La Melancolía en Cervantes y en Don Quijote

ADOLFO DE FRANCISCO ZEA, M.D

“La soledad, lejos de ser un fenómeno raro y curioso…. es el hecho central e inevitable de la existencia humana”.

THOMAS WOLFE, en “The Hills beyond”, 1974

I

La biografía de Cervantes ha sido escrita innumerables veces por distintos autores, razón por la cual no es necesario detenerse demasiado en ella.

Es necesario, sin embargo, referirse brevemente a algunos sucesos de su vida que pudieron haber influido en el desarrollo de su personalidad y la formación de su carácter, hechos que se reflejan en las vivencias personales relatadas en sus escritos y en las que quedaron plasmadas de manera consciente o inconsciente en los episodios, aventuras y hazañas de su personaje inmortal.

Al decir de algunos de sus biógrafos, Cervantes quiso escribir la historia de Don Quijote como un relato limitado a los primeros capítulos del libro actual (Green, 1989); posteriormente, amplió la narración para incluir en ella otros más hasta constituir lo que hoy conocemos como primera parte de la obra.

En 1615 escribió la segunda, estimulado y enfadado por la publicación en Tarragona en julio del año anterior del Quijote apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, con el que este autor pretendía adueñarse del excelso personaje que Cervantes había creado con su imaginación y su talento.

Algunos cervantistas del siglo XX han llegado a pensar

Sin certeza absoluta, que bajo el nombre de Fernández de Avellaneda se encubría el verdadero autor del plagio, un aragonés de nombre Ginés de Pasamonte, personaje de la vida real al que incluyó Cervantes en su novela y al que se refirió en términos poco amables en la segunda parte (Riquer, 2003).

Es conveniente recordar que en el siglo XVII no existían los derechos de autor de nuestros días, motivo por el cual no era raro que algunos escritores se apropiaran de personajes creados por otros para producir obras que pretendían ser la continuación de las originales, como es el caso del Quijote de Fernández de Avellaneda.

Poco tiempo después de publicada la novela

Numerosos autores de diversos países comenzaron a hacer recreaciones de las experiencias del caballero andante, unas afortunadas y otras menos, recogidas recientemente en un amplio volumen por Santiago Alfonso López Padilla (2005).

En tiempos más cercanos a los nuestros, escritores de la talla de don Juan Montalvo y don Miguel de Unamuno produjeron sus propias versiones del Quijote, en las que a tiempo que exaltan las características de la magistral obra incluyen episodios que no pensó Cervantes o que trató de modo diferente al que hubieran deseado esos autores.

En nuestros días, leemos todavía con placer y respeto la “Vida de Don Quijote y Sancho” (1905), de Unamuno, y el espléndido libro “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes” (1898), obra póstuma de don Juan Montalvo.

La versión de Unamuno, uno de los pensadores más originales que ha producido España, revive en cierta forma la crisis ideológica de la España de finales del siglo XIX y la necesidad del renacer del quijotismo en la vida de aquel país en esos días.

La compleja relación de Unamuno con la obra cervantina, al decir de los críticos, se traduce en un acendrado anticervantismo que le lleva a afirmar solemnemente, con exageración y escasa justicia: “El hizo su Quijote y yo el mío”. En esa obra, se expresa además un fervor casi religioso por el hidalgo, a quien llama Nuestro Señor Don Quijote.

Santa locura

Unamuno destaca la voluntad y la fe del caballero andante a tiempo que plantea el poder redentor de su “Santa locura”, capaz de transformar en damas de alta alcurnia a las jóvenes mozas de la venta (Quijote I, 2). La versión de Montalvo es más rica en imaginación que la de Unamuno y está escrita en estilo cuidadoso y castizo. Los episodios que imaginó Montalvo, sin embargo, no alcanzan el nivel de donosura de los de la novela cervantina.

II

Cervantes nació en la pequeña población de Alcalá de Henares en 1547, o en Madrid, según la opinión de don Gregorio Mayans y Siscar (1764), autor de la primera biografía conocida del grande escritor. Una serie de acontecimientos infortunados y de experiencias dolorosas fueron el común denominador de la vida de Cervantes.

A los 24 años, combatiendo con su hermano Rodrigo a las órdenes de don Juan de Austria en la batalla naval de Lepanto del 7 de abril de 1571, recibió tres heridas de arcabuz cuando se encontraba luchando a bordo de la galera de guerra “Marquesa”. Como resultado de ellas, la mano izquierda le quedó baldada para siempre a pesar del tratamiento al parecer satisfactorio que recibió en las barracas militares de Messina y Regio.

