Historia de la Medicina, José Antonio Jácome Valderrama (1915-1966)

Luminaria de Santander y de Colombia

Efraím Otero Ruiz, MD*
(Discurso pronunciado durante la ceremonia de posesión como
Miembro Correspondiente Nacional de la Academia de
Historia de Santander, Bucaramanga, Mayo 13 de 2009)

En 2006 pasó casi desapercibido el cuadragésimo aniversario de la muerte de José Antonio Jácome Valderrama, una de las mentalidades médicas más luminosas del país en el siglo XX. Fallecido apenas al cumplir los 51 de su edad, su estrella brilló por 25 años ascendiendo a las posiciones más altas de la salud en Colombia. Por eso creímos, cuando se conmemoró el medio siglo del Colegio Médico de Santander, que nada hubiera sido más oportuno que evocar la memoria de quien fuera no solo fundador y alto exponente de la Federación Médica Colombiana (de la que recibió su máxima condecoración en 1963) sino incondicional estandarte de su tierra, de sus valores y de su gente.

Nacido en Bucaramanga el 16 de febrero de 1915, su madre fue una de esas nueve bellas mujeres que unieron sus genes con los de los varones más ilustres y de mayor raigambre dentro de la sociedad santandereana. El mismo relató así algunas de las circunstancias de su nacimiento : “Soy hijo de José Domingo Jácome Niz y Matilde Valderrama de Jácome Niz, ambos ya fallecidos, a quienes debo tánto por la educación que me dieron, por el ejemplo admirable que me ofrecieron, por la formación moral con que forjaron mi espíritu y mi corazón y sobre todo por el amor entrañable y cordial que hizo de nuestro hogar un sitio lleno de felicidad, a pesar de todas las vicisitudes que tuvimos que soportar”.1 1

Los Jácome Niz provenían de Ocaña, ciudad que desde la colonia mantuvo vínculos con Bucaramanga, por el relativamente cercano acceso de ambas al río Magdalena, en contraste con las fragorosas montañas que había que cruzar desde cada una de ellas para llegar a Cúcuta y a la frontera venezolana. En sus viajes entre una y otra, ya para finalizar el siglo XIX, los tres hermanos Jácome se dieron cuenta de la importancia que tenía la vía fluvial para el comercio de importaciones o exportaciones a través del Magdalena.

Efectivamente, como lo ha hecho notar Gabriel Poveda Ramos2,2 el comercio de Santander era muy importante y Bucaramanga era la cuarta ciudad del país por su población y por su economía. De ahí que se señalara a los ríos Lebrija y Sogamoso como las mejores vías de comunicación del Departamento de Santander mediante vapores que pudiesen navegar los dos afl uentes. El Lebrija, recorrido por embarcaciones que se movían entre la aldea ribereña de Puerto Santos (después llamada Providencia) y su desembocadura en el gran río. Al río Sogamoso, de gran caudal pero de más impetuosa corriente, podían entrar cuando era necesario los vapores grandes o medianos que surcaban el Magdalena hasta el pequeño puerto denominado Marta (o Puerto Marta). Hacia uno u otro la movilización de carga debía hacerse a lomo de mula. Desde Bucaramanga, tomando el montañoso camino de 70 kilómetros que bordea todo el curso del Río de Oro hasta que éste se convierte en el Lebrija llegando a Puerto Santos. Y desde ahí en bongos o en vapores pequeños que viajaban en uno u otro sentido desde o hasta el Magdalena, o sea unos 175 kilómetros desde la Estación Santander hasta Puerto Olaya, en la desembocadura.

Cesadas las perturbaciones que en dicho transporte produjera la Guerra de los Mil Días, entre 1908 y 1917 operaban dos empresas navieras, la de Visbal y la de Nigrinis que en este último año fueron compradas por los Jácome para formar una gran empresa que funcionó hasta 1929, cuando el Ferrocarril de Wilches llegó en su recorrido hasta Puerto Santos, haciendo desaparecer lentamente la navegación por el Lebrija. Esta, sin embargo, contó con dos importantes vapores, el Ocaña de 70 toneladas y el Victoria de 60, además de múltiples “lanchas de vapor” como entonces se apodaba a las de pequeño calado. La firma de los hermanos Jácome Niz operaba desde Bucaramanga y sus actividades comerciales se extendieron a diversos renglones de importación y de exportación incluyendo una gran hacienda en las márgenes del Sogamoso. Por eso puede decirse que José Antonio nació y creció en un hogar acomodado que pudo brindarle la mejor educación posible.

