Obituario, Álvaro López Pardo 1926 – 1993
Juan Jacobo Muñoz Delgado*
Con profundo pesar la Academia Nacional de Medicina quiere participar en esta dolorosa ceremonia de despedida a uno de sus Miembros de Número, el doctor Álvaro López Pardo.
De origen antioqueño y bogotano, su vida es un homenaje a las mejores tradiciones colombianas y a los hombres grandes de su estirpe.
La sangre de los buenos, con la del prócer José Acevedo y Gómez a la cabeza, lo lleva a sentir cálidamente a la patria. La sangre de médicos ilustres como Andrés María Pardo y Álvarez, Fundador en 1865 de la Facultad de Medicina y primer Rector y Profesor de Anatomía.
Su padre Juan María Pardo, había sido fundador, primer rector y profesor de la Facultad de Medicina en 1826, le dan el amor por la sociedad y el sentido reverente por la profesión médica.
En la Universidad Nacional, en donde se distingue en sus estudios médicos, se aquilata su personalidad prodigiosa que se abre e ilumina todos los campos del saber.
Allí comienza el ejercicio de la medicina orientado hacia la pediatría. Su interés en la complejidad del espíritu humano lo lleva a la psiquiatría y al amor por los fenómenos sociales. Su cerebro disciplinado hace de él uno de los más grandes organizadores.
Sus lecturas lo convierten en un profundo conocedor de la historia nacional y de la historia bogotana. Una rara sensibilidad artística lleva su espíritu a lograr primores en el lienzo. Sus sentimientos de acrecentar su vida hacen crecer colecciones de valores nacionales, pasatiempos que trata con rigor científico. (Lea: Revista de Medicina: Indicaciones a los Autores, Volumen. 34 Octubre)
Toda esta riqueza espiritual se va traduciendo en logros formidables.
Es el primer Director del Hospital Infantil “Lorencita Villegas de Santos”, que se beneficia de sus conocimientos de Pediatría, adquiridos en el Hospital San Lucas de Nueva York y de su técnica de administrador hospitalario, aprendida en cursos importantes en Méjico.
Su sabiduría quedará impresa en una organización hospitalaria ejemplar, que por más de cinco años (1955-1960) va infundiendo día a día, con su ciencia, tesón y paciencia.
Su talento social, su formación pediátrica, su cerebro organizado, hacen de Alvaro López Pardo, el director paradigmático de un hospital de niños, que quiere llevar salud, comprensión y ternura.
La inteligencia de Juan Pablo Llinás lo lleva a un ámbito grande. Va a la Alcaldía de Bogotá (1960- 1966) como Director de Asistencia Social. Ante el espectáculo proliferante de la gaminería, se crece su espíritu social. Cuántas instituciones aparecieron para cambiar la suerte de los cruelmente abandonados, gracias a su imaginación, que buscaba ayudar a sus congéneres.
Después de muchos años pasa al Bienestar Social de la Universidad Nacional, en donde forma al personal necesario para tan difíciles labores.
La historia, la gran maestra que nos hubiera podido evitar tántos dolores, fue su amiga de siempre. En 1988 creó la Academia de Historia de Bogotá. Sus miembros lo hicieron presidente y la dirigió hasta ayer, que se perdieron sus recuerdos.
Ya no nos oye. Su vida fue un largo laborar para mejorar sin palabras a los desvalidos.
Ya no nos habla para que ayudemos a sus gamines huérfanos, pero sentimos el dolor que sube de las calles, condenando, como él, a nuestra sociedad indiferente.
Ya no nos ve, desde lejos con una mirada inquisidora, alguien pide justicia.
Nos hará falta a todos. A los que veíamos en él al maestro insuperable. A la sociedad bogotana, que historió y amó. A los niños abandonados de Colombia, que hoy están más huérfanos. Y, sobre todo, a quienes recibieron su amor intenso, a su esposa total, a sus hijas amigas devotas y a sus nietos, que un día sabrán del abuelo que tuvieron.
¡Que su vida quede como una lección pura, como el recuerdo de la norma, como la imagen de la ética, como la esperanza del bienestar, como el grito adolorido por una patria buena!
Tierra feliz esta Costa de Colombia que nos ha dado tanta grandeza con los nombres de Rafael Núñez, Luis Carlos López, Vélez, García Márquez, Sourdis, Socarrás, Obregón, Pantoja, Grau, Baenas, Pumarejos y tantos otros talentos oceánicos.
Inicia estudios médicos, que tiene que suspender por razones económicas. Años después retorna a la Facultad en donde muestra sus capacidades y en donde los culmina con la calificación Cum Laude a su tesis de grado “Los desequilibrios neurovegetativos y los cuadros médico-quirúrgicos del aparato digestivo”.
Durante su vida de estudiante ocupa diversos cargos, como Monitor de Fisiología y después como Preparador, al ganar el primer puesto en el concurso abierto con ese fin.
En 1933 Y 1934 se desempeña como interno de Clínica Médica y después quirúrgica, obteniendo en ambos casos el primer puesto en el concurso. Al terminar en 1934, recibe la medalla de oro del internado.
Trabaja con Juan N. Corpas por diez años. Este profesor venido de la amable Guaduas (1885-1944), poseía en grado sumo un don infrecuente en Colombia: saber distinguir entre el bien y el mal; ser intolerante con la incorrección; transitar siempre por el camino recto. Corpas es el crisol para aquilatar las virtudes de Pantoja. ¡Se unen por su semejanza espiritual!
