El Mundo Psicológico de Kafka: Manía y Melancolía, Parte II

Cap 13

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

II

Dentro del estudio del tema que nos ocupa, es necesario referirse brevemente a las metáforas, que en otras épocas al igual que en la actual, se han utilizado para ofrecer visiones concretas sobre problemas difíciles o imposibles de entender con el empleo de las expresiones habituales.

La definición más sintética de metáfora es quizás la de Aristóteles, quien decía así en su “Poética”: “La metáfora consiste en dar a una cosa el nombre de otra”. Como lo ha señalado Max Black, la metáfora es una figura lingüística según la cual, una cosa es vista o pensada como otra; consiste en cambiar el sentido recto de las palabras por otro figurado, e implica la utilización de una palabra o de una frase dentro de un nuevo sentido con el objeto de corregir las carencias de vocabulario.

La expresión metafórica se caracteriza por modificar el significado literal normal y por poseer una función expresiva que va más allá de la literal o directa. Como resultado, su eficacia estriba en que puede predisponer a otros a actuar o sentir de determinada manera.

El sentido de las metáforas utilizadas en medicina y en el lenguaje coloquial de todos los días ha cambiado también con el pasar del tiempo.

Hace varios siglos, por ejemplo, el tabaco, cuyo empleo en América tenía por lo general significados religiosos, fue considerado en Europa como la panacea para el tratamiento de las enfermedades, y en ese sentido, se le tuvo como una nueva “bendición” del Altísimo para el género humano.

En nuestros días, en cambio, se habla del tabaco como de un “enemigo traicionero y peligroso” capaz de socavar y destruir “las defensas y fortificaciones” que protegen a un individuo o una comunidad; de manera igual a como se consideraba a los “infieles” que atacaban sin piedad las defensas que erigían los Cruzados contra los Sarracenos.

La Nicotiana tabacum ha pasado a verse, metafóricamente, como un “virus” o “una quinta columna”, que destruye metódicamente en innumerables batallas a la sociedad contemporánea. El hecho real al que se le quiere dar énfasis es su efecto nocivo para la salud, y para expresar vigorosamente esa idea de modo que se logre obtener el efecto deseado, se acude al uso de las inadecuadas metáforas guerreras.

(Lea También: El Mundo Psicológico de Kafka: Manía y Melancolía, Parte III)

En países y regiones cuyas economías dependen en cierta forma del cultivo del tabaco, como Cuba y algunas áreas de nuestro territorio nacional, este tipo de metáforas bélicas carecen de importancia, del mismo modo que carecieron de interés en la cultura occidental de las primeras décadas del siglo XX.

Debe hacerse énfasis sin embargo, en el hecho incuestionable de que al ser empleadas tendenciosamente, las metáforas inducen a la difusión de creencias equivocadas o exageradas sobre los hechos, que no corresponden a la verdadera realidad. La calificación por ejemplo del tabaco, como “el enemigo numero uno de la sociedad”, es tan desorbitada, que a veces se llega a considerar más peligroso para un enfermo terminal el hecho de aspirar un cigarrillo, que podría tener en él un efecto sedante y tranquilizador, que la acción de todos los demás factores determinantes del avance de la enfermedad misma.

***

La tuberculosis es quizás la enfermedad que mejor se presta para el estudio de las metáforas y de los eufemismos. En otras épocas, era sinónimo de consunción y agotamiento y se la relacionaba con el cáncer porque su nombre significa excrecencia o tumor. Era la “enfermedad de los contrastes violentos”, caracterizada por presentar períodos de gran actividad alternando con otros de inmensa languidez. Era también la “enfermedad de la pobreza”, e igualmente la “enfermedad de los privilegiados de la suerte, la inteligencia y la sensibilidad”.

En tiempos relativamente recientes, se la consideró como una “enfermedad refinada” que mataba con lentitud espiritualizando al enfermo; de allí que no fuera extraño hablar de la “belleza” de los tuberculosos muertos en la juventud. Thoreau decía a mediados del siglo XIX: “La muerte y la enfermedad son tan hermosas como la fiebre tísica de la consunción”. Y en alguno de nuestros sanatorios antituberculosos, la muerte de un enfermo no se registraba como tal, sino con el extraño eufemismo de “máximo beneficio hospitalario”.

