La Mariposa de las Alas Anaranjadas
Dr. Álvaro Monterrosa Castro, M.D
“Si el Doctor Jorge Milanés estuviera, no me pasaría nada de esto” – dijo Filomena Obeso de corazón y de un golpe, cuando todos los ruegos y argumentos se le habían agotado y lo único que le quedaba era la hermosa cayena roja injertada que tenía sobre su oreja izquierda.
Recordó a su médico de hacía tantos años, de pronto, sin pródromos ni preavisos. No como producto de una alucinación, sino como un humano acto de nostalgia ante la ausencia de la oportuna y preciosa tabla de salvación, aquella que siempre esperamos tener a la mano en el instante justo en que el barco de la vida está a punto de naufragar.
Con la frente sudorosa por el calor asfixiante de las tres y treinta de la tarde de un miércoles del mes de julio, Filomena Obeso, con sus cincuenta y nueve años de edad y la frente pegada al vidrio opaco de la caja, fue sacando de una pequeñísima cartera que empuñaba en la mano derecha, unos pocos billetes y los entregó a la señora gorda de lentes de molduras gruesas y vidrios verdosos que, inmutable, sin capacidad de asombro y ajena o impávida ante todo, le había repetido con simpleza y sin aprecio más de media docena de veces el valor impositivo del copago de los servicios prestados (atención de parto vaginal de su hija), el cual debería cancelar en estricto contado y en efectivo para poder salir de alta de la Clínica de Maternidad “Rafael Calvo”.
Permaneció un largo instante con la frente pegada al vidrio, incluso después de recibir un par de monedas en carácter de vueltas y el recibo de pago que debería señalar al vigilante y guarda de seguridad en la puerta, más allá de la reja metálica y negra fraguada hacia tantos años, cuando en compañía de su hija recién parida y su nieta de solo veintisiete horas de nacida partieran rumbo a su barriada de residencia, en la zona suroriental de Cartagena.
De repente, Filomena giró con fuerza sobre sus talones, o más bien sobre sus modestas sandalias, dejando que el vestido blanco de bolitas negritas, de falda amplia se abriese como un inmenso abanico, permitiendo que por debajo se dibujasen sus enormes caderas bantúes. Avanzó unos cuatro pasos y quedó instalada justo en el centro de la sala de recibo principal de la clínica de Maternidad “Rafael Calvo”.
La mirada le bailó desde la puerta del laboratorio clínico a su derecha hasta la reja negra de la puerta principal de la clínica. Para los que tuvieron tiempo y ojos para mirarla, debió parecerles una estatua viviente erigida a la memoria de las mujeres de clase baja que frecuentan esta institución desde siempre, o debió parecerles una preciosa escultura a las mujeres afro descendientes que han encontrado en esta clínica su casa de maternidad, la casa que aquellos señores que por los años de mil novecientos treinta y nueve, soñaron en construir y que no tuvieron la vida suficientemente larga para verla convertida en realidad.
Tal vez debió parecer la representación palpable y real de las miles y miles de mujeres de tantas generaciones que a diario y sin ninguna otra alternativa posible han asistido a esta clínica de condiciones locativas y técnicas limitadas donde, no obstante, ha estado de lleno la ciencia, según las apreciaciones del mismo pueblo.
“Si Jorge Milanés estuviera, no me pasaría esto” – dijo de nuevo con hondo desconsuelo, con el recibo en la mano y anclada en mitad de la sala. No alcanzo a precisar las veces que lo repitió, pero sí estoy seguro de que retumbó muchas veces como un eco en el cerebro de Julieta Fernández, la estudiante de medicina que avanzaba por el pasillo, allá cerca al salón de conferencias que hacía tantos años había ordenado construir el doctor Aníbal Perna Mazzeo.
Lucía un bluyín azul intencionalmente desteñido, fuertemente ceñido al cuerpo y una blusa de mangas largas con cuadros rojos, amarillos y negros, cuidadosamente encajada.
