Condiciones de Vida y Salubridad en Bogotá en el Siglo XIX

Adolfo de Francisco Zea**

* Fragmento del libro “EL DOCTOR JUAN DE DIOS CARRASQUILLA” (en prensa)
**Actual. Enferm. 2003; 6(3): 39-42

Al finalizar el primer tercio del siglo XIX, Santafé de Bogotá era una población relativamente apacible y hasta cierto punto monótona, sobre la cual nos han dejado páginas admirables muchos de los cronistas e historiadores de los últimos dos siglos. La vida habitualmente tranquila de la ciudad, sólo se perturbaba esporádicamente con ocasión de sucesos inesperados o imprevistos, o en razón de nuevas situaciones políticas como las guerras civiles, situaciones anómalas que alteraban súbitamente el patrón de vida generalmente sosegado y tranquilo de sus habitantes.

Las costumbres de las gentes y su manera de vestir eran más que modestas: “Trajes de zaraza en las señoras y en las señoritas, nos cuenta en un ameno escrito don Salvador Camacho Roldán, de muselina de lana para los bailes; zarcillos grandes de oro, zapatos de cordobán y un pañuelo de algodón en el pecho o uno de seda que podía pasar de generación en generación, quizás hasta la tercera. El traje invariable de las señoras para salir a la calle era una enagua de alepín, tela negra de lana; mantilla de paño; sombrero de huevo frito de armazón de cartón forrado en felpa negra de algodón o de seda, y zapatos de paño o de cordobán. Los trajes de los hombres no eran los más fastuosos: sombrero jipijapa de Bucaramanga o Zapatoca; capote de calamaco de colores subidos, a veces forrado en bayeta; gran chaqueta amplia de cerinza, chaleco muy largo, pantalón de cerinza o de paño ordinario, botines o zapatos de cuero de venado o de soche.”

Las comidas habituales, según el relato de don Salvador Camacho “no eran a propósito para despertar apetitos golosos”, pero es conveniente describirlas brevemente para imaginarse el estado nutricional de los habitantes de la ciudad en esos días. Para la mayor parte de las gentes, las comidas consistían en “una sopa de arroz muy clara al almuerzo conocida por los estudiantes con el nombre de macho rucio, o un ajiaco de plátano guineo verde, algo de carne y papas fritas, huevo frito y empanadas el domingo… A la hora de las onces, una gran taza de leche y un gran bizcochuelo de sagú que costaban dos y medio centavos. Puchero, arroz seco adornado con grandes ristras de ajos, caldo de la olla, panela raspada y pare de contar, llenaban el menú de la comida de las diez y nueve vigésimas partes de los hogares”.

“Eran interminables en cambio, continúa Camacho Roldán, los platos que se servían en las comidas de ceremonia o en los ambigús… Salían a relucir la cazuela de chupe, las bandejas de cangrejos rellenos, los solomillos de puerco anegados en manteca, cebollas y tomates; las gallinas, patos, conejos y pavos mechados o en otras preparaciones… Se acostumbraba una pequeña copa de Jeréz ordinario, denominado vino seco para los hombres y vino dulce para las señoras.

El uso más generalizado del vino era en fricciones sobre las sienes y detrás de las orejas para las personas débiles o anémicas, pues se reputaba demasiado fuerte para el estómago de una persona sana… Horchata, naranjada, agua de mora y aloja, eran las bebidas refrescantes repartidas en los bailes.

