciente se le asegura que la evaluación médica confirma que ha respondido a la droga. Los curanderos creen que el meollo de su dinámica sanadora –que en gran parte se compone de efecto placebo- reside en su amor a la gente, y la confianza de la gente hacia ellos. También influye decisivamente en la acción del placebo la ignorancia del sujeto respecto a su enfermedad, la que, aliada con la jerga ampulosa y de alto tono científico que utilizan algunos terapeutas, se traduce en docilidad psicológica. El resultado final es un efecto placebo amplificado.

El acto de creer en algo, no importa que sea algún dios, un ente sobrenatural, un trozo de metal, una oración, una piedra u otro ser humano, parece ser suficiente para desencadenar, en ciertas oportunidades, el milagro curativo; esto es, la activación de las autodefensas del organismo. La existencia o no de un dios es irrelevante a este respecto. Lo fundamental es que se crea en la posibilidad de su intervención terapéutica. “El que cura no es Dios –dice el ya mencionado Pepe Rodríguez– sino su mito, su eficacia simbólica que, correctamente gestionada, adquiere la capacidad de hacer la suficiente transformación emocional como para activar sin límites aparentes –salvo los de la vejez y la muerte- la función reparadora de nuestro curandero inmunitario interior”.

Los investigadores del efecto placebo han enumerado ciertas variables específicas que pueden dotar al médico de un mayor poder de curación: entusiasmo por el tratamiento, sentimientos de afecto por el paciente, confianza en sí mismo, demostraciones de conocimiento y autoridad y, algo que ningún médico puede olvidar, el fuerte efecto sanador que posee el ceremonial terapéutico; esto es, la puesta en escena del tratamiento. Recordemos las palabras de un experimentado médico, al referirse al manejo de los fármacos: la forma como se administra algo es a veces más importante que lo administrado. Cabe añadir que a muchos enfermos el solo ritual terapéutico los conforta y conduce a la recuperación de la salud.

Las habilidades histriónicas del practicante Influyen notablemente en la magnitud del efecto logrado con el placebo. El antropólogo Claude Lévi-Strauss comentaba sobre Quesalid, chamán que en corto tiempo llegó a ser muy prestigioso en su comunidad, que se vio obligado a aprender “una extraña mezcla de pantomima, prestidigitación y conocimientos empíricos, donde se hallan mezclados el arte de fingir desmayos, la simulación de crisis nerviosas […], la técnica de producir vómitos […]”.

Pero el arte teatral que desplegaba en sus exageradas sesiones de terapia conmovía al enfermo y servía de estímulo psicológico para poner en marcha el efecto placebo. La importancia del ritual, como refuerzo psicológico para desencadenar el proceso de autocuración, que en estos casos, y sin ninguna duda, es el responsable total del efecto terapéutico, fue un descubrimiento empírico realizado en forma independiente por todos los chamanes del mundo.

Añadamos que muchos conocedores del efecto placebo aseguran que el capital más importante que se precisa para poder curar es la fama. A mayor fama, más y mejores curaciones. Tanto para el médico, como para el curandero, una parte significativa de la eficacia curativa dependerá de su prestigio terapéutico. Una vez lograda la primera curación, el paciente, agradecido, se encarga de elevar el prestigio del terapeuta y de la terapia. Luego divulga la noticia, previamente amplificada por la emoción, lo que, a su turno, aumenta el número de pacientes potenciales y, con él, el de curaciones (la bola de nieve se autoalimenta).

En este punto son oportunas las palabras de Lévi-Strauss – refiriéndose al chamán Quesalid-, cuando nos dice que éste no se convirtió en un gran hechicero porque curara a los enfermos; sino que sanaba a sus enfermos porque se había convertido en un gran hechicero. Es decir, curaba porque tenía prestigio, y no por los procedimientos terapéuticos utilizados. Digamos que el más competente de los médicos, si no cuenta con un historial de éxitos capaz de convencer, entusiasmar y atraer a la gente, perderá gran parte de su potencial terapéutico, pues no contará con la valiosa colaboración del efecto placebo.