Estudió su bachillerato en el viejo Colegio de San Pedro Claver del Parque del Centenario y él mismo atribuía su interés por las ciencias y por la medicina a la curiosidad que supieron inculcarle dos o tres de sus maestros jesuítas de aquella época. Fue bachiller del grupo de 1932, quizás el último en graduarse antes que el gobierno procediera a la nacionalización del plantel y lo convirtiera en Colegio de Santander. Ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional y cursó estudios desde 1933 hasta 1939, manteniendo siempre estrecho contacto con la tierra de sus mayores y visitando con frecuencia, en vacaciones, el antiguo Hospital de San Juan de Dios, en compañia de colegas amigos de su familia. Como veremos, ello fue muy importante en sus años finales para la elaboración de su tesis de grado.

De esa época tengo yo los primeros recuerdos de José Antonio cuando, siendo niño, viajaba con mi familia a nuestra finca o “temperadero” del kilómetro 15 en la antigua carretera a Pamplona. Por la amistad de mi padre con José Domingo era casi obligatorio hacer detener el carro de plaza a la altura del kilómetro 9: transpasada una verja y ascendidas unas cuantas gradas llegábamos a la quinta de los Jácome, donde los menores nos entreteníamos alrededor de una alberca de aguas heladas y verdosas. Con frecuencia veía a José Antonio, elegantemente vestido, discurrir por los amplios corredores donde nuestros padres se sentaban a conversar al calor de dos o tres copitas de cognac Tres Estrellas. A veces las visitas se repartían a la inversa y era grato tenerlos durante prolongadas visitas bajo los amplios alares de nuestra propiedad, mucho más modesta que la suya.

Poco a poco presencié la transformación de José Antonio en un médico importantísimo y “muy bien plantado” al decir de las damas que lo rodeaban. Su dedicación universitaria fue haciendo que poco a poco ascendiera por el obligatorio escalafón, siendo primero practicante externo del Hospital de San Juan de Dios de Bogotá y luego interno de pediatría del Hospital de la Misericordia en 1937. Al año siguiente, cuando cursaba el sexto de sus estudios, ingresó como interno al Hospital San José de Bogotá pero sin abandonar su cargo en la Misericordia. Ambas posiciones le fueron dando esa profunda formación en medicina general y cirugía, que ya desde entonces no lo abandonaría nunca. En 1938 ingresó a la Sociedad de Internos de los Hospitales y al año siguiente, poco antes de graduarse, como miembro fundador de la Federación Médica Colombiana, en cuyas directivas ocuparía más tarde destacadas posiciones y que llegó a otorgarle su máxima condecoración en 1963.


* Ex-Ministro de Salud, Ex-Presidente de la Academia Nacional de Medicina. Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia y de la Academia de la Historia de Cartagena.

1 Citado por Gaitán Yanguas, M.: Editorial-Boletín del Comité Nacional de Lucha contra el Cáncer. 17:3-10, 1967.

2 Poveda Ramos, G.: Vapores Fluviales en Colombia. TM Editores-Colciencias, 1998.

No contento con sus años de internado en Bogotá resolvió regresar a su tierra e ingresar como interno del Hospital de San Juan de Dios entre 1939 y 1940. Allí fue recogiendo cuidadosamente las observaciones clínicas que le permitirían elaborar su tesis de grado “Carbón bacteridiano en Santander”, sobre 22 casos humanos de carbunco (ántrax) en ese bienio, tratados por él mismo con seroterapia con una mortalidad de sólo 4.5 por ciento, comparable a la de importantes centros internacionales de entonces. La tesis, declarada como de Primera Categoría con Mención Honorífica, fue publicada por la Imprenta del Departamento en 1940 y es una revisión bastante completa de lo que se conocía para entonces de la “bacteridia carbonosa” (hoy Bacillus anthracis) que, 60 años más tarde, cobraría nueva importancia con motivo de los ataques terroristas en los Estados Unidos. La lista de los médicos que con sus firmas corroboran la autenticidad de sus historias conforma la nómina de nombres ilustres que lo acompañaban en esa época y que después serían sus amigos : José Ramón Castellanos, Roberto Cadena Menéndez, Rafael Ordóñez, Victor Julio Suárez, Roberto Arenas Calvete, Manuel Camargo, José Ramón Romero y Pedro Plata.3