La aloja, bebida fermentada de maíz tostado y panela, con clavo y nuez moscada, preparada por las monjas, era reputada bebida de gran tono…”

Por aquellos días la ciudad carecía de toda clase de servicios públicos. El abastecimiento de agua, por ejemplo, procedía de seis pilas públicas y 24 chorros. El agua se tomaba directamente de las corrientes de los ríos San Francisco y Arzobispo y de la cañada del Manzanares, afluente este último del río San Agustín, de donde partían las deficientes cañerías de guadua o arcilla, y una que otra de plomo, que llevaban el agua a las distintas pilas con que contaba la ciudad; allí la tomaban las aguateras o aguadoras que la llevaban diariamente a las casas en cántaros y múcuras de barro de veinticinco litros de capacidad por el ínfimo sueldo de doce pesos anuales, lo que permitía a los habitantes de la ciudad disponer de la cantidad mínima de cincuenta litros diarios requeridos para el servicio doméstico. Sólo hasta 1886 se establecieron los primeros tramos de tuberías de hierro, que indudablemente significaron un poderoso avance sobre las cañerías primitivas.

Calle Real de Bogotá

Calle Real de Bogotá

Algunas de las gentes acomodadas de la ciudad, en especial las que residían en la parroquia de La Catedral disfrutaban de las prerrogativas de las “mercedes del agua”. A estos privilegiados habitantes de Santafé el agua les llegaba directamente a sus casas por pajas de agua particulares.

No fueron, sin embargo, más de doscientas las residencias citadinas que gozaron de tan especiales concesiones a mediados del siglo XIX.

Los acueductos en gran parte descubiertos dejaban mezclar con el agua que se consideraba potable todo lo sucio de los solares y calles que atravesaban, de suerte que el agua que se bebía era de malsanas condiciones higiénicas. Solamente después del descubrimiento del “chorro de Padilla” en 1862, la ciudad pudo disponer de un agua medianamente aceptable para su consumo.

Antigua Estación dela Sabana, 1888

Antigua Estación dela Sabana, 1888

El lavado de ropas se hacía una vez a la semana en las afueras de la ciudad por lavanderas contratadas con ese propósito exclusivo, que cobraban una pequeña suma por pieza lavada; y el agua destinada al aseo personal de las gentes era generalmente limitada y escasa.

No había en la ciudad vehículos de acarreo ni sistemas adecuados para transportar los materiales de construcción, los muebles y los víveres.

Chorro de Quevedo

Chorro de Quevedo. Calle 13 con carrera 2a.
Copyrigth 2003 Alcaldía Mayor de Bogotá – Secretaría General
Historia de Bogotá

Se empleaban con ese fin los mozos de cordel, que por estar estacionados en gran número en los altozanos de las iglesias, eran conocidos con el nombre de altozaneros. Los altozaneros y las aguadoras, personajes inolvidables del siglo XIX, hoy desaparecidos, dieron origen a multitud de crónicas amables que siempre recordamos con afecto. En el siglo XIX, al decir de Camacho Roldán, los altozaneros y las aguadoras “formaban un gremio tempestuoso, que en las chicherías, al rededor de las fuentes públicas y en la plaza de mercado, levantaban grescas terribles en las que al lado de las pedradas volaban los tiestos de múcuras rotas y vocerías tales que más valiera no tener orejas; así como el paso de los caños hacía desear a los bogotanos no tener narices”.

Las aguas negras corrían por caños o acequias en la mitad de las calles, tal como ocurría en las ciudades españolas de los tiempos de Felipe II; esto dificultaba la circulación de los escasos carruajes con que contaba la ciudad y favorecía el olor pestilente del ambiente que han señalado algunos escritores. Por otra parte, la mezcla de las aguas sucias con las potables, favorecía la aparición de innumerables brotes de gastroenteritis y epidemias de enfermedades “hídricas” como la fiebre tifoidea.

Era tan notorio el desaseo de las calles de Bogotá, que cuando en 1850 se pensó que el cólera había llegado a la ciudad, en pocos días, y por orden de las autoridades, se extrajeron innumerables carretadas de basura de las calles, -más de ciento cincuenta mil según algunos-, que sirvieron de abono a los potreros de la Estanzuela y Puente Aran da. Como la ciudad carecía de alcantarillado subterráneo, ya que el primero de ellos sólo vino a construirse en 1872 a lo largo de la calle 10 entre la Plaza de Bolívar y la de Mercado, las basuras y los productos de desecho, al igual que en las ciudades de la Edad Media, se arrojaban a las calles desde los balcones y ventanas esperando que el agua de las acequias las llevaran bien lejos de los lugares en donde se habían producido.