La presentación del fármaco tiene también un efecto notable sobre la salud del paciente. Se sabe, por ejemplo, que, como placebo, las inyecciones intravenosas son más efectivas que las intramusculares, y qué la eficacia de éstas supera a la de los fármacos presentados en forma de tabletas. Asimismo, se ha comprobado que la eficacia de las tabletas grandes es mayor que la de las pequeñas y que, aunque nos parezca raro, las muy pequeñas se han mostrado más potentes que las medianas. Un médico prestigioso decía: “Predigo que la píldora descrita como peligrosa puede ser más efectiva como placebo. En otras palabras, como médicos debemos asustar al paciente y así añadir eficacia a nuestros placebos”.

El médico Brody Waters argumenta que un diagnóstico acertado es, en cierta forma, parte del tratamiento. Explica Waters los beneficios del diagnóstico como parte del efecto placebo, esto es, que el solo hecho de poner una etiqueta o entender una condición puede promover el alivio. Por otro lado, la falla en el diagnóstico tiene, por lo general, un efecto negativo en la salud del enfermo. Ahora bien, cuando el médico confiesa con honradez que desconoce el mal que aqueja al paciente, la angustia de éste incrementa, y puede conducirlo a un deterioro aún mayor de su salud.

En una investigación llevada a cabo en 1987 se encontró que el efecto sobre los pacientes sometidos al placebo era inferior al del grupo control, si previamente el médico les decía: “No estoy seguro de cuál es el mal que lo aqueja; tampoco estoy seguro de que el tratamiento vaya a tener éxito”. La verdad comprobada es que las mentiras positivas alrededor de la eficacia del medicamento son necesarias para poner en marcha el efecto placebo, mientras que la sinceridad puede subvertir su efecto.

No deja de ser paradójico el hecho de que muchos curanderos, en especial aquellos que obran “por la gracia”, es decir, mediante la supuesta intervención de entidades divinas, reconozcan que son incapaces de curarse a sí mismos y a determinados familiares. “Yo puedo curar a las personas que vienen a mi casa”, confesaba Antonia Gómez, curandera española, “pero no puedo curarme, ni tampoco a mis hijos”.

La explicación de la aparente paradoja es simple: cuando estamos muy cerca de una persona, la desmitificamos, y si se trata de un curandero, éste pierde ante nuestros ojos toda credibilidad y, con ella, su eficacia terapéutica. Equivale a decir que, con los parientes, al perderse la credibilidad y el respeto, fruto de la familiaridad, el efecto placebo se anula o debilita. Alguien decía con sabiduría que no hay hombre grande para su criado.

Por medio del condicionamiento pavloviano puede lograrse también el efecto placebo. Esto explica por qué ciertas terapias neutras son eficaces en niños muy pequeños y en personas inconscientes. El uso reiterado de una sustancia activa, en compañía de cierto elemento neutro fijo, hace que la sola presencia de este último sea capaz de desencadenar la respuesta correspondiente a la primera. El cerebro, al descubrir la presencia del elemento neutro, y en forma completamente subconsciente, desencadena las reacciones correspondientes a la sustancia activa.

Así, por ejemplo, al exponer reiteradamente a un sujeto a una combinación formada por un virus atenuado y una sustancia neutra de olor penetrante, llega el momento en que el sistema inmunitario se condiciona, y de ahí en adelante interpretará la percepción del olor como presencia de la infección, y reaccionará fisiológicamente en concordancia con esta nueva interpretación. Ni más ni menos que un placebo condicionado.

El aprendizaje asociativo, en particular, puede contribuir en gran medida a la analgesia placebo. Para disparar el proceso se requiere que el sujeto identifique algunas pistas del ambiente, las encadene con el placebo y las asocie con la eliminación del dolor. El estímulo ambiental puede ser visual (doctor de bata blanca), auditivo (voz de la enfermera), olfativo (olor de desinfectantes) o táctil (el pinchazo de la aguja). Por ejemplo, la frase “éste es un potente analgésico” tiene un claro contenido simbólico.