En Messina permaneció Cervantes hasta marzo del año siguiente y obtuvo de don Juan de Austria socorros en metálico. Participó después en el bloqueo de Navarino en octubre de 1572, y tomó parte en la expedición española que conquistó Túnez el 11 de octubre de 1573, ciudad reconquistada por los turcos diez meses más tarde.

En 1575 fue capturado en la galera “El Sol” por piratas de Berbería y pasó más de cinco años cautivo en una prisión de Argel.

Quedó libre en septiembre de 1580 gracias al pago al rey moro Hassan de un rescate de 500 escudos, que fueron reunidos angustiosamente por sus familiares con el concurso de los monjes trinitarios Fray Antón de la Bella y Fray Juan Gil.

Esto le permitió a Cervantes servir después fielmente al Monarca como agente de la Corona en Portugal y Oran, única isla-ciudad del norte del África en poder de la España de entonces. A su regreso a Madrid emprendió la carrera de dramaturgo sin mayores éxitos, no obstante haber escrito ya cerca de veinte obras.

Con doña Ana Franca de Rojas tuvo a su única hija, Isabel, a la que dejó de ver por muchos años y de quien dicen algunos que no era hija suya sino de su hermana Magdalena. En Esquivias celebró un matrimonio infortunado con doña Catalina Salazar y Palacios, el 12 de diciembre de 1584. Quizás por esas penosas circunstancias quiso emigrar a América. En una carta de febrero de 1582 que se conserva, Cervantes agradece a don Antonio Erazo, funcionario del Consejo de Indias, el interés por su deseo de obtener un cargo administrativo en América, deseo que se frustró por falta de vacantes.

Años después, el 21 de mayo de 1590, presentó al rey Felipe II un memorial en el que solicitaba “un oficio en las Indias, de los tres o cuatro que al presente están vacos……, la contaduría del Nuevo Reino de Granada, la gobernación de la provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena o corregidor de la ciudad de La Paz, que con cualquiera de estos oficios que vuestra majestad le haga merced, la recibirá, porque es hombre hábil y suficiente y benemérito…..”

La negativa que recibió del Consejo de Indias poco tiempo después, fue de una desconcertante y lacónica sequedad:

“Busque por acá en qué se le haga merced” (Castro, 2002; Riquer, 2003; Santa, 2005).

Años después, como Recaudador de impuestos y Comisario general para la provisión de las galeras del reino, empleo que le había sido confiado por don Antonio de Guevara, fue encarcelado por supuestas malversaciones cometidas en el desempeño de su cargo. En realidad, había requisado provisiones del clero en la pequeña población de Ecija en cumplimiento de sus obligaciones como funcionario real, hecho que le significó recibir la primera de dos excomuniones que posteriormente le fueron retiradas.

Volvió de nuevo a ser puesto bajo rejas, esta vez en la Torre de las Deudas de la prisión de Sevilla, mientras se revisaba su anterior proceso. En esa cárcel, según la tradición, comenzó a escribir el Quijote: “allí, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido tiene su habitación” (Quijote I, prólogo).

A estos infortunios se agregaba el temor siempre vivo a ser acusado y condenado por el Santo Oficio en razón a las sentencias de excomunión que había recibido y a su posible ancestro judío. Y de no ser por la protección y el mecenazgo que recibió del conde de Lemos durante los últimos tres años de su vida, y al del arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, hubiera muerto en extrema pobreza (Frank, 1995; Riquer, 2003; Alvar Ezguerra, 2004).

Fue en sus años postreros cuando legó a la posteridad su espléndido retrato:

“Este que véis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies.

Éste,….. es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, del que hizo el Viaje del Parnaso a imitación del de César Caporal Venusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizás sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo donde aprendió a tener paciencia en las adversidades.

Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzaso, herida que aunque parece fea, él la tiene por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros……” (Novelas Ejemplares, prólogo).

Algunos escritores se han referido a la mala suerte que le acompañaba como la sombra al cuerpo agravando inmensamente su situación emocional. En su libro “Don Quijote por los Caminos de América” (2005), Eduardo Santa dice: “Cervantes, sin duda alguna, toda su vida fue un desesperado sobre el cual la mala suerte no dejó de clavarle a cada paso su ponzoña. Cárceles, desprecios, pobreza, persecuciones, confinamiento en las lejanas tierras de Argel, heridas en su pecho y en la mano izquierda que perdió para siempre su natural movilidad.

