Artículos de reflexión: Deber General de Cuidado

Fernando Guzmán1, Carlos Alberto Arias2

Palabras clave: cirugía general; ética médica; legislación médica.

La vida en sociedad, por sus conocidas características, obliga a las personas a lo que se denomina “deber general de cuidado”, para frenar actos y conductas que atenten contra el derecho ajeno. Según Montealegre, el deber de cuidado se basa en tres aspectos: la ley, la experiencia vital y los juicios comparativos.

En medicina existen varias disposiciones que regulan el ejercicio médico; las más importantes son:
1. la Ley 14 de 1962, que define el ejercicio de la medicina y la cirugía en los términos antes citados;

2. la Ley 23 de 1981, o Código Colombiano de Ética Médica que, a su vez, se encuentra reglamentado por el Decreto 3380 de 1981, y

3. una multitud de sentencias de las máximas autori­dades jurídicas del país, entre las que recientemente destacan la sentencia C-377 de la Corte Constitucional, con la ponencia del profesor Jorge Arango Mejía, que el 25 de agosto de 1994, expresó:

“[…] decir que el ejercicio de la medicina por parte de los empíricos no implica un riesgo social, cons­tituye no solamente un contrasentido evidente, sino la pretensión de aplicar a la profesión médica lo previsto por la Constitución para ‘ocupaciones, artes y oficios que no requieren formación académica’ y cuyo ejercicio –por lo mismo– es libre […]”,

y la que hace referencia a los títulos de idoneidad profesional (Sentencia T-408 de 1992, magistrado po­nente: doctor José Gregorio Hernández G.):

“[…] la carencia de título o la falta de los documentos que acreditan legalmente la idoneidad para ejercer una profesión, facultan –y aun obligan– a la autoridad a impedir ese ejercicio para hacer cierta la prevalencia del interés general […]”.

El filósofo británico John Locke enunció la regla de oro de la moral racional, que habría de incorporarse en el ejercicio médico: “Compórtate como quieras que otro se comporte contigo”. En medicina, el deber de cuidado es permanente. Si bien es cierto que los médi­cos no pueden garantizar el éxito de un tratamiento o de una intervención, deberán responder por los daños si se prueba la presencia de uno de los causales de culpa;

“[…] Es evidente que en la mayoría de las intervenciones quirúrgicas y los tratamientos médicos existe una cierta incertidumbre en cuanto a sus resultados y un riesgo que puede ocasionar un daño que deberá soportar el paciente, pues de ellos no puede hacerse responsable a quienes los realicen o lleven a cabo, puesto que mal podría pensarse que ellos estén ga­rantizando el riesgo o el éxito de la intervención o del tratamiento […]”.

Pero lo que sí debe ser cierto y quedar claro es que cuando tales intervenciones o tratamientos no se aco­modan a los requisitos de diligencia y cuidado que para el caso y en cada época recomiendan la ciencia de la medicina y el arte de la cirugía, es apenas natural que si el juez encuentra en las pruebas aportadas que esos requisitos faltaron y se produjo el daño, debe inferirse que tuvo como causa esa falta de acomodamiento (Consejo de Estado, Expediente 5902, 24 de octubre de 1990. Magistrado ponente: doctor Gustavo de Greiff Restrepo).

El deber de cuidado interno hace referencia a la conciencia de las propias limitaciones y capacidades antes de emprender un acto médico. Y si el avance de la medicina en los últimos años no ha tenido parangón en la historia universal, debemos ser conscientes de la imposibilidad de cubrir todos sus campos especializados por quien simplemente posea un título de médico general. Este punto es de suma importancia en nuestro país: de acuerdo con la ley, el solo hecho de poseer la licencia para ejercer medicina acredita, en teoría, para efectuar actos médicos de cualquier tipo en cualquier paciente, lo que, dadas las circunstancias actuales del conocimiento, es absurdo. Esto ha constituido una especie de coraza para que médicos sin experiencia aceptable y sin escuela de ninguna clase, se aventuren en procedimientos que deben ser parte de un entrenamiento formal en hospitales autorizados y con profesores calificados.