Y este contenido se transforma en un mensaje que produce expectativas de alivio y dispara el mecanismo analgésico; en otros términos, pone en acción el efecto placebo. El tratamiento incluye, tanto la experiencia sensorial, como una potente comunicación simbólica compleja. Debe señalarse, asimismo, que el impacto del lenguaje y la cultura es a veces tan poderoso, que ellos solos pueden reconstruir las experiencias individuales hasta transformar el dolor en placer, tal como parece haber ocurrido con algunos mártires.

La teoría del inconsciente freudiano se caracteriza por su encanto y misterio. Todos los fantasmas adquiridos en traumáticos episodios juveniles y en aquellas precoces aventuras incestuosa mal asimiladas nos acechan desde esa fortaleza inexpugnable que los analistas apodan el inconsciente. Siempre activos, deseosos de comunicarse con nosotros y revelar su identidad, pero escondidos con timidez detrás de disfraces simbólicos extraños. Metidos a ratos en nuestras conversaciones privadas, causándonos deslices incómodos, pero reveladores; o rondando nuestros sueños, sonámbulos envueltos en mantos de sombras; interfiriendo patológicamente con nuestras acciones diarias, hasta no ser desencantados por el analista y liberados de su prisión.

Se trata de una teoría ya centenaria y llena de fantasía, que uno desearía fuese realidad, pero que para la ciencia convencional todavía pertenece al conjunto de conjeturas sin confirmar. La verdad es que hasta el momento nadie ha realizado un estudio completo y controlado sobre la eficacia del psicoanálisis, ni sus hipótesis han sido puestas a prueba. Sólo disponemos de evidencia anecdótica, sin ningún valor científico. Queda abierta la pregunta de si en la terapia psicoanalítica, el ambiente del consultorio y el diálogo entre paciente y analista no son más que elementos capaces de generar el efecto placebo, esta vez aplicado a los males del alma.

Los animales responden también a los placebos. En ellos, por carecer de un lenguaje articulado como el de los humanos, es necesario otra forma de aproximación. Se ha encontrado que en algunos animales, por medio del condicionamiento pavloviano clásico, es posible que un placebo actúe como si fuese una droga efectiva. Robert Ader, psicólogo experimental de la universidad de Rochester, realizó un experimento con roedores y demostró que el estímulo condicionante (una sustancia de sabor característico), apareado con un medicamento citotóxico, hacía que los roedores continuasen respondiendo al estímulo aún después de suspenderse el medicamento. De esta manera modificó significativamente la tasa de mortalidad en ratones afectados de una enfermedad bastante similar al lupus eritematoso sistémico.

Mecanismos de acción del placebo

Aunque el efecto placebo es un fenómeno poco estudiado y todavía mal comprendido por la ciencia, es posible señalar algunas características que le son propias. La primera, y está relacionada directamente con su definición, es que no es necesaria la existencia de una relación causal entre el elemento terapéutico empleado y el efecto producido.

Por tanto, como placebo puede usarse una variedad casi infinita de objetos: una piedra, un cristal, una gema, un imán, el extracto de una flor, una pulsera de metal, una oración, una melodía, unas palabras oportunas, una lámpara láser, un generador de sonidos, una actitud teatral, un poco de agua con alguna “virtud” incorporada en ella, una pastilla de azúcar, una inyección de solución salina, una operación psíquica, una operación real, una vitamina inocua o un medicamento cualquiera.

Se sabe, asimismo, que el efecto se presenta en unos sujetos y en otros no, sin que hasta el momento nadie conozca con detalle el perfil psicofisiológico de las personas propensas al fenómeno. No obstante, algunas pocas características se han averiguado. Por ejemplo, no depende del sexo del sujeto, ni de su cociente intelectual.

Tampoco parece guardar relación directa con la propensión a ser hipnotizado. Los sujetos más reactivos parecen encontrarse entre los 35 y los 64 años de edad. Algunos estudios sugieren que los sujetos más sensibles al placebo tienden a ser más ansiosos, menos hostiles, más volubles y propensos al llanto. Sin embargo, todavía los estudios muestran resultados contradictorios, por lo que estas conclusiones son provisionales.

