Editorial: Rentabilidad o Seguridad Social

El Verdadero Dilema de la Salud en Colombia

Martiniano Jaime Contreras*

“Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan”.

Gabriel García Márquez

Al cumplir once años de aprobada la Ley 100 por parte del Congreso de la República, es propicio hacer un balance y un examen de su impacto en la salud de los colombianos. Es el momento oportuno para tomar decisiones que reorienten el rumbo extraviado de la salud y los principios de una política social inspirada en la visión de un ser humano solidario y humanista, tan necesaria en un país de inmensas desigualdades económicas y extremos niveles de pobreza y desempleo y con un 33% de la población sumida en la miseria y, por ende, en la incapacidad de satisfacer sus necesidades básicas.

Si examinamos los resultados en cuanto a cobertura, calidad de servicio, eficiencia y transparencia del sistema, humanización de los servicios, control y vigilancia por parte del Estado, indicadores de salud, niveles de promoción y prevención, índice de cáncer en el país, tasa de mortalidad materna, estado de la red pública hospitalaria, nivel de la calidad de la educación médica, la ley no pasa la prueba más importante de ley alguna: la prueba del tiempo. El resultado es unánime, su fracaso es inocultable, lo que explica el consenso sobre la necesidad de su reforma aunque no sobre la naturaleza de ésta.

El fracaso en la cobertura —primera condición de equidad— asimilada equívocamente a la carnetización o aseguramiento es incuestionable. Los cálculos más optimistas de cobertura no pasan del 54%, y esto a pesar del presupuesto oficial sin antecedente histórico en nuestro país: 10% del PIB, alrededor de 17 billones de pesos para el año 2002. Este dinero simplemente no llega a la salud de la población porque se desvía hacia las arcas de los grupos económicos —los grandes beneficiados de la ley— y se refleja en el aumento astronómico de sus patrimonios con lo que se coloca a la seguridad social como uno de los negocios más lucrativos en nuestra economía. Asimismo, se desvían miles de millones de pesos del régimen subsidiado de salud hacia las arcas de alcaldes y políticos corruptos en alianzas con grupos armados ilegales, hecho que sólo ahora se empieza a reconocer. Triste paradoja, que el dinero de la salud de los pobres termine financiando el conflicto que los ha desalojado de su tierra, la cual les brindaba la única oportunidad de conseguir su sustento. Esta es una confirmación más de que la salud promovida por el ánimo de lucro y de que los enfermos convertidos en clientes de un gran mercado forman un sustrato propicio para la corrupción, la especulación financiera y el lucro desmedido, ignorando así la realidad social de la población: la salud como derecho humano y social fundamental que debe ser garantizado por el Estado a todos los ciudadanos sin distingo de razas, ni ideas, ni credos, y la vocación de un estado social de derecho.

Este modelo no sólo ha fracasado en su intento por corregir la precariedad de la cobertura, sino que también discriminó más a la población. Hoy tenemos beneficiarios del sistema de salud por ingresos (prepagado), para trabajadores (régimen contributivo) y para marginados (régimen subsidiado), y queda por fuera un importante y creciente sector de la población (vinculados), segmentado y dividido entre trabajadores y desempleados, la gran mayoría excluidos de todo tipo de servicio.

Los organismos de control y supervisión del Estado no han realizado eficientemente su función, lo que permitió la proliferación de entidades aseguradoras y prestadoras que no cumplen los requisitos mínimos de calidad y que le niegan a los pacientes los servicios a los que tienen derecho. Resulta incomprensible que mientras la Superintendencia de Salud reconoce que no tiene la capacidad de controlar y vigilar todas las actividades del sector intermediario, el gobierno persista en sostenerla con la falacia de que todo lo público es oneroso y corrupto.

Las cifras del informe de la Defensoría del Pueblo son dramáticas al revelar la situación de desatención al derecho fundamental de la salud, y deberían ser motivo de reflexión para luchar por una pronta justicia. De 1999 a 2003, 145.360 colombianos (o sea el 25,7% del total de tutelas) demandaron su derecho a ser atendidos por las EPS y ARS, que se negaban a practicarles exámenes, cirugías, tratamientos o a suministrarles los medicamentos a los que tenían derecho. En el 70% de estos casos, las aseguradoras estaban obligadas a atender las solicitudes sin que los usuarios tuvieran que recurrir a la tutela. Esto demuestra a las claras que las aseguradoras están quedando por fuera de la vigilancia del Estado y explica por qué la población desprotegida utiliza cada vez más este medio de defensa, por lo cual algunos sin argumentación sólida han tratado de deslegitimarla, desconociendo el origen real del problema: la aplicación de la Ley 100.