Ha cambiado en nuestro medio el significado de lo que es excepción para convertirse en regla general. En las páginas de los periódicos, haciendo gala de la libertad de expresión, se anuncia toda una caterva de charlatanes que ofrecen curas milagrosas y tratamientos infalibles para los males que la ciencia considera hasta hoy como incurables. Son ‘especialistas’ en hacer milagros y pro­meten lograr lo que la medicina no ha podido en siglos de trabajo serio; engañan así a los incautos, los enredan en una maraña de términos incomprensibles y luego los despojan de sus recursos económicos.

En muchos casos se trata de médicos graduados que, prevalidos de esta autorización general del Estado colombiano, incursionan por caminos ‘alternativos’ en donde falta el piso firme con que la ciencia ha enladri­llado el conocimiento. Por estos terrenos movedizos, muchas personas están hoy andando el poco camino que les queda luego de un desahucio médico.

No es cuestión de descalificar ninguna forma de saber. No se niega la posibilidad de otro conocimiento. No se discute la existencia o efectividad ocasional de dichas formas de sanar. Se defiende el derecho del enfermo de no ser víctima de abuso; se predica la necesidad de una ética afincada en el supremo valor de la honestidad médico-científica, para no vender milagros, para no garantizar resultados, para no decir algo con el fin de conseguir, mientras interiormente se sabe que ese decir es falso e improbable.

El tercer principio de la ética médica reza:

“[…] Tanto en la sencilla investigación científica […], como en la que se lleve a cabo con fines específicos y propósitos deliberados, por más compleja que ella sea, el médico se ajustará a los principios metodológicos y éticos que salvaguardan los intereses de la ciencia y los derechos de la persona, protegiéndola del sufri­miento y manteniendo incólume su integridad […]”.

Por esto, la experimentación que utiliza a estos seres humanos enfermos, ya no puede considerarse iatrogénica, sino que invade el campo de la responsabilidad jurídica, y el método debe considerarse experimental, mientras no ofrezca el grado aceptado de certeza o seguridad científica.

Todos estos novedosos métodos para curar que se venden hoy por prensa, radio y televisión al incauto o desesperado enfermo, todavía sin control suficiente en las leyes, entrañan un abuso por parte de quien los ofrece; y si la persona que lo hace se escuda en un título universi­tario, está faltando a este deber de cuidado interno, a esta obligación de ser consciente de sus capacidades y sus limitaciones, y de obrar de acuerdo con esa conciencia.

La única excepción es el estado de necesidad. Si un médico rural se encuentra en una localidad remota sin apoyo de ningún tipo, los casos de urgencia que no se puedan remitir los debe atender como pueda, intentando salvar la vida de sus pacientes. Si se comete un error por impericia, la ley debe tener en cuenta las circuns­tancias en que se cometió el error, pues, al fin y al cabo, la salud es responsabilidad directa del Estado, que no puede enviar los especialistas ni los medios de atención mínima a todos los sitios en donde se necesitan y, en un esfuerzo por ‘llevar salud’ a regiones abandonadas del país, coloca en esos sitios a médicos recién graduados, sin la suficiente experiencia ni la dotación necesaria, haciéndolos responsables de la salud de comunidades enteras.

Otra cosa es permitir la práctica de actos médicos complejos o intervenciones quirúrgicas de alto riesgo en los sitios en donde el beneficio de los especialistas se encuentra presente. Desde este punto de vista, debería prohibirse la práctica de procedimientos especiales a quienes no hayan sido capacitados para tales efectos. Para decirlo más claramente: el ejercicio médico debe regularse y, salvo estados de necesidad, debe clasificarse por niveles lo que un médico puede o no puede hacer, debe o no debe hacer.

Por lo tanto, el primer paso en la aceptación de las limitaciones es no irrumpir en campos en los cuales la experiencia no se posee o se ha adquirido sin la norma universitaria de la denominada ‘escuela’.

Ya se dijo que la Ley 23 de 1981 menciona la realidad de las especialidades médicas en su artículo 7:

“[…] Cuando no se trate de casos de urgencia, el médico podrá excusarse de asistir a un enfermo o interrumpir la prestación de sus servicios, en razón de los siguientes motivos:
a. que el caso no corresponda a su especialidad,

b. que el paciente reciba la atención de otro profe­sional que excluya la suya, o

c. que el enfermo rehúse cumplir las indicaciones prescritas […]”.

El mismo deber de cuidado implica, a su vez, un conocimiento a fondo del paciente, de sus condiciones individuales, de sus circunstancias agravantes y de las mejores opciones terapéuticas para su enfermedad o dolencia.