Se han encontrado, y es importante destacarlas, algunas variables que no influyen apreciablemente en el efecto placebo: historia de enfermedades y tratamientos pasados y algunas variables psicológicas tales como dependencia, egoísmo, introversión y extroversión. Todo indica que la mayor o menor respuesta al placebo es una variable heredada, con posibilidades de haber conferido en un pasado ya remoto eficacia biológica al individuo, al generar salud, y al reducir el dolor, la depresión y la desesperanza.

En este punto es pertinente señalar varias falacias creadas alrededor del placebo. Primero, es falso que todos los placebos sean inocuos; de hecho, se ha encontrado con frecuencia efectos secundarios como consecuencia de su uso. Segundo, no es verdad que si una enfermedad responde al placebo, es porque se trata de un mal imaginario.

Tercero, es falso que para que el placebo pueda actuar se requiere que el paciente no sepa que se le ha administrado algo neutro. Finalmente, la fe, si bien sirve de gran ayuda, no es, como muchos creen, un requisito indispensable para que obre el placebo; la verdad es que, en ocasiones, aunque raras, el efecto terapéutico se ha manifestado a pesar de la incredulidad del paciente.

Robert Ader afirma que los efectos biológicos relevantes de las drogas dependen en gran medida de la interacción entre la acción farmacológica de la misma y el estado psicobiológico del individuo. El estado psicobiológico, a su vez, está influenciado por factores como los ritmos diarios del individuo, la situación emocional, las motivaciones y expectativas y las experiencias con otras drogas.

Howard Fields asegura que, en cuanto a circuitos neuronales se refiere, toda forma de experiencia humana, pertenezca ella al cuerpo o al mundo exterior, tiene su existencia como representación en un circuito neuronal. No es raro, entonces, que puede visualizarse un estímulo emocional por medio de variaciones de la conductancia en la piel, base de los detectores de mentiras. Y no es raro, tampoco, que en ciertas circunstancias, el cerebro humano tenga la capacidad de curar.

Aunque es grande la ignorancia sobre los procesos psicofisiológicos relacionados con el efecto placebo, empiezan a comprenderse algunos detalles que van arrojando un poco de claridad sobre el asunto. Se sabe, por ejemplo, que la distinción entre enfermedad mental y física conduce a equivocaciones; que el pensamiento es un proceso del cerebro, y que el cerebro es una parte del cuerpo. También se empieza a comprender el estrecho enlace existente entre los sistemas endocrino, nervioso e inmunitario.

Esta red se maneja desde el cerebro, de allí que los estados psicológicos intervengan, mediante la liberación de neurohormonas, en todos los procesos orgánicos. A su vez, éstos afectan el cerebro y, con él, los mecanismos psicológicos. En resumen, alma y cuerpo están íntimamente ligados. De lo cual es posible deducir que tanto la salud como la enfermedad dependen en cierta medida de los estados emocionales.

Al buscar razones para explicar la intervención del efecto placebo en el dolor, se ha encontrado que los humanos poseemos circuitos neurológicos homólogos de aquellos que median condiciones analgésicas y que contribuyen a la analgesia opioide en los animales. Un neurólogo, Lipman, reportó haber encontrado material opioide endógeno en el fluido cerebro-espinal de pacientes con dolor crónico y cuyo nivel de dolor había disminuido por administración de placebos. Hoy se sabe que la ansiedad y el estrés son suficientes para producir una respuesta analgésica mediada por opioides, sin necesidad de administrar ningún placebo.

Ahora bien, dado que el cerebro es el centro de comando de toda la información concerniente al equilibrio fisiológico, u homeóstasis, cualquier irregularidad en la delicada química que determina su funcionamiento genera, por lo común, desequilibrios en las variables somáticas más importantes; lo que se manifiesta en desarreglos generales y enfermedad. En resumen, el cerebro es a la vez fuente de salud y de enfermedad. Posición acorde con la concepción holística de las medicinas no convencionales, pues, según ella, mente y cuerpo están integrados en un solo conjunto inseparable.

