Historia de las Hormonas

Historia de las Hormonas

El autor es un internista-endocrinólogo, miembro de número de la Academia Nacional de Medicina de Colombia y del Colegio Americano de Médicos. Es miembro honorario de la Asociación Colombiana de Endocrinología y miembro de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina.

Otros libros publicados son Fisiología Endocrina (tres ediciones), Historia de los Medicamentos, Diabetes en Colombia, Pruebas funcionales tiroideas, Fisiopatología Paratiroidea y La tiroidología en Colombia, de la cual fue Editor.

Glándulas y Humores en La Antigüedad

Los cuatro humores de Hipócrates

La humanidad ha conocido por seis mil años datos clínicos sobre una deficiencia hormonal común, la asociada a la castración; existe noticia de que un campesino del neolítico notó que era más fácil domesticar a un animal castrado que a uno entero.

En este orden de ideas, como la endocrinología es la ciencia de los efectos humorales, podríamos decir que ya la habían teóricamente imaginado los pensadores clásicos de la antigüedad –Aristóteles, Hipócrates, Celso y Galeno- que se basaron en el concepto de los cuatro humores para explicar la salud y la enfermedad, o en el oriente la teoría del yin y el yang, combinada –claro está- con la astrología, el clima, el estado de ánimo o el tipo de dieta alimenticia.

(Lea También: Las Patologías Endocrinas en la edad antigua)

Así que los efectos de la castración cuadraban perfectamente con una teoría de los humores.

De hecho existía un concepto filosófico –el consensus partium– que hablaba de que los órganos debían tener una cooperación armoniosa entre sí. La teoría de los cuatro humores –que se encontraban equilibrados en la salud y desequilibrados en la enfermedad- se originó con Hipócrates de Cos, el médico griego que se considera el Padre de la Medicina.

Este planteamiento se basó en la idea de los griegos de que el universo esta formado por cuatro elementos básicos (agua, aire, fuego y tierra) cada uno con una cualidad especifica (humedad, sequedad, calor, frío), y que entre los elementos opuestos debe haber un equilibrio para que se logre la armonía del cosmos y la salud humana en su microcosmos. Los humores vienen a ser los líquidos orgánicos, compuestos en proporción variable por sangre (caliente y húmeda), flema o pituita (fría y húmeda), bilis amarilla (caliente y seca) y bilis negra (fría y seca).

La eliminación de los humores por el organismo puede observarse durante la enfermedad (sangre, flema o moco de la nariz, vómitos, materias fecales, orina, sudor), que desaparece después de la crisis, en la que hay expulsión de uno de los humores. Según la proporción de cada uno de los cuatro humores en cada persona, se les clasificaba en flemáticos, melancólicos, coléricos o sanguíneos.

Aunque la única glándula endocrina que ellos pudieran haber incluido en esta teoria era la pituitaria (la pituita producida allí pasaba a la nariz a través de la criba etmoidal), las demás en realidad hubieran tenido relación con el humor que llamaban sangre, a la que se vierten las hormonas para hacer su efecto a distancia.

Las primeras glándulas

GalileoLas glándulas conocidas desde tiempos remotos –aunque de manera muy imperfecta por supuesto- fueron la hipófisis, la pineal, el páncreas y las gonadas; en cuanto a las enfermedades, ya se hablaba de la diabetes, del raquitismo, del bocio, del eunucoidismo, de las mujeres que parecían mancebos (pseudo-hermafroditismos femeninos), de la pubertad precoz y de los gigantes, si recordamos por ejemplo a Goliat.

La hipófisis (o excrescencia inferior) por ejemplo la conocían los anatomistas griegos con el nombre de pituitaria o productora de moco – en inglés también se utiliza ese nombre- cuya pituita o secreción mucosa descendía del cerebro a la región naso-faríngea a través de la criba etmoidal; Galeno agregó que un trastorno de esa glándula era… la causa de los catarros.

A la epífisis (o excrescencia superior del cerebro) Galeno la llamó conarium –por su forma de conífera- y Plinio y Celso le dieron el apelativo de núcleo pineal, también por aquello de los pinos. El médico de los emperadores -nacido en Grecia- dogmatizó que sobre una eventual función como el órgano del pensamiento y de la emoción. El pan kreas (todo carne) era según los griegos, un soporte de los órganos vecinos.

En cuanto al testículo, este se consideraba el testigo de la virilidad, por su cercanía al órgano de la cópula y por el afeminamiento morfológico de los castrados antes de la pubertad; el ovario era simplemente el testículo de las mujeres. Sobre la menstruación, la preñez y el amamantamiento escribieron egipcios, griegos y romanos muchos y extensos manuscritos con variables y curiosas opiniones como ya lo podremos imaginar.

La obstetricia –ayudar por delante- era labor de parteras en las antiguas civilizaciones, así como las cesáreas de las época de la famosa familia Julia en Roma. El conocimiento del útero como estructura anatómica se remonta a Herófilo en el siglo IV a.C., quien describió sus diferentes posiciones.

Hay descripciones del útero como órgano diferente a la vagina en papiros egipcios y escrituras se la India que datan del año 2500 a.C. Vesalio -en el siglo XVI- fue el primero en revelar en forma adecuada la presencia de la cavidad endometrial.

Los antiguos habían usado la organoterapia, mas no con la idea de que hubiera sustancias activas en las vísceras sino en la creencia de que un órgano enfermo podía ser curado por la ingestión del mismo órgano, pero sano (Similia, similibus…).

Así los egipcios prescribían molido de pene de asno para curar la impotencia y los romanos –tal vez mejor encaminados- testículos del mismo animal para curar la afección. Como los egipcios empleaban hiel y otros componentes del mismo animal para tratar las más disímiles afecciones, el historiador Guthrie afirma que por lo visto “el farmacéutico de aquellos tiempos era también un hábil cazador”.

Y fue en esa época cuando se escribió el Papiro de Kahum, que parece ocuparse de los trastornos vaginales y uterinos, como si fuera un texto de ginecología. Pero hasta el siglo XVII, llamaban al ovario “el testículo femenino”, aunque le asignaban una función reproductiva correcta pues debían “regar el útero a la manera de un jardín, para que el suelo sea fértil y el semen masculino pueda germinar”.

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