La supresión del Ministerio de Salud con el miope argumento de ahorro del presupuesto estatal dejó a la salud de los colombianos sin un responsable e interlocutor directo. Por ello no nos sorprende el silencio o las vagas respuestas del ministro de la protección social, cuando las sociedades científicas denuncian el incremento inusitado de enfermedades que habían empezado a decrecer, como la tuberculosis, el paludismo, el dengue y el sarampión que hacen estragos en una población pobre y susceptible por su estado grave de desnutrición. Una generación del país ha entrado a una brecha inmunológica por la disminución de los índices y niveles de vacunación para prevenir enfermedades que considerábamos controladas. La poliomielitis es sólo un ejemplo más, ya que su nivel de vacunación decreció del 95 al 82%.

Por otro lado, han aumentado las defunciones por enfermedades neoplásicas en los últimos años por falta de diagnóstico temprano, estudio y tratamiento oportunos por parte de las entidades prestadoras de la salud, mientras que la mortalidad materna, según fuentes del mismo Ministerio de Protección Social, duplica la tasa de homicidios, lo que eleva a nuestras gestantes a una categoría de alto riesgo de muerte y aumenta el drama social por los niños huérfanos que dejan.

Todo esto en medio del cierre de los hospitales universitarios y públicos de las principales capitales del país, hospitales que atienden los sectores vulnerables de la sociedad y que tienen un 50% de cartera con mora de más de 360 días por incumplimiento de las aseguradoras, las cuales por táctica especulativa y en forma sistemática practican “glosa” a las cuentas de los servicios de salud de los hospitales a la hora de pagar, lo que las lleva a la falta de suministros, círculo vicioso de ineficiencia, cierres parciales, préstamos onerosos a la banca privada y, finalmente, la quiebra ante la indolente crítica y condena del ministro y las aseguradoras que las califican de onerosas e ineficientes.

Los cierres de estos hospitales afectan seriamente las prácticas de los estudiantes de medicina y de las áreas de la salud de nuestras universidades públicas. Sin embargo, la Ley 100 que regula las leyes del mercado del negocio y la rentabilidad del mismo no contempla este costo social que debe asumir el sistema; los resultados son facultades de medicina sin campos de prácticas, médicos sin posibilidad de un entrenamiento adecuado y disminución de sus calidades científicas y académicas, cuando éramos un paradigma por la calidad científica de nuestra medicina en América Latina.

El conocimiento médico es patrimonio social y científico del país y como tal la medicina, que es una profesión, es también una ciencia con historia y con una vasta

vasta función social que merece ser ejercida con dignidad, autonomía y autorregulación. Los médicos en el país requieren la garantía del libre ejercicio profesional en condiciones dignas de trabajo, adecuadamente remunerado, estabilidad para el desempeño y garantías científicas para su formación, desarrollo y actualización permanente. Es un imperativo de la nueva ley devolverle al médico su dignidad, la trascendencia de su criterio y la importancia de su función.

Queremos expresar que creemos y valoramos la iniciativa de la empresa privada del país como motor del desarrollo y del crecimiento en ramas tan importantes como la industria, las comunicaciones, el transporte, pero no en servicios como la salud, ya que la Constitución consagra el derecho fundamental a la vida y a la dignidad, por lo que éstas no se pueden convertir en una mercancía, en un negocio para quien las maneja y en una pérdida para quien padece una enfermedad. La salud es un derecho inalienable de todos los colombianos y no puede enajenarse a unos pocos; debe ser universal y sin exclusiones. Las instituciones de salud deben ser el medio para proporcionar estos derechos a los colombianos.

La nueva ley no puede caer bajo los influjos del mercado, su fin debe ser fortalecer el hombre como ser social y propiciar valores como la dignidad, la tolerancia, el respeto a la vida y el bienestar del ser humano. La salud y la seguridad social son un ideal político y ético de la sociedad, un ideal por el que valoramos la vida; por eso, si la salud se entrega en beneficio de particulares se atenta contra la vida, la dignidad y la libertad de todos los colombianos, porque en la realidad se está tratando a la población desprotegida como a seres humanos de insignificante valor.

Es por ello que la primera premisa de la inaplazable reforma de la Ley 100 es la eliminación de la intermediación, porque o hacemos salud o hacemos negocio. Hacer los dos: salud y negocio es incompatible con la moral social, más en un país pobre; es un despropósito económico que pretende dar cobertura con servicio de buena calidad y ganancia y lucro desmedido a terceros. En la práctica el desarrollo de la Ley 100 es la negación de los principios y los valores que en su parte teórica invoca como son la solidaridad, la universalidad, la eficiencia y la integralidad, es una disociación patética entre la parte de los principios de la ley y la orgánica que privilegia el interés individual de rentabilidad económica en el “negocio de la salud”. Todo lo anterior nos permite afirmar que el problema esencial que debe afrontar la reforma a la Ley 100 es el dilema entre la rentabilidad para unos pocos o la seguridad social de los colombianos.

Correspondencia:
Martiniano Jaime Contreras, MD
vicegral@udea.edu.co
Universidad de Antioquia
Medellín, Colombia


* Vicerrector general. Universidad de Antioquia, Vicepresidente Asociación Colombiana de Cirugía.

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