En consecuencia, una curación inducida por la mente, como es el caso con el efecto placebo, no puede ser un fenómeno extraño para quienes defienden esa posición teórica. El efecto placebo es, por su sobresaliente universalidad, un fenómeno enmarcable dentro de la concepción holística. El cuerpo no se rige por respuestas previsibles ante estímulos determinados; la flexibilidad del sistema nervioso y del inmunitario es total. Una sola emoción es capaz de cambiar sustancialmente los parámetros fisiológicos, bien sea para enfermar o para sanar.

Los investigadores han descubierto ya algunos detalles específicos de las vías que comunican mente y soma, y que guardan relación íntima con la salud. En condiciones de estrés, el hipotálamo produce un compuesto llamado factor de liberación de corticotropina, el cual hace que la glándula pituitaria secrete la hormona adrenocorticotrópica, la que, a su turno, estimula las suprarrenales para que liberen glucocorticoides en el torrente sanguíneo. Ahora bien, una concentración elevada de glucocorticoides en la sangre altera la distribución de los linfocitos T, con el consecuente descenso en las defensas orgánicas.

Pero existe otro camino adicional: el sistema nervioso autónomo. En efecto, se ha encontrado que algunos ramales de este sistema penetran en el tejido linfático. En resumen, existe una estrecha relación entre los sistemas neurológico e inmunitario, lo que permite una mayor aproximación entre la medicina convencional y las terapias que utilizan los estados mentales, o aproximación psicológica. Hasta se le ha dado un nombre a esta última: psiconeuroinmunología.

El doctor Richard Bergland, jefe de la sección de neurocirugía del hospital Beth Israel de Nueva York, destaca la importancia que tienen en la estabilidad del organismo los mensajes hormonales de doble vía que permanentemente están circulando entre el cerebro y los demás órganos. Gracias a esta compleja red de comunicación, los estados mentales llegan a ser determinantes en el correcto funcionamiento del organismo.

Así piensa Bergland: “Las relaciones entre el cuerpo y el cerebro pueden depender de un coro de hormonas -quizá 50, quizá 500- que son liberadas para cantarle `armonías´ hormonales al cuerpo”. Y si los estados mentales son capaces de movilizar y dirigir el coro de hormonas, la curación por efecto placebo pasa a ser consecuencia directa de tales melodías.

La experiencia clínica ha revelado la enorme influencia de los neurotrasmisores y las hormonas en la respuesta inmunitaria. Por medio del sistema nervioso y la función endocrina se modifica la respuesta del sistema inmunitario, de tal manera que produce la excitación del sistema parasimpático, lo cual, a su vez, incrementa la formación de anticuerpos y la citotoxicidad. Dada la intervención del hipotálamo en la respuesta inmunitaria y, las conexiones de aquél con las áreas límbicas y corticales superiores, es factible esperar una incidencia enorme de lo psicológico sobre lo somático.

De alguna manera no bien entendida aún, el cerebro ordena al sistema inmunitario que deje de holgazanear y se aplique a confeccionar los milagros para los cuales está capacitado. Y el paciente a veces se cura, a espaldas de su conciencia. Dentro de todo el organismo –dice el periodista Pepe Rodríguez- parece existir algún camino rápido para acceder a la curación, pero no conocemos bien su puerta de entrada ni el bagaje mental que hace falta preparar para recorrerlo con éxito. Sin embargo, no todo es oscuridad: por ejemplo, se sospecha la existencia de un mecanismo de azar en la formación de los anticuerpos, de tal modo que, como ocurre con el cáncer, el sistema inmunitario de repente encuentra la solución y dirige su acción contra las células malignas, a pesar de que hasta ese momento había alcahueteado su presencia. Y un nuevo milagro está a punto de ocurrir.

Enfermedades generadas por la mente

Con frecuencia, la mente es causa importante de enfermedades. Se las llama, genéricamente, enfermedades psicosomáticas. Debido a su origen se espera, y la experiencia lo confirma, que esa clase de males responda con rapidez y efectividad a los placebos. Algunos proponen que la sola expectativa de enfermarse y los estados emocionales asociados pueden ser causantes de ciertas dolencias. Pero poco se sabe de las características psicológicas de las personas propensas; sin embargo, se ha comprobado experimentalmente que aquellos que muestran poca autoridad son, por lo general, los más propensos a sufrir ese tipo de dolencias.

