La Tolerancia y La Ética: Pueblos Antiguos

LA TOLERANCIA ENTRE LOS PUEBLOS ANTIGUOS

Es Voltaire (10) quien más nos ilustra sobre la Tolerancia entre los Pueblos Antiguos. En su obra “Traité sur la tolérance `a l´ocasión de la mort de Jean Calas”, abreviada a “Traité sur la tolérance” (11), no dice que “todos los pueblos civilizados de la antigüedad fueron tolerantes con sus religiones y con el extranjero, que era muy bien recibido por los habitantes de estos pueblos”. Tomemos, por ejemplo, a Confucio “Kun fu T´zu” (12) padre del Confucionismo, nos enseña que “No debemos hacer a los demás, lo que no queremos que nos hagan”, máxima suprema de convivencia. Este principio moral sería suficiente para que la humanidad hubiese vivido en la más perfecta de las armonías.

El príncipe Sidharta Gautama, el “Iluminado” o Buda (13), no dice en su obra “Sendero Luminoso”, base del Budismo, que debemos:

“Entender correctamente al prójimo
Tener Pensamientos correctos hacia él,
Hablar correctamente del prójimo,
Tener acciones correctas hacia él,
Vivir en convivencia con el prójimo y con el
extranjero, al cual se le guardará una consideración
especial”.

Voltaire, continúa afirmando que, “todos los pueblos de los que la historia nos ha transmitido algún débil conocimiento, han considerado sus diferentes religiones como nudos que los unían a todos juntos: Era una asociación tanto entre los dioses como entre los hombres. Un extranjero llegaba a una ciudad, empezaba por adorar a los dioses del país. Nunca se dejaba de adorar a los dioses, ni siquiera a los de los enemigos: los troyanos, al combatir a los griegos, dirigían plegarias a los dioses que estaban a favor de los mismos griegos. Entre los antiguos romanos, desde Rómulo (14) hasta los tiempos en que los cristianos disputaron con los sacerdotes del imperio, no se ve un solo hombre perseguido por sus sentimientos religiosos”. Continúa Voltaire, diciéndonos que “Alejandro (15) fue al oasis de Siwa, en el desierto de Libia, a rendir tributo a Ammon, dios egipcio, para investirse como Faraón”. Pasando a Roma, Voltaire nos dice que: “Cicerón (16) dudó de todo: Hablando de los infiernos, dice:

“Non Est Anus Tam Excors Quæ Credat” (17) “No hay siquiera una vieja imbécil que crea en ellos” (traduc. del autor)

Y afirma Juvenal (18) que “Nec pueri credunt”, “Ni los niños creen en ellos”, (traduc. del autor).

Lucrecio (19) negó todo; y no se les hizo el más leve reproche”. La licencia misma llegó tan lejos que el naturalista Plinio (20), dice:

“Deos contempta veritate non est, si non solis” (21)

“Dios no existe, y de existir uno, sería el Sol” (traduc. del autor).

Voltaire cita a Séneca (22) en su obra: “Troades” (“Las Mujeres De Troya”) acto III”, cuando afirma que en el Teatro romano se cantaba:
“Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil (23)

“No hay nada después de la muerte, la muerte
misma no es nada”
(traduc. del autor)

Y el proverbio del Senado romano, era el siguiente:

“Deorum offensæ deis curæ (24)”
“Corresponde a los dioses ocuparse de las
ofensas hechas a los dioses”
(traduc. del autor)

¿Cuántas guerras religiosas –se pregunta el autor de este artículo- no se hubiesen podido evitar y cuántas futuras catástrofes (como el choque que, inevitablemente, sucederá entre el fundamentalismo musulmán y las naciones cristianas), si se aplicase este sabio principio?