Por encima una bata pulcramente blanca, bien planchada con el escudo de la Universidad de Cartagena bordado a la izquierda, justo por delante del corazón y el rótulo ‘Facultad de Medicina’. El cabello negro intenso, recogido en un moño en todo lo alto y aprisionado con una banda elástica de color rojo, parecía coronarla.
Juvenil y radiante andaba, levantando con delicadeza los zapatos negros de tacones altos bien lustrados que calzaba, cuando escuchó el primer lamento de desconsuelo que lanzaba Filomena Obeso. Apretó el paso, giró hacia la izquierda dejando la entrada a la sala de profesores del Departamento de Ginecología y Obstetricia de la Facultad de Medicina.
Prácticamente corriendo transitó con desespero el nuevo pasillo y jadeando llegó a la sala de recibo, donde pudo observar a Filomena en toda su corpulencia, recorrerla visualmente de arriba abajo. Tuvo tiempo para atisbar por los rincones de su piel negra, luego de respirar profundo reduciendo el ritmo del corazón.
Se preguntó con asombro, qué hacía allí, a estas horas y en esta época, esa señora de ojos negros hermosos y enormes, de labios gruesos y carnosos pese a la edad, lamentándose de la ausencia de un profesor, del gran maestro de todos los maestros de esta clínica, del gran gestor académico de la Obstetricia de esta Universidad, si el doctor Jorge Milanés Pernett se había jubilado y retirado hacía más o menos treinta años y nunca más había regresado.
Aunque estaba sentada en el puesto de enfermería de la Sala de Hospitalizados, que era conocida bajo el nombre de Sala de Cooperativas, haciendo unas ordenes médicas y preparando la entrega del turno, siendo las tres y treinta de la tarde y estando a más de ochenta metros de distancia de la entrada de la Clínica, una residente de segundo año de Ginecología, escuchó clarita la expresión de desazón de Filomena Obeso.
Al instante, paró de escribir, como lanzada por un resorte se puso de pie, a toda prisa cerró la cuadricula de la cama número seis, la empuñó con fuerza en su mano derecha, la recostó al pecho y se fue caminando aceleradamente hacía la puerta principal de la Clínica, sin prestar atención a que Alcira Cardona, la enfermera jefe de la sala, corría tras ella y le decía:
“Doctora, doctora, ¿por qué se va? Mire que todavía le faltan otras evoluciones, mire que a la paciente de la cama siete hay que hacerle la hoja de interconsulta, mire que tiene pendiente dos ingresos, mire que le falta revisar estas notas de los internos, pero doctora, doctora, no se vaya. ¿Y ahora quién me firmará todas estas hojas de facturación?
“Doctora, le faltan todas las epicrisis” – continuó la enfermera gritando y casi con desesperación, para rematar diciendo sin esperanzas y respaldada por la experiencia de haber lidiado a más de una docena de generaciones de Residentes:
“No entiendo por qué se va y me deja todos estos papeles sin completar. Estos residentes de ahora dejan todo tirado”.
La doctora cruzaba ya el umbral de la puerta de la Sala de Hospitalizados cuando el final de la frase le golpeó de súbito e inmisericorde en la espalda.
Se detuvo un instante, giró la cabeza abanicando el aire con su cabello rubio y suelto y tuvo el tiempo justo para negar la afirmación apretando el entrecejo, para decirle con la mano que aguardase un poco, mientras con el brillo de la ternura en los ojos y una sonrisa dulce de niña, le decía con convencimiento que había situaciones que no daban espera, que algo muy especial estaba sucediendo allí, que debía llegar pronto, que ella necesitaba conocer las respuestas a muchas preguntas y que era la oportunidad de conocer todo, para que la verdad persistiese por siempre.
Veloz la vieron pasar frente a la entrada de la Sala de Urgencias. No miró a un par de Internos que intentaron detenerla cuando cruzó delante de la Sala de Partos. No respondió el saludo del docente que, con gafas colgadas a manera de gargantilla, arrastraba sus pasos rumbo a la Unidad de Colposcopia, donde a diario le esperan a estas horas.