La enfermedad puede también llegarnos por inducción, o contagio psicológico, lo que ha dado lugar al término de enfermedad sociogénica. Se trata de síntomas y de enfermedades originadas cuando una persona las observa en otras de su mismo grupo social. En una época se las llamó histeria de masas, por ser enfermedades generalizadas dentro de ciertos grupos humanos. Por ejemplo, la histeria propiamente dicha predominaba en los tiempos de Charcot, aunque desapareció cuando Freud hizo de ella una dolencia popular.

Hoy, en cambio, asegura un médico, el dolor abdominal indiferenciado desempeña el papel de la antigua histeria. Un psicólogo revisó 78 brotes de histeria epidémica reportados entre 1872 y 1972. El 44% ocurrió en escuelas, 22% en ciudades y 10% en fábricas. La mayoría de los casos se presentaron entre personas de bajo nivel socioeconómico y en épocas de incertidumbre y gran estrés social.

Somos en extremo sensibles a la sugestión. Al saber que existen síntomas, tales como el desmayo, el paciente dispone a partir de ese momento de un papel disponible para ser desempeñado. Y muchos terminan desempeñándolo. Se sabe con certeza que algunos varones sufren el llamado síndrome de Couvade, consistente en sentir algunos de los síntomas de sus mujeres embarazadas, incluyendo dolor abdominal. Pero quizás el mejor ejemplo para mostrar el efecto de la sugestión en la salud, sea el síndrome que los norteamericanos llaman sophomoritis, de común ocurrencia entre los estudiantes de medicina, tal vez causado por estar permanentemente en las proximidades de la enfermedad y la muerte.

El síndrome aparece de repente en algún momento de la carrera, y los afectados presentan síntomas como si estuviesen enfermos de verdad, sin estarlo, o desarrollan ansiedad hipocondríaca. En cierto estudio, 79% de los estudiantes reportaron algún tipo de enfermedad, y hubo que someterlos a tratamiento psiquiátrico.

Con el propósito de probar la incidencia de la sugestión en la enfermedad, se conformó un grupo de estudiantes y se les dio azúcar en tabletas, diciéndoles que se trataba de un emético. El resultado fue sorprendente: 80% sintieron náuseas y vomitaron. Otro notable experimento, programado para medir el efecto de la sugestión, lo llevaron a cabo dos investigadores japoneses, Ikemi y Nakagawa.

A trece personas muy sensibles se les tocó en un brazo con hojas de un árbol inofensivo, pero se les advirtió que eran del lacquer wax, árbol japonés cuyo contacto con la piel produce una severa irritación. El otro brazo se les rozó con hojas muy urticantes, pero se les dijo que eran completamente inofensivas. Pues bien, los trece pacientes desarrollaron reacción en la piel del brazo que estuvo en contacto con las hojas inofensivas, y sólo dos sujetos reaccionaron a las urticantes.

Con la llegada a los teatros de la película El exorcista se presentó una actividad notable en los consultorios de los psiquiatras. Algunos pacientes manifestaron tener problemas con el sueño, y varios de ellos sostuvieron encuentros con el diablo. Cabe destacar que hasta en los suicidios en serie, los factores de contagio psicológico llegan a ser determinantes. Después del suicidio de Marilyn Monroe, ocurrido en 1962, en las semanas siguientes se registraron en Estados Unidos 197 suicidios, 12% por encima de lo normal.

George Vaillant permaneció durante tres décadas observando un grupo de estudiantes de Harvard, tiempo en el cual pudo verificar la altísima correlación existente entre salud mental y salud física. Otros estudiosos han comprobado que aquellas personas sometidas a episodios estresantes de larga duración son mucho más propensas a la incidencia de enfermedades de índole variada, no necesariamente psicosomáticas.

En un estudio realizado con 5.000 pacientes se descubrió que algunos cambios dramáticos en su vida, tal como la muerte del cónyuge, el divorcio, un despido o la jubilación, ocurrieron en los dos últimos años antes de enfermar. Los investigadores conjeturan que el hecho de sufrir crisis graves reduce considerablemente la resistencia a las enfermedades.

