Reseñas Bibliográficas, Comentario a la Presentación del Libro “Setenta Años del Cáncer en Colombia” del Académico Efraím Otero Ruiz
Académico Alfonso Latiff Conde
Estoy maravillado con el monumental esfuerzo y trabajo de Efraim Otero-Ruiz en la producción de su portentoso libro “Setenta años del cáncer en Colombia”.
Escrito en una prosa amena y armoniosa, su lectura es verdadero deleite intelectual para quien sigue la apasionante madeja que constituye toda la trama inicial y que envuelve la concepción, el nacimiento y el desarrollo de una institución para el tratamiento del cáncer en Colombia.
Es apasionante la forma como Efraim toma el hilo de la historia desde sus primeras y más importantes incepciones.
Es sin duda Claudio Regaud, Jefe del Laboratorio de Radiofisiología del Instituto de Radium de París, la figura clave en la iniciativa de creación de un Instituto de Radium en Colombia. Alfonso Esguerra Gómez, becario de la Institución adquiere una valiosa experiencia en el tratamiento de tumores superficiales de cara y cuello y descubre la famosa pasta Colombia que permite amoldarse sobre la piel mientras en su interior se colocan las agujas de radium.
En la década de los veinte Regaud se convierte en la figura más prestante en el mundo en el manejo del radium y es invitado universalmente para comunicar no solo sus experiencias sino como consejero y orientador de la creación de institutos de radium en el mundo.
La invitación a Regaud en 1928 para visitar el Perú es conocida por Alfonso Esguerra y allí por primera vez se organiza un movimiento de influencias que con agudo análisis describe Efraim Otero, para movilizar todas las fuerzas académicas y políticas con el fin de aprovechar esta oportunidad y obtener la visita de Regaud a Colombia.
En varias ocasiones en el futuro, circunstancias similares harán necesaria la influencia de médicos, no solo eminentes sino dotados de excelentes conexiones sociales y políticas para crear el Instituto Nacional de Radium. (Ver: Reseñas Bibliográficas, “Ideas de Vida y Muerte”)
Efraím se introduce por todos los vericuetos académicos, científicos, políticos, económicos, lazos familiares, para poner en evidencia todos los esfuerzos que fueron necesarios para la realización del proyecto.
Eminentes profesores y médicos se distinguen por su especial interés en el Instituto: José Vicente Huertas, Pompilio Martínez, Jaime Jaramillo Arango, Daniel Brigard, Ruperto Iregui, Juan Pablo Llinás, Alfonso Flórez y por supuesto los hermanos Esguerra Gómez, Alfonso y Gonzalo.
Entre 1929 y 1933, la agitación política y la gran “crisis mundial” o “gran depresión” producen una gran incertidumbre entre los forjadores del Instituto Nacional de Radium. Esteban Jaramillo se enfrenta a la grave situación económica. En 1932 surge el conflicto con el Perú. Estos son años perdidos para la iniciación del proyecto.
En 1933 se crea por decreto presidencial de Enrique Olaya Herrera una junta, que de ahora en adelante llamaremos “la junta” presidida por el Ministro de Hacienda y Crédito Público Esteban Jaramillo y los médicos Huertas, Jaramillo Arango, Iriarte, Iregui y Llinás, para adelantar el proyecto.
El Ministro Jaramillo reúne la junta y un grupo de banqueros para estudiar la utilización de los fondos del “empréstito patriótico” del conflicto con el Perú.
Con meticuloso estudio de los hechos, Efraim analiza los factores adversos que se desarrollan durante la gran crisis y apartándose transitoriamente de la evolución del proyecto analiza la actuación de Esteban Jaramillo para explicar cómo Colombia logra sortear situación tan angustiosa. Lección para los días que corren.
La Junta comisiona a Daniel Brigard, Juan Pablo Llinás, Ruperto Iregui y Alfonso Flórez, Jefes de Sección, para que se trasladen a los Estados Unidos y Europa con el fin de que efectúen estudios técnicos de especialización, organización y dotación.