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A esto habría que agregar la poca fortuna que tuvo con la publicación de sus obras

Su desencanto cuando quiso triunfar en el teatro en el que Lope de Vega, su enemigo implacable, era el rey indiscutible y venerado; y, finalmente, cuando su talento y los ingentes servicios prestados a su rey y a su patria le fueron desconocidos, haciéndosele a un lado en varias ocasiones para darle los honores y los cargos a otros de poco valer y de menor prestancia.

Cervantes, indudablemente, siempre tuvo la certeza de su mala ventura y de ser por ello mismo un desesperado”.

La opinión de este distinguido historiador suscita algunas preguntas de difícil respuesta: ¿Fue adecuada su capacidad para enfrentar la adversidad en los momentos más aciagos de su vida? ¿Era su personalidad lo suficientemente fuerte para dominar con audacia los factores negativos de su existencia? ¿Eran firmes y bien estructurados los mecanismos psicológicos con que se defendía de sus desventuras? Surgen además otras preguntas del mismo tenor:

¿Eran inevitables las desdichas de Cervantes? ¿Sería acaso que la fatalidad le perseguía con saña como a los héroes de las obras homéricas? ¿Dispuso de defensas apropiados para contrarrestar los embates de su destino? ¿Y si las tuvo, de qué manera las utilizó?

No es de extrañar que las adversidades le produjeran a Cervantes períodos de inmensa soledad acompañados de momentos de indudable manía que se expresaban en su obsesiva y constante manera de escribir; episodios asociados a frecuentes estados de ánimo de profunda melancolía. Es fácil pensar que esas experiencias dolorosas dejaran en su alma hondas huellas que necesariamente habrían de reflejarse en los rasgos de personalidad y de carácter que atribuyó a muchos de los personajes sobresalientes de su creación.

Sus vivencias no fueron ciertamente derivados exclusivos de su fantasía sino hechos reales de su diario vivir; acontecimientos verdaderos y auténticos de su biografía.

Esas vivencias, para fortuna de la literatura, se constituyeron en elementos de primer orden que el escritor supo aprovechar con inteligencia al incorporarlos en su obra y al combinarlos con su fecunda imaginación.

De su experiencia como prisionero en Argel, por ejemplo, surgió la historia del cautivo (Quijote I, 40, 41, 42), y de su pasado de combatiente en Lepanto, el relato de los sucesos vividos por Don Quijote en Barcelona que se narran en la segunda parte de la novela (Quijote II, 61).

Cervantes manejaba sus vivencias con tal maestría, que a pesar de que su protagonismo permanece encubierto a lo largo del libro, bien podría decirse, como lo han sostenido diversos autores, que los protagonistas principales de la obra no son dos sino tres: Don Quijote, Sancho Panza y el propio Cervantes.

Se puede aseverar entonces que el periplo vital de los protagonistas del Quijote no se extingue en 1615 con la publicación de la segunda parte de la obra sino el viernes 22 de abril de 1616 con la muerte del escritor, precisamente en la misma fecha en que falleció Shakespeare y en el año en que el Santo Oficio condenó a Galileo.

En su discurso sobre la “Psicología de Don Quijote y el Quijotismo” de 1905, don Santiago Ramón y Cajal señala la manera como el destino convirtió en desengaños las ilusiones de Cervantes. Con gran perspicacia piscológica afirma el célebre médico y escritor: “La figura del protagonista está tan soberana, tan amorosamente sentida y dibujada, que por fuerza el autor debió de tener algo y aun mucho de Quijote.

No salen de la pluma tan perfectos y vivos los retratos humanos si el pintor no se miró muchas veces al espejo y enfocó los escondrijos de la propia conciencia.

Pero después de reconocer este parentesco espiritual entre Don Quijote y su autor, es forzoso convenir también que en la incomparable novela campean y se exteriorizan con elocuentes acentos el desaliento del apasionado del ideal, el doloroso abandono de una ilusión tenazmente acariciada, el mea culpa, un poco irónico quizás, del altruismo desengañado y vencido” (Ramón y Cajal, 1970).

“Si el infortunado soldado de Lepanto, agrega, no hubiera devorado desdenes y persecuciones injustas, si no llorara toda una juventud perdida en triste y oscuro cautiverio, si, en fin, no hubiera escrito entre ayes, carcajadas y blasfemias del hampa sevillana en aquella cárcel “donde toda incomodidad tiene su asiento”……, cuán diferente Quijote hubiera compuesto!”.

Con estas palabras, don Santiago Ramón y Cajal muestra la influencia de la vida personal de los escritores en la génesis de sus obras literarias.

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