Al comienzo de nuestra era, el médico griego Galeno afirmaba que el cáncer golpeaba con mayor frecuencia a las personas melancólicas que a las sanguíneas. Y hasta terminar la Edad Media, siempre se creyó que la enfermedad era consecuencia de un desequilibrio espiritual o psíquico. En el decenio comprendido entre 1974 y 1984 se llevó a cabo, en el King’s College Hospital Medical School de Londres, un estudio para determinar la relación entre actitud mental y esperanza de vida en enfermos de cáncer.

El estudio reveló que de aquellas personas que enfrentaron su enfermedad con agresividad y optimismo, el 70% estaban vivas diez años después del diagnóstico, contra un 25% en el grupo de los que abandonaron toda lucha. Y cada día se conocen casos que sugieren que los estados mentales aumentan o reducen la capacidad del organismo para luchar contra la enfermedad. En particular, parece que una actitud optimista amplifica la respuesta del sistema inmunitario o, en términos fisiológicos, acelera la tasa a la cual los linfocitos movilizan sus ataques contra los agentes extraños.

El médico británico Michael Besser, considerado el padre de la neuroendocrinología, afirmaba, a la luz de sus investigaciones en el hospital San Bartolomé de Londres, que algunos tipos de cáncer podían ser controlados por la mente, debido a la presencia de ciertas hormonas producidas en el cerebro, cuya cantidad variaba sensiblemente con la actitud del paciente. En efecto, esas sustancias son las que mantienen controladas las enfermedades durante años; pero cuando la capacidad de respuesta cerebral no es la apropiada, el cáncer evoluciona rápidamente y el paciente fallece.

El estrés, dice Besser, no es malo en sí, pero se vuelve nocivo cuando el individuo reacciona frente a él de una manera desproporcionada, como consecuencia de una descompensación en el mecanismo de producción de neurohormonas en su cerebro. Agrega el médico inglés que la ventaja de la medicina moderna es que hoy sabemos que el cariño, el buen trato y las palabras amables de quienes rodean al enfermo le afectan fisiológicamente e influyen favorablemente en su enfermedad. Lo que falta es aprovechar al máximo esta ventaja, que no es más que otra forma de beneficiarse del efecto placebo para incrementar el poder curativo.

Ética y placebos

Nada mejor para concluir esta disquisición sobre los placebos, que echarle una mirada rápida a los aspectos éticos. Dado que los placebos, por su misma naturaleza son mentiras terapéuticas, pero que en algunos pacientes muestran eficacia real, no usarlos parece un desperdicio.

El problema es, entonces, cómo usarlos apropiadamente. Recuérdese la declaración de Helsinki sobre la ética de las investigaciones médicas, acordadas por la World Medical Association en 1964, en la que se prohibe el uso de placebos en estudios clínicos, siempre que exista una terapia eficaz. No parece, entonces, que haya ningún impedimento moral cuando se utilizan como último recurso, esto es, cuando todos los fármacos o tratamientos de la medicina científica han fracasado, o cuando el enfermo ha sido desahuciado.

Pero, ¿qué ocurrirá cuando el médico usa un placebo porque está convencido de que la dolencia del enfermo es de tipo psicosomático, sin consecuencias importantes a largo plazo y sin peligro de que la dolencia avance y se vuelva irreversible o peligrosa para la vida del paciente? El problema ético creado por esta situación es que el médico debe mentirle al paciente, pues de presentarle la verdad desnuda, el tratamiento podría perder eficacia, dado que parte importante del efecto placebo se logra por medio del convencimiento del enfermo en la legitimidad de la terapia.

Y, ¿qué sucederá cuando, ante una enfermedad delicada o con posibilidades de agravarse, un médico decida usar un placebo en lugar de un fármaco de reconocida eficacia? Reconozcamos que aún es temprano para responder interrogantes como éste, y más cuando ignoramos tantas cosas sobre los placebos. Lo que sí sabemos con seguridad es que nos enfrentamos a un problema de difícil solución, y para el cual se requiere la opinión de especialistas en la materia. Por eso es mejor declarar abierto el problema, a la espera de exámenes más profundos y concienzudos.

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