Ya graduado, a fines de 1940 viajó a San Juan de Puerto Rico a seguir un curso sobre administración hospitalaria en el respectivo Instituto de esa capital, y por su brillante desempeño fue hecho miembro del Inter-American Institute of Hospital Administrators. A su regreso fue nombrado Director del Hospital de San Juan de Dios, cargo que desempeñaría hasta 1943. Ocupando esa Dirección organizó en Bucaramanga el Primer Congreso Nacional de Administración Hospitalaria que tuvo un éxito rotundo. En octubre de ese año y ya en plena Guerra Mundial viajó a Nueva York donde ingresó a los servicios de cirugía general y ginecología de la New York Polyclinic Medical School para pasar, 3 meses más tarde, a la New York Post Graduate Medical School y posteriormente al servicio de proctología del Mount Sinai Hospital, regresando de nuevo al país a comienzos de 1945.

Con ese acervo de conocimientos médicos y quirúrgicos e instalado ya en Bogotá se presentó a concurso para optar a la cátedra de Cirugía de la Universidad Nacional, donde obtuvo el primer puesto para la Jefatura de Clínica Quirúrgica, donde trabajaría al lado de cirujanos como César Augusto Pantoja y Pedro Eliseo Cruz. De esa época data su artículo “La gastroscopia”, novedoso método diagnóstico del cual fue uno de los primeros introductores en Colombia. En 1946 contrajo matrimonio con doña Laura Salazar con quien tuvo seis hijos, el mayor de los cuales es hoy radiólogo prestigioso. Sobre esta duradera unión es pertinente mencionar lo que él mismo dejó escrito en su testamento: “He amado a Laura, mi esposa, con lealtad y afecto invariables y es ella la única mujer en mi vida. Le guardo gran admiración por sus grandes dotes intelectuales y su gran capacidad de comprensión y trabajo, habiendo sido siempre una madre ejemplar para nuestros hijos, pues la buena educación de ellos ha dependido en su mayor parte de la orientación que ella les ha dado a manos llenas. Quiero con entrañable e infinito amor a mis hijos José Rafael, María Lourdes, Martha Lucía, Laurita, Domingo Ignacio y Patricia, me siento muy orgulloso de ellos. Además de los bienes materiales que les dejo, quisiera legarles una buena educación moral e intelectual, seguridad en sí mismos y el propósito de que se mantengan siempre unidos. Para ellos deseo una inmensa felicidad sin sombras y que sean personas útiles a la patria, la iglesia y la sociedad”.

Completado su período de Jefe de Clínica Quirúrgica, primer escalón en la carrera del profesorado, pasó a ocupar el cargo de gastroenterólogo del Hospital de La Samaritana hasta 1948, cuando fue nombrado cirujano jefe del Hospital de la Policía Nacional, cargo que desempeñaría hasta 1951.

Por su interés en el desarrollo de la especialidad, el 25 de mayo de 1950 fundó junto con un grupo de amigos y compañeros la Asociación de Gastroenterología de Colombia y pocos días después, el 15 de julio, el Colegio de Cirujanos de Colombia: en diciembre de ese mismo año ingresaría a la Asociación Colombiana de Cirujanos. Al tiempo se lanzó a la conquista del segundo eslabón en la carrera del profesorado obteniendo por concurso, el 27 de noviembre de 1950, el título de Profesor Asociado de Clínica Quirúrgica de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional. Simultáneamente en todos estos años había desarrollado una nutrida y exitosa práctica profesional privada, en la que siempre brilló por sus calidades científicas y humanas, por su don de gentes y por su trato amistoso y cordial con todos sus pacientes.

