La Deformación del Lenguaje en América Latina
Darío Ariza Avila
Universidad Distrital de Bogotá
Continuamente surgen neologismos cuando
más del cincuenta por ciento de las palabras
castellanas yacen en el panteón del olvido;
a otras se tilda de anticuadas y muchas,
por rancias, desaparecen del Diccionario
con más méritos para la permanencia que
aquellas que las sustituyen. K. HITO
Indudablemente, volver los ojos hacia el pasado nos lleva a comprender mejor el presente. Nuestra Colonia está matizada de sucesos, episodios y pormenores de la vida diaria, que vistos con nuestra mentalidad actual podrían calificarse de intrascendentes, pero que observados con la debida imparcialidad, tratando de penetrar en sus verdaderas raíces, adquieren una honda significación por el papel que jugaron en la idiosincrasia, el carácter y el sentir de nuestros antepasados, durante trescientos años de estructuración de la identidad latinoamericana.
Actualmente América Latina padece de un desgarro en sus formas de expresión oral y escrita. Del discurso abundante, flojo, artificial y fatigoso que introdujo el rábula, unido al verbo violento del conquistador, surgió la mezcla de los dialectos autóctonos de cada región.
De igual manera, las razas africanas trajeron también sus propios modos de expresión y esta mixtura enriqueció aún más el despelote. En esta forma, el idioma español regado con desenfado y gracia llegó hasta las élites y allí adquirió su mejor y más acabada “originalidad”; mientras abajo, en las selvas, costas y llanos, su desarrollo fué ágil y frondoso.
El vocabulario de cada persona se redujo a no más de cuatrocientas palabras, ligado esto a los resabios de las tradiciones propias del lugar, ya que cada cual quiso inventar nuevas palabras para expresarse.
También nuestra evolución, entre períodos de guerra y depresión nacional, estuvo marcada por la penetración de las culturas europeas y norteamericanas. Llegaron la radio y la televisión, las cuales iniciaron también su bloqueo mental; ya que estos elementos introdujeron formas nuevas y aparentemente más ricas de expresión, pero muy falsas y pedantes.
Como consecuencia de ésto, ahora está muriendo la parte noble del español antiguo y se ha extendido una uniforme vaciedad en las palabras, donde los sentimientos se deforman y originan una especie de amasijo de frases sin asidero de razón, ni de afecto alguno.
En los seres más humildes se escuchan palabras como “involucrar”, “reactivar”, “hoy por hoy”, “pifiar”, “bajo control”, “inmiscuir”; dichas automáticamente, haciendo un discurso afectado, devaluando su efecto comunicador y dando a quien lo expresa una imagen de fría impersonalidad.
Al final, estos seres no pueden pensar sino en función de lo que escuchan de aquellas personas a quienes imitan: cómicos, artistas, faranduleros, deportistas, políticos; es decir, los que más aparecen por televisión.
Sin duda, los principales conductores de este desastre son los partidos políticos, “vagos” y “demagogos”, en los cuales se resume la pobre formación humanística y cultural del pueblo.
Desconocen nuestros gobiernos las reglas más elementales de la dicción y la gramática, y cuando son delatados por sus torpezas optan por regodearse en sus errores, dando a entender que sus expresiones son populares y que ellos están con los sectores más desprotegidos.
Hacen de este modo un doble mal: generalizan la irresponsabilidad de lo noble que puede haber en la palabra y a la vez; asientan en el pueblo una especie de perturbación moral y mental, no sabiendo cada quien a qué atenerse de todo cuanto escucha, de cuanto lee, y de cuanto se jura y ofrece.
Es importante tener en cuenta que los extenuantes debates, las reuniones inacabables, las asambleas pobladas de incoherencias, rivalidades pueriles y estúpidas en las cuales viven nuestros países, son una típica expresión de los residuos de la esclavitud colonial que aún pesa sobre nosotros.
Es evidente que nada delata tanto a una persona o a un pueblo como su forma de expresarse. El efecto más pernicioso es el que proviene de la televisión, que afecta a los jóvenes y promueve una especie de uniformidad vulgar.
La gente deja de pensar para repetir el leitmotiv de los cómicos ordinarios y políticos del país. Sin darse cuenta, los muchachos bloquean sus propias expresiones y sufren una especie de total entorpecimiento.
Concebido el lenguaje como la extensión racinal más importante de la actividad síquica y física del hombre, una deformación de esta extensión se convierte en un serio complejo, además de un vicio o una especie de impotencia orgánica, dado que toda persona nace con su propio lenguaje y el lenguaje refleja, a su vez, una forma única de pensamiento y de sentimiento.
Muchas veces hemos visto que una persona comienza un discurso con la sencillez de sus propias expresiones, pero repentinamente cae en el lugar común de frases que llevan a perder el valor de sus palabras y hacen de la ira o el amor algo ordinario y falso.
