Disecciones de Almas
Unos son expertos en diseccionar cadáveres, economías o regímenes políticos. Munch, en cambio, era experto en las disecciones de almas. Precursor del expresionismo, y marcado para siempre por la muerte de su madre y su hermana -ambas por tuberculosis-, la angustia, la enfermedad y la soledad vivieron en cada una de sus pinceladas, en sus rojos atormentados, en esa ausencia de felicidad que lo acompañó toda la vida.
Edvard Munch, noruego nacido en 1863, viaja a París y antes de cumplir 20 años queda extasiado con las pinturas de Renoir, Degas, Monet y Pisarro. Previamente había estudiado algo de arte en la Escuela Técnica de Arquitectura y en la Escuela de Dibujo de Christiana (ciudad que se convertiría más tarde en Oslo) (36-40).
Independientemente de las academias, su alma abrumada por la cercanía de la muerte y sus experiencias personales en el amor y el sufrimiento, hacen que Munch se aleje cada vez más de lo convencional y de lo estéticamente bien recibido. Conocer a Vincent Van Gogh y a Paul Gauguin, también lo lleva a romper los códigos de la pintura formal.
La niña enferma (Muerte en la alcoba) (Figura 4) y La noche, explican mejor que cualquier palabra lo que Munch sintió con el dolor de su hermana y -años después- con la muerte de su padre. Su alma está triste, y así la deja ver, solitaria, a través de la ventana y de unos azules especialmente melancólicos (40).
En la primera década del siglo XX, en Alemania, sus líneas empiezan a ser mucho más expresivas, más dramáticas y más llenas de símbolos y angustia.
En El grito (Figura 5) su tormenta interior es evidente.
Hay en ese rostro desfigurado, en esa voz que irrumpe el silencio de cualquier museo, una alarmante dosis de estridencia, de soledad y pesimismo.
El gesto del protagonista es de un pánico irreconciliable, mientras en otra dimensión, bajo las olas del cielo y como si no les importara la desesperación del otro, unas figuras humanas apartadas y desconectadas del horror de quien grita, representan la indiferencia y la total falta de consideración (36-40).
Munch tuvo relaciones amorosas inclementes y deshechas; épocas de alcoholismo y ocho meses de hospitalización psiquiátrica en Copenhague. En su obra, las mujeres pasan de víctimas a victimarias en medio de una tensión sexual constante y dolorosa. Incluso la maternidad es para él algo lleno de agonía; y los ojos de La Madonna son huecos hundidos, que nos recuerdan mucho más los túneles de los muertos, que el destello de los vivos.
De regreso a Christiana hace los paneles del Aula Magna de la hoy Universidad de Oslo. Aparecen allí, fugaces en su vida, el sol y una nueva energía, la historia y el alma mater. En 1916 se va a vivir a Ekely, a una casa de campo en las afueras de Christiana. Tres años después sufre la peste española y la fiebre alta, la debilidad y el escalofrío regados como una gran mancha de dolor por cada centímetro de su piel, acentúan su crónico pesimismo. Tan pronto se recupera, pinta su Autorretrato con gripe española (Figura 6); ahí, y como en la vida real, está solo, demacrado, víctima de un virus horrible y atado a su angustia.
Parece que su cama lleva toda la vida sin tender, y que a él nada ni nadie le podrán quitar la ansiedad.
Aislado de todo y de todos, este genio que le abrió la puerta al expresionismo muere solo, en su casa de Ekely, mientras la nieve se toma a sorbos de frío, ese 23 de enero de 1944 (38-40).
“A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad” (Lema de la Secesión vienesa)
La fiebre española que se llevó a su hija, hizo que Sigmund Freud cambiara su concepto sobre el duelo y el dolor. El sufrimiento por la pérdida de su amada Sophie -víctima de la enfermedad y de un tercer embarazo difícil y no buscado- fue para el más grande navegante de la mente humana, un tributo de amor; algo tan inconcebible y devastador, que Freud concluyó que no existía en el mundo, refugio posible frente a tanta tristeza (41).
Nace el psicoanálisis
En un suburbio de esa misma Viena donde nace el psicoanálisis, esa ciudad llena de intelectuales y de una espléndida creación artística, nace Gustav Klimt, el maestro del oro y de las líneas que simbolizaron amor, sensualidad y desafío. Y muere a los 55 años, en Alsergrund, el noveno distrito, por la misma horrible enfermedad que se llevó a Sophie Freud (42).
Klimt, el segundo hijo de los siete que tuvo su padre grabador de oro, vivió una infancia pobre, mas gracias a su increíble talento y a una beca de la Universidad de Artes Aplicadas de Viena, recibió junto con su hermano Ernst, formación artística bajo la tutoría de Franz Matsch.
Los tres abrieron un estudio de pintores y crearon la Compañía de Artistas. Gustav tenía 17 años y el genio tenía abierto el camino. El primer trabajo que les encomendaron fue para el Teatro de Viena: unos frescos en el techo representaban ese precioso anfiteatro greco-romano de Taormina, en Sicilia, y el Globe de Londres, con imágenes de Romeo y Julieta (43).