A todo esto se sumaban las difíciles condiciones de sanidad en que se realizaba el expendio de víveres en el tradicional mercado de los viernes en el costado oriental de la Plaza Mayor, pese a que en varias oportunidades las autoridades hubieran prohibido su realización en la Plaza de Bolívar trasladándolo a las de San Francisco y San Agustín. Las sabias disposiciones del gobierno de la ciudad nunca fueron cumplidas. Este grave problema de la higiene pública sólo vino a resolverse parcialmente en 1856, cuando don Juan Manuel Arrubla fue autorizado por la Municipalidad para construir una plaza de mercado cubierta y usufructuarla por cincuenta años.

En la década de 1840 a 1850, la mendicidad había llegado a hacerse insoportable en la ciudad y agravaba desde luego el pésimo estado de sus condiciones sanitarias a la vez que hacía más ostensible el inmenso problema social de los menesterosos.

Como lo ha señalado gráficamente Camacho Roldán: “De día, golpeando en las puertas y llamando en las tiendas de comercio; de noche pidiendo en las calles, y principalmente los sábados, día señalado por algunos hombres compasivos para repartir sus limosnas, era un espec táculo triste el de las bandadas de pobres, cojos, mancos, cie gos y tullidos que imploraban la caridad pública, procurando excitarla con los olores más espantosos de úlceras y suciedad cultivadas en ocasiones exprofeso”.

Calle del Tranvía en Bogotá

Calle del Tranvía en Bogotá. Copyright © 2003 Alcaldía Mayor de
Bogotá – Secretaría General Historia de Bogotá

Los prisioneros de las cárceles santafereñas, encadenados, provistos de grillos y vestidos de colores llamativos para localizarlos con facilidad si intentaban escapar, eran los encargados de barrer y limpiar las calles citadinas en medio de la mofa y el escarnio de los santafereños; y las autoridades republicanas, preocupadas por la necesidad de alimentarlos, produjeron medidas tan pintorescas como ordenar que se capturasen los cerdos, gallinas y pollos que anduvieran errando sin dueño por las calles para remitirlos a las cárceles con el objeto de que sirvieran de alimento a los presos.

La educación sanitaria era en extremo pobre. Alfredo Iriarte, en su “Historia de Bogotá”, transcribe textualmente la descripción que hizo el norteamericano William Duanne sobre el desaseo de las calles y de sus habitantes: “Desde el balcón de la casa de la plazuela de San Francisco, escribe Duanne, veíamos a veces a unas pobres indias de mantones y faldas azules, que cuando se sentían impelidas al cumplimiento de alguna necesidad natural no mostraban ninguna vacilación en agacharse sobre la yerba du rante breves momentos, sin atisbar en torno suyo ni preocuparse de que alguien las observara, y, mirando hacia atrás, seguir de largo muy tranquilamente…, tan inocentes de haber cometido una falta indecorosa como puede sentirse un bebé en el regazo de la madre”.

Estas condiciones sanitarias de la ciudad de Bogotá, a comienzo y mediados del siglo XIX, explican, a mi modo de ver, las razones por las cuales los médicos santafereños de esas épocas y de las décadas siguientes, se formaran ante todo como salubristas empíricos y el porqué la higiene fuera quizás la primera de nuestras especialidades médicas en los casi doscientos años de vida republicana.