Como una exhalación dobló a la izquierda y estuvo a punto de chocar con una camilla que venía de cirugía, pasó frente al consultorio de ecografías, dobló a la derecha, se tragó en un suspiro el otro pasillo y se detuvo justo al lado de la estudiante Julieta Fernández, que también llegaba para esos instantes.
“¿Escuchaste?”-, se preguntaron al unísono, gastándose ambas el último sorbo de aire que les quedaba tras el avanzar presuroso, mientras Filomena recuperando el andar, se dirigía a Sala de Puerperio a buscar a su hija y a su nieta.
De la espesura física de una de las paredes de la entrada de la Clínica de Maternidad `“Rafael Calvo”, salió la figura de un hombre de piel muy blanca, cabello canoso muy escaso y peluqueado casi a ras, que dejaba al aire y expuesta al sol una frente amplia cruzada en transversal por numerosas arrugas.
Cejas pobladas, gruesas y excesivamente negras, estaban justo por encima de unos anteojos gruesos y negros elaborados en fino carey.
A través de los gruesos vidrios para corregir una alteración visual de años, se apreciaban con facilidad unos ojos vivos, cargados de una pasividad y una fortaleza curtida en muchos años de cotidianidad. Unas profundas y pronunciadas líneas de expresión en las mejillas, en la barbilla y en el borde de los labios, acentuaban el respeto que inspiraba.
Tenía manos grandes y delgadas que se finalizaban en unos dedos huesudos y largos dignos del mejor de los cirujanos, poseía la apariencia de ser más que un octogenario, muy delgado, inclinado hacia delante por efectos de una ligera cifosis, ataviado con una hermosa boina a cuadros de diferentes tonalidades de grises y con una enorme mariposa viva de alas anaranjadas posada en el botón superior de la camisa azul a rayas.
Caminó con paso firme y seguro, sin tocarlas siquiera se colocó entre la doctora y la estudiante, quienes se asombraron al sentirlo entre ellas de pronto, y sin saber por dónde había llegado.
Sin prisa y dejando salir un chorro de paz, miró a una y luego a la otra, y sin tantos rodeos les preguntó si sabían quién era Jorge Milanés Pernett, el “Viejo Mila”, como lo bautizó con cariño el doctor Boris Calvo del Rio, por allá por los años sesenta o setenta del siglo veinte.
No espero la respuesta. Las tomó del brazo con un gesto noble de paternidad y se las llevó de paseo por un hermoso patio de rosas multicolores que cuidaban unos enormes carneros mitológicos, para contarles en un lenguaje sencillo y coloquial, lleno de sonrisas y enseñanzas, quien era Jorge Milanés Pernett, mientras la Clínica de Maternidad “Rafael Calvo” giraba desenfrenada y se cocinaba lentamente en su actividad febril de siempre.
Comenzó diciendo que el doctor Milanés había nacido el doce de septiembre de mil novecientos catorce en la población de Cereté, Departamento de Córdoba. Se vino de su tierra natal empujado por los hechos de la vida misma.
Nacido en cuna humilde, siempre fue estudioso y ansioso por obtener mucha preparación, ser letrado y con deseos de progreso. Estuvo toda su vida casado con la señora Ana Isabel Pérez, con quien tuvo siete hijos.
Se graduó de medicina y cirugía en la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena en el año de mil novecientos cincuenta al presentar la tesis titulada: “Parto inducido por el Pitocin, inyectado en la Cavidad Amniótica”.
Fue Presidente de su tesis el doctor Juan Barrios Zapata, jefe de la Unidad de Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena, y su trabajo premiado con el galardón de Tesis Laureada.
Llegó a trabajar como médico a esta Clínica en mil novecientos cincuenta, sólo cinco días después de inaugurada con el nombre de Clínica de Maternidad de Cartagena.