Arriesgado en su arte y en su vida, no le importó dejar de lado el reconocimiento de la Orden de Oro al mérito ni el prestigio que había capitalizado antes de cumplir 30 años; a finales del siglo XIX entra, con toda su capacidad retadora, a formar parte del movimiento la Secesión. Fue un giro que le hizo romper con los parámetros oficiales de la academia y con la sociedad tradicionalista. Este punto de quiebre lo sacó de cualquier posible ortodoxia, lo volvió inmortal y trajo como consecuencia que su obra quedara años después, en la horrenda mira de los nazis (44,45).
Terminaba el siglo XIX y Viena, Londres y París eran las ciudades donde todo lo cultural tenía lugar. Es como si algo le hubiera dicho a Klimt que había que vivir y pintar sin tregua, con intensidad, porque la guerra lo cambiaría todo, y vendría además la pandemia más cruel del siglo XX.
Cuando mueren su padre y su hermano, Klimt entra en crisis. Recibe al poco tiempo el encargo de pintar tres obras para la Universidad de Viena: Medicina, Filosofía y Jurisprudencia. Pero la sociedad le pasó cuenta de cobro, y argumentando que eran obras pornográficas, fueron retiradas del aula magna. Veintisiete años después de la muerte de su autor, la ocupación nazi destruye estas tres obras, y otra vez se hace evidente que no existe nada más pornográfico y absurdo que una guerra (44,47).
Volvamos a 1901, año en el que Klimt pinta a Judith (Figura 7), un óleo en tela, una imagen profundamente sensual, considerada por muchos como la representación perfecta de una femme fatale.
El oro y la semidesnudez, la seducción implícita en cada centímetro del cuadro, hacen que Klimt sea duramente criticado por el erotismo de su obra. Pero para un artista como él ¿qué podía importar la voz puritana de la sociedad? Vestía sandalias y túnicas sencillas.
Vivió con su madre y con sus dos hermanas solteras, lejos de las pretensiones de la élite. Se dice que Klimt tuvo 14 hijos, sin embargo, nunca permitió que su vida sexual fuera del dominio público. Sus modelos fueron mujeres muy hermosas, de todas las condiciones sociales, y fue reservado en el trato con ellas.
Un año después de Judith, pinta un friso enorme en honor a Beethoven y a la interpretación que hizo Wagner de la Novena Sinfonía (45-47).
En 1908 llega El Beso (Figura 8) como un testimonio de amor en medio del modernismo; una entrega correspondida entre el hombre pragmático vestido de blanco y negro, y su amante cubierta de flores.
Ambos parecen flotar en una primavera idílica. La protección y el abrazo que podrían ser eternos, adquieren forma, ternura y movimiento en los mosaicos aprendidos en los viajes a Italia, y en la magia dorada que heredó de su padre (47).
Esta obra, que sigue los cánones del Simbolismo, es una tela con decoraciones y mosaicos sobre un fondo dorado. Está expuesta en la Österreichische Galerie Belvedere de Viena. La fiebre española, una severa neumonía y un accidente cerebrovascular, hacen que algunas obras de Klimt queden inconclusas.
El mismo año de su muerte, 1918, muere en Austria por el mismo virus, Otto Wagner, uno de los padres de la arquitectura moderna.
En la morgue de la ciudad, frente al cuerpo sin vida de Klimt, el joven pintor expresionista Egon Schiele dijo que la obra de su amigo era “de una perfección increíble, y objeto de culto” (la Figura 9 muestra la obra “Cuatro árboles”) (44,47). Ocho meses después de esta despedida, Schiele, su esposa y su hijo en gestación, mueren por la misma enfermedad que acabó con la vida de 50 millones de personas.
(Lea También: VIH/Sida, La Pandemia del Cambio de Milenio)
Gratitud
Gracias a usted, amigo lector, y a mi mamá Gloria Nieto Cano, por enseñarme a amar el arte. Invité para el final de este camino a Béla Bartók, compositor de Mikrokosmos y El príncipe de madera. Bartók sobrevivió a la fiebre española y murió de leucemia, en Nueva York, a los 64 años. 26 años antes, la peste y la falta de oxígeno lo habían llenado de decaimiento y delirios, y estuvo a punto de quedar sordo.
Las alucinaciones auditivas no le impidieron ser uno de los músicos más grandes del siglo XX, y a sus composiciones hechas a partir de melodías populares, zíngara y canciones folklóricas, fueron sumándose conciertos para dos pianos y algunos de los cuartetos más bellos de la música clásica.
Quédese conmigo dos minutos más, y antes de cerrar esta historia, oigamos con los compañeros de travesía, un pedacito de la Danza Folklórica Rumana compuesta por Bartok: https://open.spotify.com/track/2viOi0XWSgGgMiapE0qdcX?si=GhNJTaoqQ8ODGwQWypecnw
Usted y yo sabemos que el arte no es capaz de inmovilizar la muerte. Pero es tan fuerte, tan bella y profunda que, a los artistas de cuerpo y alma, los vuelve indelebles, los convierte en inmortales.
Referencias
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Recibido: 18 de junio de 2020
Aceptado: 27 de junio de 2020
Correspondencia:
Gloria Arias Nieto
ariasgloria@hotmail.com
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