En lo que concierne al tiempo que debe invertir en el procedimiento diagnóstico (Artículo 10):

“[…] El médico dedicará a su paciente el tiempo necesario para hacer una evaluación adecuada de su salud e indicar los exámenes indispensables para precisar el diagnóstico y prescribir la terapéutica correspondiente […]”.

Debe tenerse en cuenta que la consulta médica no se puede realizar contrarreloj o bajo la presión buro­crática de una mal entendida eficiencia. Solamente invirtiendo el tiempo necesario en cada enfermo se podrán conocer los elementos mínimos para diagnos­ticar, decidir, aconsejar una conducta y pronosticar, sin elucubraciones ni especulaciones que afecten al enfermo en forma injustificada.

“[…] La actitud del médico ante el paciente será siempre de apoyo. Evitará todo comentario que despierte su preocupación y no hará pronósticos de la enfermedad sin las suficientes bases científicas […]” (Artículo 11).

Además, solamente podrá utilizar aquellos métodos aceptados por la ley y la lex artis:

“[…] El médico solamente empleará los métodos diagnósticos o terapéuticos debidamente aceptados por las instituciones científicas legalmente reconocidas […]” (Artículo 12).

En esto se encuentra implícito un acto de censura con­tra la denominada ‘charlatanería’, esa conducta anómala de aquellas personas que, teniendo el título profesional, utilizan métodos no ortodoxos o ‘secretos’ para tratar enfermedades y curarlas en un término determinado.

En lo que toca al deber de cuidado externo, los deberes esenciales son evitar acciones peligrosas y ejercer dentro del riesgo previsto. En las llamadas ‘actividades peligrosas’, el agente debe exonerarse de la presunción de culpa que milita en su contra: quien esgrime un arma blanca realiza una actividad que en­traña peligro, en la misma forma en que lo hace quien conduce un vehículo.

Por lo tanto, se presume que tuvo la culpa del resul­tado producido y le corresponde desvirtuar esa culpa presunta, demostrando que el hecho dañoso ocurrió por culpa exclusiva de la víctima, por fuerza mayor o por intervención de un tercero.


1 Médico, cirujano cardiovascular, Hospital Militar Central; miembro de la Asociación Colombiana de Cirugía; magistrado, Tribunal Nacional de Ética Médica, Bogotá, D.C., Colombia
2 Médico, cirujano cardiovascular, Hospital Militar Central; miembro de la Asociación Colombiana de Cirugía; Bogotá, D.C., Colombia

Y, aunque algunos abogados han expresado que la medicina puede incluirse dentro de las actividades clasificadas por la ley como ‘peligrosas’, consideramos que tales opiniones van en contra del criterio jurispru­dencial de nuestras altas cortes, como se mencionó en el capítulo 1.

El Consejo de Estado ha negado que el ejercicio de la actividad médica constituya una actividad peligrosa:

“[…] si bien el ejercicio de la medicina en sí no pue­de calificarse como una actividad peligrosa, sí puede representar un gran riesgo para los pacientes por los imponderables que la rodean, por lo que significa para la integridad física y mental de las personas usuarias del servicio […]” (Sala de lo Contencioso Administrativo, Sección III, Agosto 24/92, Magistrado doctor Carlos Betancurt).

Es decir, algunas de sus ejecutorias pueden consti­tuir un peligro para médicos y pacientes. Los primeros, por el riesgo de contaminarse con enfermedades de cualquier tipo, y los segundos, por las lesiones que pueden sufrir en el curso de un tratamiento. Como todo acto médico implica un riesgo, para que este riesgo no sea considerado una agresión, su finalidad debe ser de ayuda al organismo enfermo y debe basarse en ciertas normas: licitud, ejecución típica, seguimiento de normas científicas universalmente aceptadas y profesionalismo.

Además, el riesgo que entraña la intervención directa sobre el cuerpo de otro debe haber sido calculado con la máxima precisión posible, pues el riesgo injustificado (el que no corresponde a las condiciones clínicas del paciente), corre por cuenta del médico:

“[…] El médico no expondrá a su paciente a riesgos injustificados. Pedirá su consentimiento para aplicar los tratamientos médicos y quirúrgicos que considere indispensables y que puedan afectarlo física o psí­quicamente, salvo en los casos en que ello no fuere posible, y le explicará al paciente o a sus responsables de tales consecuencias anticipadamente […]” (Ley 23 de 1981, Artículo 15).