Aquí se hizo obstetra, con esfuerzo y con la dedicación a la que estaba acostumbrado, teniendo como herramienta fundamental sus libros y en especial el libro de anatomía, pues ya en esa época pensaba que lo básico era el deseo de estudiar. Por siempre señalaría que “el individuo que se dedica a estudiar, será un profesional bien formado y con ello será por siempre exitoso”.
Estuvo atendiendo maternas y fortaleciendo su experiencia durante los seis años que la Clínica de Maternidad de Cartagena permaneció abierta.
Estuvo presente en marzo de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando sucedió la reapertura ya con el nombre de Clínica de Maternidad “Rafael Calvo”, estando dentro del cuerpo de obstetras que fueron vinculados, y permanecería en ella hasta el último día de su actividad profesional.
Siempre ha opinado que la persona que propuso rebautizar la Clínica con el nombre de “Rafael Calvo”, para homenajear y dejar en la memoria de todos y por siempre al doctor Rafael Calvo Castaño, fue el doctor Juan Barrios Zapata, quien vino a ser el primer director de la Clínica luego de la reapertura y quien se quedaría en ese cargo hasta su renuncia solidaria en agosto de mil novecientos cincuenta y nueve, cuando se presentó la gran huelga que movió para bien las más profundas estructuras de la Universidad de Cartagena.
“La mayoría de las huelgas suelen ser inútiles” – ha dicho siempre con dureza -. “pero esa huelga del cincuenta y nueve, fue benéfica para todos”. También con dureza señala que “los estudiantes querían otra docencia, deseaban poner fin a una forma de educación rígida que ya era considerada arcaica”.
Vivió por muchos años aquí cerca, en el barrio de Alcibia, en la Avenida Pedro de Heredia, diagonal a la iglesia de María Auxiliadora.
Siempre estuvo muy cercano, en todo el sentido de la palabra, a la docencia y la asistencia, sobre todo a la asistencia de las maternas de las clases más desfavorecidas que son las que acuden a la clínica de maternidad “Rafael Calvo”.
Aquí en esta clínica, estaba siempre a toda hora y en todo momento. No tenía escrúpulos para venir a pie si era necesario. Fue un verdadero benefactor de las mujeres embarazadas de Cartagena y de las poblaciones vecinas, que acudieron a esta clínica en búsqueda de atención.
Sigiloso se desplazaba por estos angostos pasillos, atisbando todo, olfateando el ambiente presto a colaborar y a actuar con prontitud y con firmeza. Enfatizando con generosidad inmensa y sin el más mínimo de los egoísmos sus conceptos, sus ideas y sus propuestas terapéuticas obstétricas.
Fue la encarnación de la atención con un impacto social favorable. Colaborador de numerosas mujeres que estuvieron en la situación que atormentaba a Filomena Obeso. Para su época, no se impusieron tarifas fijas. Todas las pacientes colaboraban en virtud de lo que podían. Su aporte era voluntario. Es que a este centro especializado de maternidad por siempre quienes suelen acudir son las mujeres que casi no tienen nada.
Diestro obstetra, con gran habilidad quirúrgica en sus manos, llegó a ser muy experto en el diagnóstico clínico del embarazo ectópico y del embarazo abdominal. Con jactancia decía que en “buenas manos los procedimientos obstétricos eran seguros y con poca oportunidad para producir daños o desastres”.
Enseñaba a los cuatro vientos que “debía tenerse en primera línea a la anatomía, luego a la fisiología y en tercera línea las capacidades del individuo y el espacio de la paciente”. Enseñaba a cuidarse, a ser precavido y prudente en el ejercicio médico.
