In Memoriam, Carlos Sanmartín Barberi (1922-1996)
Académico: Efraim Otero Ruiz
La desaparición en diciembre de 1996, del Académico Honorario Carlos Sanmartín Barberi, deja un vacío en la Academia Nacional de Medicina y en la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina del cual les será muy difícil reponerse.
Pues desde la década de los 80s, en la que regresó de Venezuela para instalarse definitivamente en su ciudad de origen, sus actividades siempre giraron en torno de la Academia y de la entonces recién fundada Sociedad, cuyos recintos escucharon los más agudos apuntes y las mejores páginas salidas de su incansable y fecundo intelecto.
Médico, como su padre y su abuelo, egresado de la Universidad Nacional en 1946, pronto viaja a Londres con beca del Consejo Británico y obtiene su Diploma en Medicina Tropical e Higiene de la London School en 1950, pues desde su época de estudiante ya había mostrado una decidida inclinación por la microbiología y la bacteriología, que coronaría después con sus estudios de virología al lado de Max Theiler en el Instituto Rockefeller de Nueva York en 1954.
Regresado del todo al país en 1955, se vinculará por 20 años a la naciente Facultad de Medicina de la Universidad del Valle en Cali como Jefe de la Sección de Virus y, entre 1960 y 1964, como Jefe de su Departamento de Medicina Preventiva, donde desarrolla una prodigiosa labor, reconocida nacional e internacionalmente. (Lea: In Memoriam, Académico Luis Guillermo Forero Nougués)
Tanto que, desde 1965, ingresa como Miembro del Cuadro de Expertos en Enfermedades Virales de la Organización Mundial de la Salud, desde donde desempeña numerosas misiones internacionales, la última de las cuales, entre 1976 y 1982, la cumplirá como Asesor de la OPS para encefalitis equina, virología y epidemiología en Caracas; de allí regresará como Investigador Científico y luego como Director del Instituto Nacional de Salud entre 1982 y 1983.
Desde entonces sus actividades transcurrirán entre los organismos de salud nacionales o internacionales, la Universidad Nacional y la Academia, donde se le vio trabajar incansablemente hasta la semana anterior a su deplorable fallecimiento.
El autor de estas líneas tuvo la oportunidad de conocerlo y seguirlo desde 1950, cuando era Jefe de Trabajos de Parasitología en la Universidad Javeriana, al lado de su amigo de toda la vida, el profesor Hernando Groot, con quien estudiar en algunos de los últimos brotes de fiebre amarilla y de encefalitis equina colombo-venezolana en los Santanderes y en las zonas fronterizas.
Desde aquella época ya mostraba su seriedad y su concentración en todo lo que se proponía, con sus gruesos anteojos enmarcados por un cabello prematuramente cano.
Pero detrás de una fachada de aparente impenetrabilidad se escondía la persona más cordial y amistosa, amigo de los gracejos y las anécdotas, que gustaba disfrutar en su apartamento por horas y horas, al lado de buenos licores y de inmejorables quesos.
Su crítica científica o histórica era severa pero no indeclinable, y aceptaba de buen talante discutir sucesos y experiencias que, sobre todo en sus aspectos relativos a la medicina tropical y a la vida académica, eran abundantísimos y llenos del colorido que sólo él sabía poner en sus narraciones, riéndose de vez en cuando con una sonrisa entre tímida y maliciosa, como de estudiante que se atreviera a contar su primer cuento picante o atrevido.
Desde sus años de profesor universitario, todo el que se le acercó en busca de ayuda o consejo para trabajos científicos o históricos encontró en él un espíritu abierto y generoso, dispuesto a dedicar gran parte de su valioso tiempo en aquello que consideraba pudiera ser útil para el colega, el estudiante o el colaborador. Exigía, eso sí, un riguroso cumplimiento en las citas o en las reuniones.
Con frecuencia citaba sus arquetipos, que fueron en Colombia tanto su padre como el profesor Roberto Franco –primer docente de la medicina tropical en nuestro medio y en el exterior su profesor y Premio Nobel Max Theiler, de quien recordaba cómo lo citaba a su oficina en las horas de la mañana simplemente “para conversar” y de quien agradecería siempre el afecto con que lo acogió tanto en Nueva York como en su casa de campo de las riberas del Hudson.
Y siempre evocaría la conversación que sostuvieron él y el profesor Franco, ya de ochenta y cinco años, cuando lo llevó al Instituto Rockefeller a que se conocieran, poco antes de la muerte de este último.
Sería interminable relatar todos los trabajos y anécdotas que se sucedieron en torno a la vida admirable del Académico Carlos San martín Barberi. Por eso hemos creído que el mejor homenaje a su memoria sería reproducir aquí, póstumamente, el discurso que el 16 de noviembre, pocos día antes de su muerte, dirigió a sus compañeros de curso de la Universidad Nacional, al cumplir las bodas de oro de egresados de la misma.
En él, como en otros de sus escritos anteriores publicados en esta Revista, vuelve a sus evocaciones un poco proustianas al tiempo de mencionar aquello que, según su criterio, fuera lo más prodigioso que se vivió en la medicina mundial de los últimos cincuenta años. Diez lustros que enmarcaron también, por luminosa coincidencia, la vida profesional de quien fuera uno de los médicos, profesores y académicos más destacados de nuestra patria.
Efraím Otero Ruiz
Presidente, Sociedad Colombiana
de Historia de la Medicina
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