A comienzos de 1951 fue designado Director del Instituto Nacional de Radium por el entonces Presidente Laureano Gómez, para reemplazar al Profesor César Augusto Pantoja y siendo Ministro de Salud el Dr. Alejandro Jiménez Arango. Estas circunstancias un poco dramáticas las relaté yo en mi evocación póstuma del profesor Pantoja en 1995: “Pantoja, que conocía personalmente a Laureano Gómez, narraba también con mucha gracia y sin asomos de amargura ni animadversión, que una invitación suya a almorzar le había costado la Dirección del Instituto. Efectivamente, corría el año 1951 y se agitaban las conmociones políticas que habían acarreado las consecuencias del 9 de abril y la posesión, en 1950, del segundo presidente conservador, con la presión para que todos los cargos de importancia los ocupara el partido de gobierno, cuando una mañana suena el teléfono de la Dirección del Instituto. Era Laureano, con su voz de trueno, hecha más para oponerse que para gobernar, que le dice: “Pantoja, lo invito hoy mismo a almorzar en Palacio!”. Y el Profesor, muy sonriente, le contesta: “Le acepto, Presidente, pero sé que ese almuerzo me va a costar la salida del Instituto!”. Almorzaron muy cordialmente, en la intimidad, y de sobremesa le presentó el decreto ya firmado en que se nombraba a su sucesor. Afortunadamente éste resultó no un político sino un hombre de las nobles calidades intelectuales y morales de José Antonio Jácome Valderrama, que también puso muy en alto el Instituto y acogió al Director saliente, dejándolo en su posición de cirujano eximio de cáncer y Director de la Revista y de los cursos de Cancerología para médicos, iniciados dos años antes”.4

Recién entrado al Instituto logró que su adscripción pasara al Ministerio de Salud (pues antes lo era del de Educación, como dependencia de la Universidad Nacional) y de acuerdo con el Ministro resolvió cambiarle el nombre por el de Instituto Nacional de Cancerología. Su razonamiento era de que el de Radium (que todo el mundo pronunciaba “Radio”) había perdido su actualidad y se lo llegaba a confundir con emisoras o entidades de radiodifusión o hasta de radioreparaciones. Al decir de Mario Gaitán Yanguas, Jefe de Radioterapia y uno de sus amigos más asiduos, “allí desarrolló una extraordinaria labor científica y administrativa conquistando, como siempre, el aprecio, la admiración y el respeto de todos sus colaboradores”.5 Como uno de ellos entré yo en 1953, dos años después de haber seguido el Primer Curso de Cancerología encabezado por él en 1951. Cuando llegué a matricularme, ahí mismo me reconoció. “Claro, tu eres el hijo de Efraim Enrique y de Esther. Ojalá te guste esto, porque yo quiero que te vengas a trabajar conmigo apenas termines”.


3 Jácome Valderrama, J.A.: Carbón bacteridiano en Santander. Imprenta del Departamento, Bucaramanga, 1940.

4 Otero-Ruiz, E.: César Augusto Pantoja-Homenaje a su memoria.Medicina 42:28-32, 1995.

Al año siguiente fui su alumno de Patología Quirúrgica en la Universidad Javeriana, donde siempre me trató con deferencia especial, dada la amistad de nuestras familias. El sabía de la reciente muerte de mi padre y de mis afugias económicas, que a medias logré subsanar con la entrada al laboratorio de los Seguros Sociales para reemplazar a mi amigo “Boliche” Guzmán, como lo he contado en uno de mis libros. Me levantaba muy temprano a trabajar de 7 a 9 am y de ahí continuar con mis clases. La de Patología Quirúrgica, por consideraciones con el Director y Profesor, la habían puesto a la hora terrible de 1 a 2 de la tarde. Y !ay! de quien se durmiera al arrullo de su voz, un poco monótona. Agarraba un pedazo de tiza y se la disparaba al durmiente con puntería certerísima. Así lo hizo un día con mi compañero de al lado, el hoy eminente neurólogo Eduardo Vallejo. Yo no sé si por mi terror al “tizazo” o por la amistad y el respeto que le tenía logré mantenerme despierto durante todo ese año de 1952.