También es cierto que la esclavitud, el dominio de España sobre América, unido al lenguaje procaz y a la actitud de sus aventureros ignorantes y perturbados, dejaron raíces de honda deformación en la expresión nuestra. Muchas vertientes han dado lugar para esta contrariedad ya sea verbal o escrita.
Si alguien se detiene a analizar las formas de expresión de nuestros nativos encontrará inseguridad, irresponsabilidad y torpeza; los tres elementos que generan el caos, el desgobierno, la confusión administrativa, la indisciplina, el irrespeto por las leyes y la total incredulidad en los proyectos y proposiciones de los gobernantes.
La historia política de América Latina se reduce a que nunca nadie ha cumplido los acuerdos una vez que ha tenido el poder en sus manos; a que las palabras sean un juego de argucias y mentiras y las leyes una manera de ocultar las malas acciones.
Tampoco resulta difícil descubrir la pobreza en el vocabulario de nuestros niños y lo afectadas que son sus maneras de hablar; a causa de asimilar las formas defectuosas de los adultos y, sobre todo, por la permanente exposición a ambientes y situaciones que no son propios de su edad, incluidos los de la escuela.
Aunque también es probable que la escuela tenga poco que ver con la virtud y la poesía del lenguaje; porque éstas son la vida misma, la intimidad del pensamiento y de los sentimientos.
La hermosura del lenguaje y la belleza y profundidad de sus expresiones, radica en su claridad y franqueza. No necesita el lenguaje -ni falta le hace- ser perfecto, pero sí nobleza en quien lo ha de expresar.
Pensamos con “palabras”, la mayoría de las veces inexpresables y que quisiéramos comunicar. Uno mismo se alarma al ver que el ruido y el escándalo se han ido convirtiendo en una de las formas de comunicación entre nosotros.
Se “habla” con placer en medio de tumultos y altavoces a todo volumen, lo cual demuestra que no se escucha, y a nadie le interesa oír lo que el otro dice; el gusto pareciera estar en echar montones de gritos sin sentido, como si se estuviera siempre en un monólogo entrecortado de absurdos y locuras; para ahogar algo que nos tortura o algún pensamiento que no podemos tolerar. Muchas veces hablamos saltando temas o dejando las conversaciones a medias.
Por esta vía llegamos necesariamente a una forma de envilecimiento de los gestos y de los sentimientos. Así las palabras no tienen peso moral, son sencillamente objetos sin pies ni cabeza.
Nada tiene sustentación y entendemos de un modo enrevesado los compromisos; vivimos en una especie de embriaguez o estupidez colectiva, y se da poca importancia a lo dicho o a lo escuchado.
Finalmente hemos llegado, de modo inconsciente y mecánico, a una conducta en la cual no nos atañe ninguna responsabilidad con lo malo que hacemos. Consideramos que las maldades las hacen los demás, y nunca somos capaces de rectificar nuestros errores.
Son expresiones delatoras de nuestra triste condición cuando decimos: “me dejó el avión”, cuando deberíamos decir “perdí el avión”, “me rajaron”, cuando deberíamos decir “no aprobé la materia”; “¿qué está gastando?”, en lugar de decir “¿qué está ofreciendo o brindando?”; “¿cuánto te quitaron o sacaron por eso?”, cuando se ha comprado algo; “me tumbaron”, al referirse a un robo o engaño; etcétera.
Indiscutiblemente, esta forma de hablar es propia de esclavos, de personas que nunca han sido capaces de ver sus propios errores y de procurar enmendarlos; de personas que difícilmente pueden evolucionar y adquirir compromisos serios con ellos mismos ni con nada ni nadie; que vivirán en una perdición moral y bajo la influencia de extrañas novelerías.
Finalmente; como la intención de este modesto artículo es descubrir la belleza y profundidad de esas expresiones inocentes, francas, llenas de hidalguía y nobleza de nuestro idioma; considero una necesidad perentoria concluir con un hermoso párrafo de don Rufino José Cuervo:
“Nada, en nuestro sentir simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua: en ésta se encarna cuanto hay de más dulce y caro para el individuo y la familia, desde la oración aprendida del labio materno y los cuentos referidos al amor de la lumbre hasta la desolación que traen la muerte de los padres y el apagamiento del hogar; un cantarcillo popular evoca la imagen de alegres fiestas, y un himno guerrero, la de gloriosas victorias; en una tierra extraña, aunque halláramos campos iguales a aquellos en que jugábamos de niños, y viéramos allí casas como aquellas donde se columpió nuestra cuna, nos dice el corazón que, si no oyéramos los acentos de la lengua nativa, deshecha toda ilusión, siempre nos reputaríamos extranjeros y suspiraríamos por las auras de la patria”.
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