La tuberculosis era también la “enfermedad del alma”. En algún momento se creyó que se originaba en el exceso de pasión y que por eso afectaba a quienes pecaran de temerarios o sensuales; después se afirmó, por el contrario, que al tuberculoso le faltaba la fuerza de la vida y se atribuyó la causa del mal a la resignación.

Pero a partir del siglo XVIII, adquirió un tinte romántico. Era habitual afirmar de alguien que enfermaba y moría de tuberculosis en la juventud, que tenía una personalidad romántica. Y ésta, a su vez, se caracterizaba, al igual que la enfermedad, por una infinita tristeza y una gran sensibilidad artística. Para los “snobs y los parvenus”, como lo ha señalado Susan Sontag, la tuberculosis era índice de gentileza, de delicadeza y de sensibilidad.

Tan arraigado estaba el concepto que vinculaba la tuberculosis con la creatividad, que un crítico europeo de finales del siglo XIX explicaba la decadencia de la literatura y las artes de su tiempo, por la paulatina desaparición de la tuberculosis. El romanticismo de los tuberculosos constituye un buen ejemplo de la promoción del propio Yo como imagen. A ese respecto, Susan Sontag recuerda las palabras de la célebre escritora Marie Bashkirtsev, fallecida de tuberculosis a los 24 años de edad en 1887: “Toso continuamente! Pero la maravilla es que en lugar de que eso me afee, me da un aire lánguido que me sienta muchísimo”.

El tuberculoso, como el enfermo mental de hoy, afirma la doctora Sontag, “era la quintaesencia de la vulnerabilidad; un ser poblado de caprichos autodestructivos. Los médicos del siglo pasado y de principios de éste, se empeñaban en seducir a sus pacientes para que volvieran a la vida. Sus recetas tenían el mismo tenor ilustrado de las que hoy se dan a los enfermos mentales: entorno alegre, aislamiento de toda fuente de estrés, separación de la familia, régimen sano, ejercicio, reposo”.

La locura, al igual que la tuberculosis, se ha considerado en épocas recientes como vehículo de los sentimientos espirituales.

Sobre esto, afirma Susan Sontag: “No es la tuberculosis sino la locura la que carga hoy con el mito secular de auto-trascendencia. El punto de vista romántico es que la enfermedad exacerba la conciencia. Antes, la enfermedad era la tuberculosis; hoy, se piensa que lo que lleva la conciencia al paroxismo de la iluminación es la locura”.

En la época en que vivió Kafka, se pensaba que la relación entre la tuberculosis y la enfermedad mental era cercana, creencia de la que participaba el escritor. A Milena, por ejemplo, le escribió en 1920: “Estoy totalmente enfermo; la enfermedad de mis pulmones no es más que el desbordamiento de mi enfermedad mental”.

Por esos años y hasta mediados del siglo XX, aparecieron libros y artículos que versaban sobre el tema de la “Psicología del tuberculoso”, y la cuestión se volvió trascendente e importante a raíz de la publicación de “La Montaña Mágica” de Thomas Mann.

Las consideraciones anteriores son de importancia en el análisis del tema que nos ocupa.

No tanto por la intención o el deseo que pudiéramos tener, que no lo tenemos, de hacer diagnósticos retrospectivos sobre las probables enfermedades mentales de Kafka y de sus personajes, o de sugerir los posibles efectos de la tuberculosis pulmonar sobre su aparato mental, sino más bien por nuestra ambición de entender un poco su psiquismo, de estudiar los factores que pudieron haberle apartado del equilibro normal, llámense o no enfermedades, y de señalar los conceptos de su época sobre los rasgos psicológicos y somáticos que le fueron característicos.

Estudiar, en suma, los aspectos psicológicos y orgánicos que tuvieron alguna influencia en el desarrollo de su vida y de su actividad literaria, dentro de los parámetros propios de su cultura y de su tiempo, con independencia de su indiscutible genio de escritor.

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