No todo, sin embargo, sería camino de rosas en la Dirección del Instituto. Por su relativo aislamiento y el hecho de aceptar sólo para trabajar en el únicamente especialistas formados en las diversas ramas de la oncología, el Instituto se había ganado la animadversión de respetables colegas, parte de la cual databa de la época de su fundación 18 años antes. Una de ellos había de surgir en Bucaramanga con la desafortunada nota que Max Olaya Restrepo (de quien he escrito también páginas de admiración y de aprecio) envió al Diario de Colombia en 1953.

Titulada “Cómo se evapora un Instituto”, en ella Olaya mordazmente, en página editorial, resumía esas críticas, refiriéndose a lo privilegiado de los primeros becarios –ya especialistas- que, por los altos sueldos devengados disfrutaban de “la mejor chanfaina seudocientífica”; a las discrepancias de criterio de sus directores; al traspaso al Ministerio de Salud y a que los privilegiados de su ‘staff’ se hubiesen convertido en “los pontífices de la Avenida Primera” como despectivamente los llamaba, ya que de ahí salían los diagnósticos anatomopatológicos de las muestras de tejidos o biopsias que se enviaban de todo el país.

La larga respuesta de Jácome, dirigida al Director del periódico, no se hizo esperar; citando la frase de Emerson que “los hombres se clasifican en dos grupos : unos son los que trabajan y otros los que critican a los que trabajan” desmiente poco a poco todo lo afirmado por el libelista haciendo no una justificación sino un elogio de su obra y la de sus colaboradores. Y para rematar cita una anécdota de quien había sido su maestro de cirugía, el Profesor Corpas: “Le dijeron: Sabe Ud., Dr. Corpas, que Fulano de Tal habla muy mal de usted? Qué raro, contestó el Dr. Corpas, si nunca le hecho ningún favor a ese Fulano”.6 En años sucesivos traté yo –como trataron otros- infructuosamente de acercar esos dos personajes, ambos amigos míos, pero la injuria había dejado una profunda grieta que nunca se subsanó.

En el Instituto organizó el trabajo por departamentos, con un archivo inigualable de historias clínicas, todas escritas a máquina; llamó a colaborar un grupo notable de especialistas, en todas las ramas, modernizando los métodos diagnósticos y terapéuticos; activó el programa nacional de lucha contra el cáncer y realizó la construcción y dotación de un edificio de seis pisos en la parte sur-oriental del Instituto, que al inicio fue llamado peyorativamente “el pabellón de pobres” pero que luego albergó los pabellones más importantes de hospitalización y tratamiento, incluyendo el de Pediatría, que era uno de los favoritos del Director.7 Y desde 1952 planeó la ejecución y puesta en marcha de un Departamento de isótopos radioactivos, que abrió sus puertas en 1955 y dió inicio a la especialidad de medicina nuclear, hoy tan importante en el país.8

Como su padre, Jácome había sido admirador y copartidario del Presidente Laureano Gómez, originario también de Ocaña. Por eso cuando Rojas Pinilla derrocó y envió al exilio a éste, comprendió –como nos lo hizo saber a un reducido grupo de amigos- que sus días en la Dirección del Instituto estaban contados. Y así sucedió cuando, a comienzos de 1955, según lo relata Gaitán Yanguas, “en tiempos de la dictadura llegaron a la Dirección del Instituto órdenes de hacer firmar a los empleados una carta pidiendo la “reelección” de Rojas; el Dr. Jácome, con todo el valor que se requiere para ello, se negó a cumplir con la orden, dejando a la voluntad del personal firmar o nó la carta; como se negaría también, luego, a destituír a quienes no habíamos firmado el famoso pliego. A consecuencia de ello hubo de “renunciar” a su cargo”. Yo recuerdo muy bien cómo los médicos y empleados le hicimos un caluroso homenaje de despedida, en que yo tuve que ensayar mis precarias dotes de oratoria, señalando lo duradero de su obra y diciéndole que “la huella del espíritu de los hombres permanece en la continuidad de sus realizaciones, en la persistencia de las imágenes y en la plenitud de los recuerdos”. Esa frase se podría repetir hoy sin reticencias, 43 años después de su prematura desaparición.