LA APARICIÓN DEL CRISTIANISMO

La aparición del cristianismo, gradualmente, se convirtió en un problema para Roma. Inicialmente confundían a los cristianos con los judíos, que eran levantiscos y causaban muchos problemas de “orden público” –como diríamos ahora-. Consideraban a los cristianos, una secta judaica, con prácticas –según los romanos- oscurantistas, esotéricas y supersticiosas. Los romanos no podían entender cómo, el hijo de un carpintero y de una madre virgen, que había nacido en una remota aldea; que sus seguidores, habían sido, unos humildes pescadores y de contera, un legatus romano lo había condenado a la máxima e ignominiosa de las muertes, -como castigo- aplicadas a un reo, en el sistema penal romano: la muerte en la cruz y que, por ende, esta persona fuese venerada como un dios.

En relación con la persecución hacia los cristianos, Voltaire, recurre a la tesis de la equidad de la ley romana y la basa en un episodio relatado en los “Hechos de los Apóstoles” (autor Lucas) de la pelea de San Pablo con los judíos: Pablo había llevado gentiles al Templo y fue acusado de sacrílego, por los judíos. Pablo fue arrestado y llevado ante el gobernador Félix, quien a su vez lo refirió al Tribuno Festus. Los judíos demandaban la muerte de Pablo, pero Festus dijo:

“Romanis consuetudo damnare
hominem non ante
Accusantium et locavit tueri (25)”
“No es costumbre de Roma condenar
a un hombre antes que él haya encarado
a sus acusadores y se haya tenido
la oportunidad de defenderse”
(traduc. del autor).

Después de oír los descargos de Pablo, Festus llegó a la conclusión de que el acusado no estaba cuerdo y le dijo:

“Multae te litterae ad insaniam convertunt (26)”
“De tanto estudiar te has vuelto loco”
(traduc. del autor)

Y lo liberó…

Continúa Voltaire afirmando que “La persecución no se debió al hecho de las creencias religiosas, sino al comportamiento errático de los cristianos”. Como se dijo anteriormente los judíos eran, frecuentemente, los tumultuosos. Y cita a Suetonio en su obra los “Doce Césares” en el Capítulo del emperador Claudio, que dice:

“Judaeos impulsore Chrestus (sic) (27) assidue tumultantes, Roma expulit” (“La instigación de los judíos (de Cristo) llevaron a constantes tumultos y su expulsión de Roma” (traduc. del autor).

MARTIRIO DE LOS CRISTIANOS

La palabra Mártir, quiere decir dar TESTIMONIO y no es sinónimo de SUPLICIO. Voltaire basa su teoría de que la persecución llevada a cabo por varios emperadores (Nerón y Diocleciano, por citar sólo a dos de ellos), fue individual y llevada a cabo por la conducta temeraria, insurrecta, desafiante, desobligante e irrespetuosa de los cristianos como simples ciudadanos romanos, que rechazaban rendir homenaje al emperador, adornar sus casas con laureles ante un triunfo de un emperador, rasgar edictos, irrespetar templos, rechazar el servicio militar y un sinnúmero de desafueros ciudadanos. Los acusados iban al martirio, acompañados por multitudes de correligionarios y por sacerdotes, que no sufrían el castigo. Si hubiese sido en contra de la religión Cristiana todos los acompañantes habrían corrido la misma suerte que el condenado.

El martirio de Polyeuctes (28) que va al templo donde se están haciendo a los dioses acciones de gracia por la victoria del emperador Decio. Allí, nuestro mártir insulta a los sacrificadores, derriba y destroza los altares y las estatuas, profiere vejaciones contra el emperador, rompe el edicto de Decio. Voltaire se pregunta: ¿en qué país del mundo se permitiría semejante atentado?

La última persecución, la Diocleciano (del 303 al 305 e.c), la desató un tal Aelio que desgarró, por ejemplo, públicamente el edicto de Diocleciano, que quería restaurar la antigua gloria de Roma, incluyendo la religión de sus mayores, que había peligrado por la crisis del Imperio en el siglo III.

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