Se ha dicho que el médico, en la práctica de su profe­sión, puede adquirir tres clases de obligaciones: técnicas, éticas y legales. El deber de cuidado como obligación ética emana en nuestro medio de la Ley 23 de 1981.

Pero también es necesario entender algunos precep­tos del derecho que obligan a los médicos a adoptar un comportamiento determinado en relación con los casos que conocen: la Constitución Nacional nos impone, a todos, el deber ciudadano de “obrar conforme al prin­cipio de solidaridad social, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas” (Artículo 95, 2).

En el derecho civil se predica el deber de ejecutar los contratos con buena fe y “[…] por consiguiente, obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por ley pertenecen a ella” (Artículo 1603 del Código Civil Colombiano). Este principio regula toda la actividad médica contractual. Extracon­tractualmente también se impone el deber de obrar con diligencia y cuidado; quien ocasione un daño derivado de su comportamiento, está obligado a repararlo (Artículo 2341 del Código Civil Colombiano). El derecho penal ha prescrito: “cuando se tiene el deber jurídico de impedir el resultado, no evitarlo, pudiendo hacerlo, equivale a producirlo” (Artículo 21 del Código Penal Colombiano).

Son, pues, estas normas de nuestro derecho positivo, muy orientadoras en el momento de estudiar una deter­minada conducta médica para establecer, a la luz que ellas arrojan, si hay o no obligación legal de responder por el daño que un paciente ha sufrido. Por ejemplo, el deber de cuidado impuesto por la ética, transmuta en un deber jurídico de indemnizar el daño producido e, incluso, la obligación de pagar una pena por la conducta omisiva que en dicho mal degenere.

Sin embargo, como se ha insistido, las responsabili­dades tanto civil como penal, no sobrevendrán sino luego de una clara demostración judicial del comportamiento médico ilegal. Concretamente, hablando del deber de cuidado, es preciso establecer la culpa del profesional a cuyo cargo se encontraba el paciente.

En el ámbito penal debe distinguirse entre el deber general de cuidado y el específico deber de garantía que el médico adquiere en determinados casos, porque el pre­cepto 21 del Código Penal, arriba citado, no aplica sino en aquellos casos en que, como lo ha sistematizado Jorge Baumann, esta conducta concreta se ha comprometido por mandato de la ley, por el negocio jurídico, por una relación precedente o por una relación concreta de vida.

Un padre tiene, por disposición de la ley, la posición de garante de la vida y la salud de su hijo; es claro. No lo es tanto, por el contrario, el caso de un médico respecto del paciente con quien se ha contratado un tratamiento o una operación concreta.

En estos eventos tendrá que actuar para impedir el resultado dañoso que puede derivarse de esa precisa actividad contratada, sin perderse de vista, eso sí, que esa actividad es, por regla general, ‘de medio’ y no ‘de resultado’. Otro daño que el paciente pueda sufrir pero que no esté específicamente cubierto por la actividad médica contratada, no puede imputarse al médico como falta a su deber de garantía.

Razón tiene el doctor Carlos M. Arrubla cuando concluye que, de manera general, el Artículo 45 del Decreto 522 de 1971 (Código Nacional de Policía), sanciona la falta de atención a un particular con quien no se tiene, ni contractual ni legalmente, el deber de garantía. Es una sanción menor (pena de arresto), pero sanción, al fin y al cabo.

Dice la mencionada norma:

“[…] el que omita prestar ayuda a persona herida o en peligro de muerte o de grave daño a su integridad personal, incurrirá en arresto de uno a seis meses. Si de la falta de auxilio se siguiere la muerte, la sanción se aumentará hasta en la mitad. Si el contraventor es médico, farmacéutico o practicante de la medicina, o agente de la autoridad, la pena se aumentará en otro tanto […]”.

De esta manera, volvemos a encontrar en la normati­vidad más simple, como es el Código de Policía, repetido el mismo llamado a la solidaridad ciudadana hecho ya desde la encumbrada Norma 95,2 de la Constitución.