Durante los dos años de su temporal retiro de la vida pública se dedicó nuevamente a sus clases y a su exitosa práctica privada como cirujano y gastroenterólogo y a moverse activamente de una sociedad científica a otra, aquí o en el exterior. En 1956 fue mi Presidente de Tesis (titulada “Uso clínico de los isótopos radioactivos-Primeras aplicaciones en Colombia”) y aún recuerdo la efusividad con que me llamó a anunciarme que mi tesis había sido laureada por la Universidad Javeriana. Su firma clara y legible aún campea en mi diploma –en latín- y debajo de ella la denominación latina de “Praeses theseus”.

Fue miembro fundador de la Sociedad Colombiana de Gastroenterología, fundador del Colegio Colombiano de Cirujanos, de la Revista “Tribuna Médica” y Gobernador del capítulo colombiano del American College of Surgeons. En 1957 fue Secretario de Salud de Bogotá bajo la alcaldía de Fernando Mazuera Villegas. Y en 1958 fue nombrado Decano Académico de la Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana donde, según su amigo y pariente Alfredo Jácome, “introdujo el sistema americano de docencia con la creación de bloques semestrales clínicos, mejorando la calidad de la enseñanza en las ciencias básicas. Le dio impulso a la construcción del Hospital Universitario de San Ignacio, habiendo inaugurado durante su período los servicios de Consulta Externa, Obstetricia y Ginecología, Oftalmología y Radiología dirigiendo e impulsando al tiempo la Revista Universitas Médica”. Ese mismo año recibió la Orden de la Universidad Javeriana en la categoría de Comendador.


5 Gaitán Yanguas, M.: op. cit. pág. 7.

6 Otero-Ruiz, E.: Sesenta años del cáncer en Colombia- Historia del Instituto Nacional de Cancerología. (Prólogo de Virgilio Galvis R.) Ed. Géminis, Bogotá, 1999.

7 Jácome Roca, A.: Notas personales sobre J.A. Jácome. Comunicación personal, Bogotá, 2007.

8 Otero-Ruiz, E.: La medicina nuclear-Temprana historia y reminiscencias personales. Academia Nacional de Medicina y Ed. Kimpres, Bogotá, 2002.

Yo me encontraba en los Estados Unidos desde comienzos de 1957 haciendo los 4 años de mi especialización y en 1958 era residente de Endocrinología del Departamento de Medicina Interna del Columbia-Presbyterian Medical Center bajo la dirección del famoso Dr. Robert Loeb, co-autor del texto de Medicina Interna de Cecil. Una de sus primeras visitas fue justamente a visitar la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia –incluyendo el Frances Delafield Hospital for Cancer- y, por supuesto, fue a mí uno de los primeros que llamó para que lo acompañara en su gira. Desde entonces pasó por Nueva York 2 o 3 veces y era obligatoria nuestra reunión con un querido paisano que llevaba 25 años de establecido en dicha ciudad, el sangileño Augusto Jaimes. Augusto, amigo de juventud de mi madre junto con su hermano Juan Jacobo, había sido colaborador de su padre y sus tíos en la empresa del Sogamoso. Vivía en Jackson Heights, un suburbio de Queens que, por la afluencia de colombianos y bogotanos, ya desde entonces comenzaba a apellidarse “Chapinerito” y al que accedíamos rápidamente por subway. De Augusto obtuve yo la información sobre el Conde de Cuchicute cuyo relato he incluído en el sexto de mis libros9 No sé por qué vía le llegaban a Nueva York paquetes de hormigas santandereanas o “culonas” que nos servía como pasabocas con los obligatorios whiskies. Una de esas semanas salió un artículo en la Revista Time sobre mis paisanos que se titulaba precisamente “Los comedores de hormigas” (The ant eaters).

Alguna de mis colaboradoras en el Laboratorio Tiroidológico de Sydney Werner lo leyó y dijo que ella no lo creía, que eso no podría ser cierto. Augusto me había enviado, justo con José Antonio por aquellos días, un paquete. Cuando lo llevé al laboratorio y me comí una hormiga delante de mi incrédula amiga ella se desmayó y a gatas nos vimos para reanimarla. Desde entonces me miraba como una especie de animal raro, como a un aborigen salido de las selvas del Congo o de la Amazonia, pues no podía concebir que un médico comiera insectos tan repugnantes! Y José Antonio se reía a mandíbula batiente cuando relataba después el incidente.