Constituyeron el grupo de becarios que llevó a cabo esta excelente labor. La correspondencia que Efraim produce menciona una campaña soterrada contra la Junta y los promotores del Instituto.
Una actitud fría de Regaud con uno de los comisionados hace pensar que la campaña llegó hasta París.
Finalmente el 4 de agosto el Presidente Enrique Olaya Herrera inaugura, con un elocuente discurso improvisado, el Instituto Nacional de Radium, en el edificio construido por el arquitecto Pablo de la Cruz, en la calle 1ª # 8-95.
Imagino las horas interminables que debieron tomarle a Efraim organizar tan monstruosa cantidad de documentos que logró allegar para escribir esta historia del Instituto de Cancerología que es la historia del Cáncer en Colombia.
Organizar tal cantidad de documentos, correspondencia oficial, epistolar, fotografías de los hechos más variados y curiosos como aquella en la que aparece Margarita, la hija de Regaud, junto a un burro en Flandes y al fondo el hidroavión de Scadta listo para llevarlos a Barranquilla; la pulquérrima producción facsimilar del informe en francés de Regaud para el Ministro de Educación Nacional; la correspondencia epistolar entre Huertas y sus becarios la cual encierra mucha de la “petite histoire” que impregna el nacimiento del Instituto.
Organizar, repito, toda esta información requería de la extraordinaria consagración, de la aguda inteligencia para valorar los hechos, pero por sobre todo del intenso amor que Efraim ha tenido por el Instituto Nacional de Cancerología.
El profesor César Augusto Pantoja sucedió al profesor Huertas y debió afrontar una situación muy difícil cuando todo el personal del Instituto renunció al retiro de Huertas. Con Alfonso Esguerra y Roberto Restrepo continuó la labor del Instituto desarrollando una excelente tarea asistencial pero eminentemente docente.
Debo apartarme del hilo de la historia para recordar los años vividos en el Instituto.
Es José Antonio Jácome Valderrama quien me lleva al Instituto en 1952. Jácome, descendiente por su padre de una ilustre familia ocañera (los Jácome Niz), formó parte junto con Juan Di Doménico y con otros, del grupo de profesores agregados que habían recibido la influencia de la escuela americana y comenzaron el cambio de la escuela francesa en la enseñanza de la cirugía en la Universidad Nacional. Juan Di Doménico, por quien he profesado profunda admiración, fue mi profesor de cirugía.
Se cambió el nombre por el de Instituto Nacional de Cancerología. La Universidad Nacional, de la cual dependía el Instituto, carecía de recursos y los equipos se habían deteriorado con los años. Durante la dirección de Jácome, que se inicia en 1951, se renuevan los equipos de radioterapia, se adquieren nuevos equipos de radiodiagnóstico, se crea el departamento de isótopos radioactivos, se renueva el instrumental quirúrgico.
Jácome, cirujano general, dio sin duda gran impulso a la cirugía dentro de la Institución.
Cuando llegué al Instituto en 1952 la consulta de urología se dedicaba fundamentalmente al estudio de los pacientes de cáncer de cèrvix para establecer el grado de invasión del tracto urinario por la enfermedad.
Vino la época de la “radicalidad” que menciona Efraim en su libro. Todas las estadísticas mostraban los mejores índices de sobrevida con la cirugía radical.
Era la evidencia de la época.
La cirugía radical en cáncer de seno, en cáncer renal, en cáncer intestinal, las extensas linfadenectomías, eran obligatorias.
Años más tarde comprendimos que más importante que la sobrevida era la calidad de vida. La presencia de cáncer puede justificar, pero no exigir, medidas heroicas.
Progresivamente la cirugía radical retrocedió en nuestro medio gracias a la experiencia de algunos eminentes cirujanos como la de nuestro presidente, doctor Patiño, en la cirugía de cáncer de seno.