De 1944 a 1950 es Director del Instituto de Radium, hoy de Cancerología, nombrado por su ilustre paciente, el Presidente López Pumarejo. Durante su administración logra importantes progresos. Abre las puertas para que entren a la par la ciencia y el sentido humano de la vida.
Hacen que en todas las ramas de la medicina se entrenen un amplio grupo de jóvenes, que vendría a constituir un aporte sustancial a la medicina colombiana, sin que la pasión u otras influencias negativas tuvieran que ver con sus decisiones. Allí están Montejo, Castro Duque, Carrizosa, Restrepo, Gaitán, Ruiz Mora, Triana y tantos otros para mostrar su obra.
Su carrera profesoral deja recuerdos imborrables en la formación de sus discípulos. El introduce la cirugía radical para el tratamiento del cáncer. A él le debemos la nueva cirugía del tiroides, del seno, de los vaciamientos ganglionares, del útero, del estómago. Además, nos enseñó la medicina ecuménica, colocada en el ámbito de las grandes decisiones, en las condiciones socio-económicas adecuadas para llegar al pueblo.
A su lado se aprendieron las ciencias de la vida y de la sociedad, las funciones del cuerpo y del espíritu. Se estudiaron las ciencias del comportamiento de los hombres y cómo se debían traducir en decisiones políticas.
En la Academia Nacional de Medicina conservaremos viva su memoria. Será recordado como Miembro Correspondiente (1941), como Miembro Numerario (1949) con importante discurso sobre Juan N. Corpas, como Presidente brillante de la Corporación (diciembre 1977-marzo 1980) y como Secretario Perpetuo, dignidad para la cual fue elegido en 1980 y eficientemente desempeñada hasta hoy. El Auditorio de la nueva sede llevará su nombre para recordar a uno de los grandes de la Medicina.
Su contribución a la ciencia y al progreso médico en estos tiempos difíciles, fue de un ponderado equilibrio. Su última página para cerrar el segundo tomo de nuestra historia académica, es un documento de solicitud de investigación médica, para el cual, con su sentido generoso, pidió la firma de todos los miembros de la Junta Directiva. Ese documento de abril de 1993, de gran madurez y contenido, justifica plenamente la prolongación de su vida.
Hace cerca de treinta años fue intervenido en la Clínica de Marly (doctor H. Velásquez) para lo que se pensó que fuera un cáncer terminal. De la misma enfermedad fue operado dos veces más en la Clínica Shaio (doctores Velásquez, Gutiérrez y Escobar Triana)y en Marly(1992). Siempre salió triunfante en la batalla contra esta artera enfermedad.
En el año sesenta y seis (1966), fue nuestro embajador ante el Gobierno de Méjico, designado por Guillermo León Valencia. Nos representó por largos años con inteligencia, con sagacidad, con elegancia y dedicación admirables. Quienes fuimos testigos de esa labor, nos sentíamos orgullosos de la pareja extraordinaria, formada por él y Maruja Chaux, que tenía nuestra representación diplomática.
La vida fue generosa con el Profesor Pantoja, colmándolo de talento y de virtudes; dándole una esposa de su altura espiritual, dedicada a hacerlo feliz en todas sus vidas; proporcionándole hijos que honran sus nombres y continúan la nobleza de sus talentos.
Se vio rodeado siempre de sinceros afectos. Sus amigos lo admiramos y le rendimos siempre el homenaje de nuestro cariño sincero. Si en la Costa tuvo el caluroso apego de la sangre, en Bogotá y Popayán encontró el respeto y la realización afectiva.
El nos hizo entender el fenómeno de la vida. Agradecía su salud total de noventa años, y entendía que su muerte era parte integral del vivir. Que era el fin de un proceso biológico admirable. Que su vida intelectual y su salud fueron un privilegio para él y para quienes tuvimos la fortuna de rodearlo.
Esta luctuosa ceremonia se realiza para concatenar la partida de un ser superior con la lección permanente de su conducta; para contraponer el dolor de su muerte con el transcurrir luminoso de su vida; para llorar la ausencia definitiva dando las gracias por haberlo tenido; para sentir la gravedad del arrancamiento midiendo la corpulencia de su espíritu; para comparar el profundo vacío que se hace con el tamaño de nuestro inmenso pesar.
Por razones de la vida y de la muerte, Pantoja cumplió con su misión. Vivió completa la parábola de la existencia.
El sabía colocar bien su vida en el transcurrir milenario de los seres vivos. Conocía cuál era la importancia de un hombre entre cinco mil millones de seres humanos. Cuál era el valor de un espíritu educado y fuerte entre todos sus congéneres. Y conocía bien cuánto representaba nuestro planeta tierra en el conjunto del universo.
De allí su orgullo y su humildad. Se comparaba con los otros y sabía su importancia. Medía nuestro planeta en el universo y sentía su pequeñez. Hoy regresa a formar parte de esa gran fuerza cósmica de la que salió, en la que creía, y a la que ha retornado.
A los seres humanos nos inquietan las ideas trascendentales: algunos se angustian con la inmensidad del espacio infinito, otros con el devenir del tiempo, hay quienes lo hacen con la materia eterna o el espíritu inmortal. A él lo preocupaba intelectualmente el ruido caótico, la altisonancia, de los que sólo se podía huir con la muerte. El sabía que la vida no es más que un breve paréntesis entre dos infinitos silencios.
Por su propia reflexión del terminar biológico, después de pesar las fuerzas de la vida y de la muerte y de haber completado cabalmente su existencia, llega a la hora final y se deja llevar, sin lucha ni amargura, paso a paso, al universo de lo eterno.
El descanso absoluto de su alma será estar entre los buenos. El sitio natural para su espíritu será estar alIado de los justos.
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