En 1959 fue designado por el Presidente Alberto Lleras como Ministro de Salud y sólo una vez más volví a verlo, ya de Ministro, en una de sus fugaces pasadas por Nueva York cuando yo ya me trasladaba a Berkeley, en California. En tan honrosa posición se distinguió su preocupación constante por la oncología: creó el Comité Nacional de Lucha contra el Cáncer y logró la descentralización o autonomía del Instituto con respecto al mismo Ministerio, habiendo sido uno de los primeros institutos descentralizados en el área de la salud en el país. Pero, además, siempre estuvo alerta a otras urgencias sanitarias que la nación demandaba. Así, respondiendo a una solicitud urgente de la Academia Nacional de Medicina, y secundado por el Alcalde Mayor de Bogotá Juan Pablo Llinás,. Estableció en forma pionera un programa relámpago de vacunación antipoliomielítica, empleando con vision futurista la vacuna oral trivalente, que para agosto de 1960 había logrado proteger a más de 6000 niños de la temible enfermedad. Y atendiendo a la solicitud de los endocrinólogos, principalmente Mario Sánchez Medina y Jaime Cortázar, creó también el Comité Nacional de Lucha contra la Diabetes, siendo Colombia una de las primeras naciones en establecerlo en el continente.

Ya para entonces había publicado numerosos artículos científicos que revelan la universalidad de sus conocimientos médicos y oncológicos: “Introducción al estudio de la cirugía de cara y cuello” (con Alejandro Hakim) en 1955; “Tratamiento quirúrgico del cáncer del esófago”, en 1956; “Sarcomas del estómago” en 1951; “Possibilities for research on chemotherapy of cancer in Latin America” en 1962.

Y en 1963 “Extensión de la cirugía y valor de la radioterapia en el cáncer del esófago”.

Entre tanto, como dijera Mario Gaitán Yanguas –quien lo sucedería en la Dirección del Instituto después de Jaime Cortázar- “su nombre continuó haciéndolo merecedor a múltiples distinciones: fue hecho miembro activo de la Royal Society of Medicine de Inglaterra en 1958 y en el mismo año Fellow del American College of Surgeons cuyo Gobernador llegó a ser entre nosotros; de la Pan-Pacific Surgical Association en 1959, al tiempo que fue hecho miembro honorario de las Sociedades de Anestesiología de Colombia y del Atlántico y de la de Médicos de Loreto en Iquitos (Perú). Al terminar su Ministerio, desde 1960 y casi hasta su muerte, fue miembro de la Junta Directiva del Instituto y la Unión Internacional contra el Cáncer lo designó ese año como miembro del Comité Internacional de Quimioterapia.

Desde esa Junta luchó incansablemente porque se creara un Departamento de Investigación en el Instituto. Gracias a su esfuerzo la Junta nos comisionó en 1962-63 al profesor Rafael Carrizosa y a mí (que por entonces fungía como representante de los médicos en dicha Junta) para la creación y desarrollo de dicho Departamento, que empezó a funcionar en 1964, bajo mi dirección. De ahí hasta su prematuro fallecimiento no pasaban 3 meses sin que me llamara a preguntarme sobre las actividades del mismo o a sugerir nuevos proyectos o participación en congresos.

La muerte lo sorprendió de golpe, en su casa de habitación cuando se preparaba a viajar a Tokio a presentar su último trabajo sobre “Cáncer digestivo en Colombia”, el cual apareció publicado póstumamente10. Pero su presencia científica y humana, su caballerosidad y su don de gentes, permanecerán imborrables en la gastroenterología y la oncología colombianas y formarán un hito indeleble en la medicina de Santander.


9 Otero-Ruiz, E.: Cuasi una fantasía-Cuentos y relatos. Ed. Kimpres, Bogotá, 2005.

10 Jácome-Valderrama, J.A.: Cáncer digestivo en Colombia”. Boletín del Comité Nacional de Lucha contra el Cáncer 17:15, 1967

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