Siempre recomendaba “no meterse en terrenos desconocidos” y con una inmensurable satisfacción puntualizaba que “ser obstetra no puede ser un capricho, la especialidad exige una alta cuota de dedicación y cariño para poder serlo en la realidad y no en un cartón”. Adelantó investigaciones, diseñó, maduró y desarrolló con detalles una técnica quirúrgica que denominó cesárea extraperitoneal, que dio a conocer en congresos nacionales de Ginecología y Obstetricia en Bogotá y Medellín, y en publicaciones de la Revista de la Sociedad Colombiana de Ginecología y Obstetricia. Fomentaba a diario el ejercicio de la profesión con honestidad y dignidad.
Fue de los primeros en enfatizar a cada instante, inculcándolo en todos los niveles de la academia: en los estudiantes, en los internos, en los estudiantes de especialidad e incluso en los otros docentes, el valor y la importancia suprema de elaborar una adecuada Historia Clínica.
Le daba importancia y responsabilidad al estudiante para que este empezase a sentir y a actuar como médico. Fue un gran estimulador de la armonía, la amistad y el cariño entre el profesorado y el alumnado. Impregnaba el ambiente de calor humano, brindaba confianza y siempre llamó a sus alumnos antecediéndoles la palabra “doctor”.
Era un gran cultivador de la fraternidad. Fue un docente natural, un hombre que sabía enseñar, interesado en los adelantos.
El “Viejo Mila” era un docente exigente, un profesor justo. El quería que todos dieran lo mejor de sí, inculcaba que lo más importante era el paciente y no discriminaba a ningún estudiante.
Además, fomentaba el principio de la igualdad. Lo que hoy día está inscrito en la constitución de Colombia, era enarbolado aquí, por el doctor Milanés en las décadas de los sesenta y setenta. Ese fue el profesor del cual muchos aprendieron, quien fomentaba el cumplimiento del deber; por ello, se merece la admiración y el aprecio de las nuevas generaciones.
Favorecía por encima de todo las discusiones profundas para aclarar y definir el conocimiento. Nunca estuvo de acuerdo con la docencia rígida e inflexible. Gran y permanente propiciador del debate y la controversia. Creador de las afamadas sesiones clínicas y de los eventos de mortalidad y morbilidad, bautizadas por él mismo, como “La Arena”. “La filosofía de La Arena era el ataque y la defensa en búsqueda del conocimiento verdadero”.
Señaló también con firmeza que “cualquier caso clínico puede prestarse para que todos, alumnado y profesorado entren con fuerza a discutir, a aprender”. Jorge Milanés Pernett propició que todos debieran defender su conocimiento del ataque de los demás, dentro de unas discusiones fuertes y tremendas. Resaltaba el valor del ataque sano sobre conocimientos para llevar a la aclaración. Siempre decía lo siguiente:
“Yo quise e impuse las discusiones para que aumentara la capacitación, para que todos nos civilizáramos, pero sin injuriarnos, no toleraba las injurias de un compañero a otro. Con La Arena se corregía el mal manejo, se castigaba la arbitrariedad o la irresponsabilidad, se enseñaba y se aprendía.
Cualquiera podía caer en La Arena, desde estudiantes hasta docentes y todos podían atacar señalando o dando opiniones. Nadie deseaba ir a La Arena, y los que cayeron se cuidaban de regresar a ella. El febril y solidario defensor en una sesión podía ser el verdugo incansable en la otra.
Era frecuente el enfrentamiento entre grupos, pero alineados y sustentados en los mejores conceptos y por lo inherente a lo médico, buscando el aleccionamiento para propender por un mejor desempeño dentro de la vida profesional”.
En sus diálogos la palabra aprender hizo presencia repetidamente. Fue quien impuso el hábito de una nota del 60% para la teoría y un 40% para la práctica.
Con obstinación y dedicación de todo el día, siendo profesor todo el tiempo y no por ratos, fue palmo a palmo tejiendo y formando una larga pléyade de médicos que con buenos conocimientos de obstetricia se regaron exitosos por toda la región Caribe de Colombia.
El doctor Jorge Milanés Pernett es el padre de los obstetras formados en la Universidad de Cartagena, repite muy fuerte y frecuentemente el doctor Donaldo Pérez Pérez, quien también fue jefe del Departamento de Ginecología y Obstetricia.