Es una lástima que muchos de los trabajos desarrollados en esta época no encontraron mayor espacio en nuestro boletín que aparecía esporádicamente y cuya difusión era muy débil. Trabajos realizados por Jaime Gómez Echeverry, Diego Soto, Carlos Rey León, Germán Jordan, Alberto Escallón, Jorge Segura, los míos, fueron publicados en otros medios.
Ha hecho muy bien el doctor Carlos Castro en darle nuevamente impulso a la Revista del Instituto.
Carlos está realizando un verdadero surgimiento en la actividad académica de la Institución. Por todas partes se siente el impulso del Director que ahora convoca voluntades. Por la vinculación académica de nuestro Presidente, el doctor Patiño, ese gran motor en permanente combustión, Carlos acelera el proceso de resurgimiento académico del Instituto.
En 1953 ingresó al Instituto un pichón de médico que rápidamente se distinguió como un inteligente y brillante profesional. Hábil expositor y elegante poeta.
Era Efraim Otero.
En 1955 ante las circunstancias que crea un nuevo régimen político, José Antonio Jácome se retira de la Dirección. Afortunadamente se nombra en su reemplazo a Jaime Cortázar, un extraordinario amigo y un valioso médico que era ya el Jefe del Departamento de Radioisótopos.
La posición como Director del Instituto le toma gran parte de su tiempo a Jaime. Efraim se convierte en su mano derecha en el manejo de radioisótopos y cuando finalmente se gradúa con su tesis laureada “Uso clínico de los isótopos radioactivos: primeras aplicaciones en Colombia”, es nombrado en propiedad como Jefe de Radioisótopos y Endocrinología.
Gracias a su excelente trabajo de tesis y a su decidido interés por el estudio de los radioisótopos y la energía nuclear, Efraim obtiene una beca de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos y permanece por varios años en el exterior. A su regreso se vincula de nuevo al Instituto por medio tiempo y el resto a la División de Biología y Medicina del Instituto de Asuntos Nucleares.
Nos deleitaba en las conferencias de los sábados, con un lenguaje extraño, fuertemente matizado de anglicismos con los cuales pretendía explicarnos la inhibición de la síntesis del RNA a partir del RNA polimerasa.
A finales de 1957, José Antonio Jácome es designado Ministro de Salud de Alberto Lleras Camargo y nombra a Mario Gaitán Yanguas como director del Instituto. Mario, como ningún otro médico, era de la misma entraña del Instituto y nadie como él podía llevar más auténticamente su representación.
Para mí es sin duda la figura más representativa de la historia del cáncer en Colombia.
Al poco tiempo de estar en la Dirección del Instituto Julio Enrique Ospina, quien sucedió a Mario en la Dirección del Instituto, aparece en mi vida el maravilloso proyecto de la Fundación Santa Fe de Bogotá y como parte de él se me asigna el desafío de la construcción del edificio de los consultorios de la Asociación Médica de los Andes. Es claro que me tomara todo mi tiempo y que debo dejar el Instituto.
Con inmenso dolor debo hacerlo pero como me dice Efraim en su dedicatoria del libro, será el “Instituto que los dos llevaremos siempre metido dentro del alma”.
Si revisara la obra humanística de este ex Ministro de Estado, ex Presidente de la Academia Nacional de Medicina y actual Presidente de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, con su extensa producción literaria de la cual falta todavía mucho por ver, concluiría que su mejor obra es este precioso volumen de la “Historia del Cáncer en Colombia”, lujosamente editado por Mauricio Pérez y la Editorial Géminis en 1999.
Pero cuando analizo su extraordinaria calidad humana y la trayectoria de su valiosa vida, concluyo que su mejor obra es ese admirable hogar que ha formado con Gloria, su bella esposa y sus maravillosos hijos.