El alumbrado público de comienzos del siglo XIX, como lo ha señalado Iriarte, “corría a cargo de la luna” y sólo servía para hacer visibles las tinieblas; veinte años después hicieron años después hicieron aparición los faroles con velas desebo que colgaban de cuerdas en medio de la calle; el farolero que los atendía era conocido con el sobrenombre de “el Pecado Mortal”, en alusión a un personaje curioso de la capital, que cubierto con bayetón, montera, sombrero disforme, y provisto de un farol de vidrios encarnados, recorría las calles haciendo sonar una campana de manera triste y desacompasada, con lo que asustaba las gentes bogotanas de esos tiempos muy creyentes en cuentos tenebrosos y propensas a fantasías morbosas.

Un decreto de don Rufino Cuervo, Gobernador de Bogotá, ordenaba en 1833 que “en una de las casas de cada cuadra haya un farol que se alumbrará en las noches que no sean de luna”.

Poco después, ya en 1842, se utilizaron los faroles llamados de “reverbero”, que consistían simplemente en lámparas que funcionaban con un aceite que alimentaba la llama de una mecha, con la ventaja sobre la vela de sebo de que duraban mucho más e iluminaban un radio más amplio.

En el interior de las casas, la vela de sebo fue dando paso poco a poco a las lámparas de vidrio o quinqués y a unas bujías más sofisticadas, llamadas esteáricas, que no generaban ningún olor pero que eran costosas y debían importarse de Europa.

En la coyuntura que se conoció como “la revolución del medio siglo”, cuando se enfrentaron con dureza en la ciudad librecambistas y proteccionistas, los primeros, como lo señala acertadamente Iriarte, orientados por las ideas del doctor Florentino González, el célebre político y conspirador septembrino, insistieron en que había que buscar en el exterior la tecnología necesaria para instalar en la capital un sistema de alumbrado moderno que ofreciera plenas garantías a la ciudad; los proteccionistas, por su lado, que seguían las orientaciones socio-económicas de don Lorenzo María Lleras, insistieron en la necesidad de hallar dentro de nuestras fronteras los individuos que con virtieran en realidad la iniciativa del alumbrado de gas sin necesidad de apelar a personas o recursos foráneos.

El doctor Antonio Vargas Reyes, más conocido como médico y cirujano de bien ganado prestigio que como empresario de visión futurista, prometió a los bogotanos que en muy corto tiempo los redimiría para siempre de las tinieblas convirtiendo a la capital en una auténtica ciudad luz mediante la utilización de un novedoso sistema de alumbrado por gas que transformaría totalmente la población y sus formas de vida. El experimento de Vargas Reyes fue un estruendoso fracaso porque “las lámparas del nuevo gas exhalaban un humo apestoso que amenazaba con asfixiar a los pobres peatones que se acercaban a los faroles en procura de luz”, según afirmaba la prensa de esos días. Fracasaron también los intentos posteriores de don Juan de Dios Tavera, socio de Vargas Reyes, para instalar un alumbrado de gas purgado de las emanaciones de humo pestilente. Años más tarde, se formó una nueva más tarde, se formó una nueva compañía, organizada por don Nicolás Pereira Gamba, con el fin de establecer un moderno alumbrado de gas en Bogotá diferente de los sistemas que se habían ensayado anteriormente con tantas dificultades y tan precarios resultados. Esta nueva empresa continuó funcionando irregularmente, con más bajos que altos, hasta finales del siglo, sin que nunca se hubiera podido desvanecer plenamente en la población bogotana el temor a los accidentes provocados por el manejo inadecuado del gas, inconvenientes que, ciertamente, no presentaba el tradicional sistema de velas de sebo o quinqués al que aspiraba reemplazar.

Había que esperar a que pasaran varias décadas, hasta que don Eustacio Santamaría, que en sus viajes a Europa había conocido los experimentos eléctricos que en ese entonces se hacían en París y en Londres con la lámpara de arco de Davy, anunciara a los bogotanos la factibilidad de algo que para entonces parecía fantástico: el alumbrado eléctrico; y muchos años más, para que éste se convirtiera para los bogotanos en una realidad tangible.

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