El “Viejo Mila” fue alma, vida y corazón de la Clínica de Maternidad “Rafael Calvo” y del Departamento de Ginecología y Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena en toda la década de los sesenta y buena parte de los setenta del siglo
anterior. En aras de la verdad y a la exactitud, fue de tiempo completo y dedicación exclusiva, sin que ello fuera adecuadamente remunerado. Todo lo que hacía a diario era en función de la Clínica y del Departamento. Así fue siempre hasta el día que se jubiló de la profesión.
Se ha dicho que el doctor Jorge Milanés Pernett fue un adelantado a su época, un gran visionario, un profesor y directivo innovador en asuntos de Educación Médica, por los años en que estas palabras no eran del lenguaje técnico. Sin haber salido a obtener formación profesional médica en otras latitudes desarrolladas, y diciendo sin temores que “yo nunca he salido ni a Turbaco”, tuvo el acierto de interesarse y preocuparse porque algunos de sus alumnos, y a la postre los futuros profesores del Departamento de Ginecología y Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena, fuesen al exterior a ver, aprender y traer otras corrientes del conocimiento.
Siempre estuvo interesado en dejar tras de sí a personas con una mayor preparación y formación para que lo superasen, que dieran otras luces, que vinieran con conocimientos frescos a ayudar. “Yo quería engrandecer nuestra Universidad, el deseo mío fue ese. Al engrandecerse un profesor, es la Universidad la que de veras se beneficia.
El beneficio es todo para la Universidad y la comunidad”. Siempre se emociona y dice con desparpajo, soltando al final una pequeña carcajada llena de sátira: “yo siempre fui partidario de enviarlos afuera a todos, yo les decía vayan, vayan, así sea a pasear, para que vean otras cosas, para que vean cómo barren allá, hombre, sí, para que vean cómo se barre, para que vean después de todo si estamos bien o estamos mal”. Y dejó dicho en muchos sitios que “a todos los muchachos hay que darles una beca para que salgan, vean y traigan cosas para que nos ayuden a ser mejores”.
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Y los jóvenes docentes que fueron al exterior, trajeron un beneficio grande: nuevo conocimiento. El doctor Milanés fue artífice de las pasantías en el exterior, por el Centro Latinoamericano de Perinatología (CLAP) de los profesores Antonio Soto Yances y Jaime Barrios Amaya, quienes realizaron importantes aportes en el componente investigativo y docente, favoreciendo así el desarrollo y posicionamiento del Departamento de Ginecología y Obstetricia, en el ámbito nacional e internacional en la década de los años setenta y ochenta del siglo veinte.
Esto llevó a que la Clínica de Maternidad “Rafael Calvo” y el Departamento de Ginecología y Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena, se convirtiesen en importantes referentes de la docencia y de la especialidad en Colombia.
El doctor Milanés estuvo dispuesto constantemente y sin limitación alguna a socorrer las necesidades asistenciales de todo el alumnado, a enseñar y a aprender de ellos y con ellos. Se conoce la anécdota del estudiante de especialidad que en una ocasión, ya tarde en la noche, le llamó para que lo ayudase en la atención de una paciente. El estudiante, con toda la franqueza del mundo, le contó que ya había dado todo lo que podía en esa paciente.
El profesor vino presuroso en su apoyo, y valoró por siempre la capacidad del estudiante para medir hasta dónde debía llegar, reconociendo el haber hecho todos los esfuerzos necesarios y tener la medida exacta para solicitar el concurso de otro colega. El profesor enfatizó siempre que “a mí esto no se me ha olvidado nunca, es una experiencia que siempre he repetido a mis alumnos”.
Mientras avanzan, la figura sigue hablando sin parar. Les dice con delicadeza a las alumnas que lleva tomadas del brazo, que quieran a sus profesores como sus amigos, como sus mejores amigos, después de sus padres, porque ellos les van a dar los instrumentos para que defiendan su haber y su hogar.
