El Mundo Psicológico de Kafka: Hipocondría y Tuberculosis, Parte IV

Cap 14

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

IV

En septiembre de 1917, Kafka había informado a Felice sobre la hemorragia pulmonar que había tenido cuatro semanas antes y el diagnóstico que le hicieron los médicos de una tuberculosis que comprometía los vértices de ambos pulmones.

La carta es sorprendentemente tranquila y en ella menciona la desaparición de varias de las molestias psicosomáticas que antes le aquejaban, entre otras los dolores de cabeza y el insomnio.

Cuatro años después le relató a Milena con más detalles los comienzos de su enfermedad: “Hace unos tres años”, dice, “empezó en plena noche con un vómito de sangre.

Me levanté desconcertado y naturalmente, también un poco asustado…. La explicación que en aquella época conseguí darme de la enfermedad…. puede darse a otros casos. Era como si el cerebro ya no pudiera soportar la acumulación de preocupaciones y de desdichas.

Como si hubiera dicho: “No doy más. Si todavía hay alguien aquí que se interesa en la conservación del todo, que haga algo por aliviarme de mi carga y así podremos durar un poco más”.

Entonces respondieron los pulmones; en realidad sabían que no había mucho que perder. Esas negociaciones entre la cabeza y los pulmones, de las que yo no me enteraba, pueden haber sido espantosas”.

(Lea También: El Mundo Psicológico de Kafka: Hipocondría y Tuberculosis, Parte V)

Con el correr del tiempo, la correspondencia comienza a revelar con nitidez hasta qué punto había llegado la depresión que le causaba la enfermedad.

A Brod le escribió: “Me oprimen tantas cosas. No encuentro otra salida….. 34 años, un pulmón altamente dudoso y relaciones humanas aún más dudosas…. ¿Opinas tú que veo el futuro de la enfermedad con demasiada dureza? No. Cómo podría, si su presente me resulta tan ligero y aquí lo decisivo es lo emocional.

Si alguna vez digo algo así, no es más que la afectación vacua de la que soy tan rico en tiempos pobres; o es la enfermedad que habla en mi lugar porque se lo he pedido. Lo único cierto es que no hay nada a lo que me entregaría con más confianza que a la muerte”.

Pero poco después, en una mezcla de negación y resignación dolorosa, y haciendo una especie de balance anticipado del pasado y futuro de su vida, decía:

“Querido Max, mi enfermedad? En confianza te digo que apenas la siento. No tengo fiebre, no toso mucho, no tengo dolores….

He llegado a la conclusión de que la tuberculosis, tal como yo la padezco, no es una enfermedad especial, no es una enfermedad que merezca un nombre especial, sino que por lo pronto, y en función de su significado, es únicamente un refuerzo imponderable del germen general de la muerte….

Esta es una lucha verdadera, es de vida o muerte…. He copiado de una carta a Felice un fragmento del conocimiento de mí mismo que podría ser un buen epitafio: “Cuando me examino en función de mi obligación final, resulta que en verdad no aspiro a ser un individuo bueno y a ser capaz de enfrentarme a un tribunal supremo; muy por el contrario, aspiro a ver el conjunto de la comunidad humana y animal, a identificar sus preferencias fundamentales, sus deseos, sus ideales morales; y en el más corto plazo desarrollarme para llegar a ser plenamente grato a todos, tan grato, que sin perder el amor de los demás…., pueda exponer públicamente mis bajezas ante los ojos de todos….”

***

En los sanatorios, sus pensamientos oscilaban entre la incertidumbre acerca del futuro, su conciencia de estar enfermo, la futilidad de los tratamientos, su deseo e ilusión de mejorarse, y su incontrolable tendencia melancólica que le llevaba a la depresión con los inevitables sentimientos de culpa y de ansia de castigo.

El reposo al aire libre ocupaba buena parte de su tiempo y era la parte fundamental y quizás la única forma de tratamiento a la que tenía acceso. En su correspondencia se refería al lento transcurrir de su vida en los sanatorios.

Sentía a veces que su salud mejoraba, que sus síntomas se atenuaban, que aumentaba de peso y que podía hacer largas caminatas sin sentir molestia alguna, salvo quizás, un poco de dificultad para respirar, que “no se manifiesta en mi vida habitual sin trabajo, ni siquiera en mis paseos, a menos que tenga que hablar con alguien mientras camino”.

En 1920, dudaba que sus problemas digestivos, el insomnio, la intranquilidad, “y en síntesis, todo lo que soy”, pudieran estar relacionados con la enfermedad pulmonar, y agregaba: “Si resisto física y mentalmente este régimen durante unos cuantos meses, sobre todo en el mismo lugar, habré llegado muy cerca del estado de buena salud.

Probablemente esta sea una conclusión equivocada que simplemente significa que si estoy sano, llegaré a estar sano”. En ocasiones se refería a su estómago, “como si fuese un individuo que tuviese ganas de llorar”.

Y al año siguiente, en otro sanatorio, escribía: “Me retuerzo casi con espasmos en mi silla de reposo y el corazón no puede soportarlo; cada palabra me perfora las sienes y la consecuencia de esta irritación nerviosa es que no puedo dormir por la noche”.

La imposibilidad de saber con certeza si su enfermedad habría de mejorar, o por el contrario, empeoraría, le permitió establecer una analogía con la situación política de su país: “Esto me recuerda a la antigua Austria.

En algún momento las cosas iban bastante bien; por las tardes se podía estar recostado en el sofá en una habitación con buena calefacción, con el termómetro en la boca y un jarro de leche al alcance de la mano; se disfrutaba de cierta paz, pero era una paz cualquiera, no la propia.

Sólo fue necesario un detalle…, y el trono de Viena comenzó a desplomarse….”. Y terminaba melancólicamente diciendo: “Pero basta ya, Max, de estos asuntos infinitos. Tú quieres lo imposible; para mí es imposible lo posible”.

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