ADDENDUM, por el Académico Alfredo Jácome-Roca
Este notable comentario del Académico Latiff me trae algunos recuerdos. En 1957 ingresé a la Javeriana gracias a los buenos oficios de José Antonio Jácome, quien logró que me interesara en el estudio de la medicina, pues mi deseo era ser periodista; Joseá era un cercano familiar nuestro, al igual que José Roberto Jácome y Luis Eduardo Roca, personas que ese año trabajaban en el Instituto, el primero como médico radioterapeuta y el segundo como síndico; por esta razón íbamos allá con bastante frecuencia.
Para 1960 hice una rotación de cancerología durante un mes, y puedo decir que fue una de las mejores experiencias de pre-grado en la Javeriana; el Instituto era un hospital de una limpieza y orden increíbles y las historias clínicas se escribían a máquina. Las clases teóricas estaban a cargo de Mario Gaitán Yanguas, quién usaba corbatín y mantenìa levantado el cuello de la blusa médica.
En la consulta externa estuve guiado por José Antonio y por Juan Jacobo Muñoz; vimos entre las pacientes a una de mis tías, quién sufría de un tumor maligno que la llevó a la muerte en una habitación del Cancerológico. Alfonso Latiff era allí urólogo, muy conocido en la familia por los ancestros ocañeros.
Para 1963, en ocasionales ratos libres que dejaba el internado, volví al Instituto con Álvaro Mesa (hijo del jurista boyacense Mesa Machuca, quien era casado con una tía de mi esposa), esta vez para realizar nuestra tesis de grado sobre “Anticuerpos antitiroideos”.
El sitio para ver los pacientes y obtener los sueros era sin duda la sección de endocrinología y radioisótopos donde trabajaban Jaime Cortázar, Efraim Otero y el residente Jaime Ahumada. Lo de los anglicismos eran más bien palabras en inglés entremezcladas en la conversación.
Cortázar es muy versado en estadística médica y acostumbraba exponer con un acento algo extranjerizante, de manera que no era fácil entenderle; tanto que en alguna de sus conferencias, alguien preguntó si iba a haber “traducción simultánea”.
En otra oportunidad y por voluntad propia, se tomó el trabajo de hacer un índice detallado de todos los artículos y libros publicados por médicos del Instituto y de la Sociedad de Endocrinología.
Para ese año Gloria León-Gómez, bacterióloga javeriana, trabajaba en el laboratorio central del Instituto pero fue trasladada poco después a la sección donde Álvaro y yo asistíamos. Después de algunos meses de noviazgo, Gloria contrajo matrimonio con Efraim y viajaron aprovechando un viaje a Israel con motivo de una invitación que se le había extendido.
Después realizaron múltiples viajes que aparecen descritos en su libro “La Medicina Nuclear. Temprana historia y reminiscencias personales”, publicada recientemente por la Academia y la Asociación Colombiana de Medicina Nuclear.
Al finalizar en Estados Unidos mi entrenamiento en Medicina Interna y Endocrinología, regresé al Hospital San Ignacio y a la Javeriana, donde fui docente por veinte años. José Antonio, quién fue además mi decano, había fallecido prematuramente por una lesión cardiovascular que hoy hubiese podido operarse, gracias a los avances en este campo. Como la historia se repite, en la Javeriana fui profesor en pregrado de algunos de los hijos de los médicos que aquíí mencionamos, entre ellos Armando Gaitàn, Patty Cortázar y Jorge Otero.
Con Efraim y con Gloria hemos mantenido una buena amistad, fortalecida a través de los años por nuestra vinculación a la Sociedad (ahora Asociación) Colombiana de Endocrinología y después a la Academia; él hizo la presentación de uno de mis libros, el de “Pruebas Funcionales Tiroideas”, para la época en que era Director de Colciencias.
En cuanto a Álvaro Mesa, también endocrinólogo, estuvo vinculado por veinte años al Instituto Nacional de Cancerología, donde fue Jefe de Medicina Interna; allí conoció a su actual esposa, quién era estudiante de medicina pero nunca se graduó. Después pasó a uso de buen retiro, para mantenerse ajeno a los avatares del ejercicio profesional.
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