Les dice que ojalá lo cumplan, que nunca vean al profesor como un enemigo. Y siguió diciendo que “estudien ahora, porque cuando estén ejerciendo la profesión, el que tiene mucha clientela no tiene tiempo para estudiar y el que no tiene clientela para qué va estudiar”.
Además, les dice que “pregunten y llamen ahora porque, aquí siempre hay alguien para ayudar o responder. Cuando estén ejerciendo, tal vez no tendrán a quién preguntar, y es más, ustedes serán los que le deben dar respuestas a la sociedad”.
Continuó diciendo que el doctor Jorge Milanés impulsó en sus largos años de vida académica el compañerismo, tratando en vano de desterrar el odio, el odio voraz que venía de antaño y que hacía que unos mordieran con alevosía a los otros. Dijo que “hay que estar bien, no debemos amargarnos, todos cabemos en este mundo”.
Mientras estuvo en la tierra fomentó el hábito de servirse como amigos. Anduvo contento y feliz, con la certeza de que sus alumnos habían sabido corresponder a la exigencia de la comunidad. Eso lo llenó por siempre de satisfacción, sin interesarle la ostentación ni el exceso de cosas materiales.
Estuvo seguro de que el pueblo le había reconocido el servicio que prestó con entereza por años a las maternas más necesitadas. Dijo que siempre fue dichoso, y que aunque habían pasado tantos años, que el mundo había cambiado, que las costumbres eran otras, pero para nada la gente lo había olvidado. Y de veras que las gentes del pueblo saben que los atendió con dedicación y cariño.
En julio de mil novecientos sesenta y cuatro, la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina y el Consejo General de Especialidades Médicas lo certificaron y lo calificaron como especialista en Ginecología y Obstetricia, atendiendo el nuevo ordenamiento establecido y las exigencias de ley.
Como testimonio de eterna gratitud por parte de varios de sus alumnos, fue exaltado como Maestro Insigne por su benéfica labor en el Departamento de Obstetricia y Ginecología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena, el doce de Septiembre de mil novecientos setenta y tres, justo el día de su cumpleaños. Fue designado Miembro Honorario de la Federación Colombiana de Sociedades de Obstetricia y Ginecología en noviembre de mil novecientos noventa y siete.
Enaltecido por su consagración en el ejercicio ético de la Medicina, su espíritu de servicio a la Patria, a la Sociedad y a la Salud del pueblo colombiano por la Federación Médica Colombiana y el Colegio Médico de Bolívar en diciembre del mismo año.
Además, fue condecorado por la Asociación Médica Sindical de Bolívar (ASMEDAS) en el día Panamericano del Médico, en reconocimiento a sus méritos como obstetra de la Clínica de Maternidad “Rafael Calvo”, jefe del Departamento de Obstetricia y Ginecología y por la creación y formación de la nueva escuela de Obstetricia de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena, el tres de diciembre de mil novecientos noventa y uno.
Recibió el Botón de Oro de la Federación Médica Colombiana y del Colegio Médico de Bolívar el día veintiséis de abril del año dos mil dos, por su insigne labor como médico.
Se detuvieron de súbito, ambas estudiantes sintieron una mano suave sobre sus hombros y la voz apacible de su acompañante en el paseo, que les dijo que el doctor Jorge Milanés Pernett fue un hombre cabal, íntegro, honesto, ético, y por todo ello, envidiado. Poco sociable y de pocos amigos, no fallecerá nunca.
Sólo se fue materialmente de la tierra el cinco de octubre del año dos mil cinco. Todo lo demás de él está aquí, soy yo, soy su legado, que continúo dentro de una escuela de obstetricia y ginecología que se expande a diario y se va fortaleciendo con los actos y acciones de un exigente cuerpo docente y unos interesados estudiantes. Toda la estancia sigue impregnada de su esencia y su pensamiento.