Deber de cuidado y medicina defensiva

La ‘medicina defensiva’, se define como una alteración en la forma de práctica médica, inducida por amenaza o posibilidad de demanda, que intenta prevenirse de las quejas de los particulares, dejando bases de defensa en casos de una acción legal. Esta medicina defensiva lleva a dos consecuencias: el aumento de los costos de la atención por el incremento en la solicitud de exáme­nes de laboratorio e interconsultas, y la negativa de los médicos a involucrarse en procedimientos que impliquen alto riesgo. Los efectos que esta práctica tiene sobre los costos generales del sistema de salud son muy graves.

En este país, que repite la historia de los Estados Unidos con un retraso de 20 a 30 años, estamos a punto de presenciar la serie de fenómenos económicos anterior­mente descritos. La aparición de las demandas médicas ya ha llevado a ejercer una medicina defensiva, con un mayor deterioro de la relación médico-paciente y el afán de protección profesional que tiene que ampararse en una serie de exámenes complementarios que confirmen las impresiones clínicas.

Una forma de balancear esta medicina defensiva es apoyarse en el concepto de otros colegas, situación contemplada en la Ley 23 de 1981 (Artículo 19):

“[…] Cuando la evolución de la enfermedad así lo requiera, el médico tratante podrá solicitar el concurso de otros colegas en junta médica, con el objeto de discutir el caso del paciente confiado a su asistencia. Los integrantes de la junta médica serán escogidos, de común acuerdo, por los responsables del enfermo y el médico tratante […]”.

Hace ya mucho tiempo se ha advertido sobre el deber que todos tenemos de enmarcar nuestra conducta dentro de los requisitos que socialmente se han establecido. Es lo que se ha dado en llamar la ‘adecuación social’ para explicar que, cuando una persona obra dentro de estos límites de lo socialmente aceptado, puede estar tranquila porque su conducta es penalmente atípica; porque no debe responder por estos actos que la sociedad ha estimado legítimos. Desde ese entonces, el injusto penal o la responsabilidad civil han mirado, para calificar una conducta, las reglas que la sociedad impone en un sis­tema de convivencia pacífica, solidaria y participativa.

En nuestros días el ejercicio médico es más complicado que hace unos años. Los particulares han tomado con­ciencia de que el acto médico ha podido entrañar culpa o descuido y no se acepta, como antes, que el daño siempre sobrevenía por ‘designio superior’, fatalmente ocurrido a pesar de la impoluta actividad de un galeno a quien se miraba como a un semidiós. Ahora la actitud hacia la medicina ha cambiado, y la tecnificación ha llevado a pensar que el médico siempre tiene la facultad de curar y, en consecuencia, siempre tiene la responsabilidad ante el fracaso. Ahora, el mismo Estado ha asumido el deber de protección y garantía de los derechos de sus asociados y para velar efectivamente por su bienestar se ha hecho cargo de reparar el perjuicio sin mirar ya el concepto de culpa, sino el de daño causado que el particular no esté en obligación de soportar. Ahora, cuando las compañías de seguros amparan todos los riesgos y garantizan al paciente la entrega de jugosas cantidades de dinero en caso de un siniestro, ahora es la hora del infortunio, de la intranquilidad y el miedo para los profesionales de la salud.

Esa ciencia maravillosa y ese Estado garantizador son los muros que aprisionan al médico y lo impostan como parte suya, obligándole a producir resultados y a indemnizar daños, olvidando que el médico es persona y que, como tal, tiene conciencia y voluntad, y que, en consecuencia, su comportamiento será responsable únicamente cuando proceda con culpabilidad; cuando obre contra los dictados de lo socialmente permitido o aceptado, cuando sobrepase imprudente o negligente­mente las barreras del ‘riesgo permitido’.

Existe un deber de cuidado, como se ha dicho, porque vivimos en sociedad y es preciso que cada ciudadano, al entrar en contacto con otro, lo haga teniendo presente que es un ser humano digno de respeto y de un trato cuida­doso; porque no es ni social ni jurídicamente aceptable que alguien pueda inferir daño a otro sin una razón que justifique esta manera de comportarse. Porque somos iguales como personas y, por lo tanto, merecemos que nos traten con consideración buscando siempre nuestro bien.

Bibliografía

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9. Meirelles J. Error médico. Montevideo: Editorial B. de F.; 2002. p. 138.
10. Gifford A. El médico y su responsabilidad. Bogotá: Editorial Temis; 1993. p. 46.


Correspondencia: Fernando Guzmán, MD
Correo electrónico: ferguzmancol@gmail.com
Bogotá, D.C., Colombia

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