El paseo había finalizado. La estudiante y la doctora estaban sumamente maravilladas y sus rostros resplandecientes. Habían entendido el origen y la razón de la luz que les acompaña a diario.
“¿Y quién es esa mujer?”- , preguntó la estudiante, señalando a Filomena, que ya venía por el pasillo en compañía de su hija y la nieta recién nacida.
“Es Filomena Obeso, el doctor Jorge Milanés le recibió un parto en una tormentosa madrugada de mayo en los años setenta. Ella era muy joven entonces. Iban dos días seguidos de lluvias persistentes y caía un torrencial aguacero.
Esa noche oscura y sin luna, apenas iluminada por los fugaces lamparazos de los relámpagos, en medio de grandes dificultades por las complicaciones que se presentaban dentro del trabajo de parto, pero correctamente enfrentadas con el recurso de unas adecuadas maniobras obstétricas, nació sin traumas y en medio de un llanto tan intenso y fuerte que era capaz de apagar el ruido de los truenos, su primera hija, Candelaria María.
Es la materna que le acompaña, quien ya la ha convertido en abuela. Y no se extrañen porque lo recuerden o lo llamen muchas mujeres del pueblo atendidas por él en esta Clínica hace tantos años, pues mantienen vivo en sus memorias su nombre y su figura, y aún lo llaman”.
Filomena marchaba delante de Candelaria María, que llevaba en brazos a la pequeña Yulieth. Entregó al vigilante un par de papeles que pronto y sin mirar le fueron regresados. Justo cuando franqueaba la reja metálica que sirve de puerta y que permite llegar a la calle, Filomena se detuvo, giró la cabeza y sus ojos vagaron sin rumbo por la sala de recepción.
De pronto, él se fue del lado de las dos jóvenes médicas y casi corrió hasta donde estaba Filomena detenida. Pareció tomarle las manos, tal vez mirarla con fijeza y luego darle un abrazo. Cuando ella se alejaba del todo y estaba ya en la acera de la calle, él se retiró la boina y la agitó por los aires para decirle adiós.
Ella le respondió agitando los papeles que llevaba en la mano derecha, por lo que Candelaria María le preguntó a quien le decía adiós.
“A él” – fue lo único que contestó, e ingresaron a un taxi que estaba en la puerta de la Clínica.
El reloj de pulsera de la doctora marcó con un tenue pero agudo silbido que ya eran las tres y treinta de la tarde.
Vinieron al presente los compromisos que aguardaban y se fue volando, lanzando al aire su cabellera rubia, entrando presurosa a la Sala de Cooperativas y dejando que le entraran por un oído y salieran por el otro, los reclamos de la jefe Alcira Cardona, quien le decía: “Bueno, doctora, y usted dónde andaba”.
Al tiempo la estudiante se encaminó sin prisas al otro extremo de la Clínica, donde le esperaban dos compañeros para ir a preparar el seminario del día siguiente.
De nuevo colocó en su sitio la boina de tonos grises y la ajustó con delicadeza. Retrocedió algunos pasos y su figura se fue disolviendo en humo mientras se fundía con el espesor del muro. Filomena observó todo con fascinación a través del vidrio de la portezuela trasera del taxi. Sonrió y se llenó de una emoción infinita, a lo cual Candelaria María le preguntó con curiosidad que a quién le sonreía, pero ella no contestó. La enorme mariposa se había separado del botón superior de la camisa y agitando sus alas revoloteó con alegría.
Realizó varias vueltas y se poso con firmeza en lo más alto de la pared frontal del recibidor, justo a la entrada de la Clínica, hasta parecer estar artísticamente dibujada con los más mínimos detalles y en alto relieve.
Cuando usted entre a la Clínica de Maternidad “Rafael Calvo”, si posee sensibilidad para comprender la grandeza de un hombre y lo valioso de sus acciones y enseñanzas, podrá observar y contemplar la mariposa de las alas anaranjadas que le da la bienvenida.
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