Los Avatares del Manejo Administrativo de los Hospitales Militares

Manejo de los Hospitales Militares

El manejo de los hospitales militares, especialmente aquellos que albergaron a un gran número de pacientes. Ameritaba una organización y una estructura administrativa cuyo trabajo era responsabilidad de los oficiales quienes a su vez se apoyaban en personal militar con la eventual asistencia de algunos lugareños.

Se crearon algunos cargos específicos al interior de estos hospitales como fue el caso de los contralores y los proveedores. Desde luego. Se hacía imperioso el apoyo de los gobiernos provinciales y locales, no solo en cuestiones financieras sino también en la provisión de recursos.

Tan pronto el jefe del Ejército Expedicionario español de Reconquista don Pablo Morillo entró a la ciudad de Cartagena a finales de 1815 después de un largo sitio. Una de sus primeras acciones consistió en acondicionar improvisadamente algunas casas para la atención hospitalaria (29). Y luego estableció un hospital de mayores dimensiones en Turbaco. A finales de agosto ordenó destinar más recursos para este establecimiento, preocupado por el estado de sus hombres.

Al mes siguiente, impartió instrucciones al general Miguel de La Torre para que adelantara las acciones tendientes a “[…] la construcción de otro hospital más pudiente y mejor que el actual. En el que se deberán colocar todos los enfermos españoles, contando con 110 que hay en Ternera. Teniendo las ventanas bien rasgadas al viento y la brisa” (30). A principios de octubre, este hospital alojaba 800 españoles, afectados muchos de ellos por las rigurosidades del clima. Especialmente por fiebres y disentería para lo cual se destinaron grandes cantidades de quina.

El 2 de abril de 1822 el coronel republicano Bartolomé Salom:

En el marco de la campaña que adelantaba el Ejército del Sur para conquistar la ciudad de Pasto. Recomendó al teniente coronel Laurencio Silva para que se encargara del manejo del hospital que quedaba temporalmente en el sitio de El Peñol.

El objetivo era instalar los enfermos en la iglesia del pueblo y, en caso de resultar insuficiente este espacio. Los debía acomodar en las casas aledañas. La asistencia médica de los enfermos de cada uno de los batallones debía quedar bajo la responsabilidad de uno de los oficiales de dichos cuerpos. Para la comida de los enfermos se dispuso que debía prepararse todos los días “cocido”, para lo cual le fueron dejados a Silva los calderos necesarios para el efecto.

En vista de que era imposible dejar de manera permanente un facultativo en este hospital, quedó por lo menos un recetario con medicamentos. Siendo una obligación del teniente coronel el suministro adecuado de estas pócimas a los enfermos. Diariamente debía enviarse una partida de reclutas a los alrededores para que consiguieran reses y plátanos para el alimento del hospital (31).

La nota predominante durante las guerras de Independencia fue la crisis fiscal en todos sus órdenes. La interrupción o colapso de las actividades productivas menguaron ostensiblemente las arcas oficiales y la mayor parte de los recursos. Orientados en aquel entonces a los gastos de guerra, resultaban siempre exiguos para atender todas las necesidades (32).

La queja recurrente de las autoridades militares y políticas de ambos bandos en contienda eran los crecidos gastos que implicaba el sostenimiento del hospital:

Situación en la cual la carestía tenía una notoria incidencia. Así lo reconoció el Libertador Simón Bolívar en carta remitida el 19 de mayo de 1820 al vicepresidente Santander. Con respecto al hospital que estaba próximo al cuartel general de la Villa del Rosario en la frontera con Venezuela (33).

A la ya crítica situación de los hospitales por insuficiencia de recursos, se sumó otro factor agravante que fue la omisión o negligencia de las autoridades o de las instancias encargadas de proveer servicio curativo a las huestes en campaña. A principios de septiembre de 1821. Se denunció la decisión deliberada del comandante Alais, de licenciar a 47 individuos. El problema era que 90 de ellos padecían enfermedades crónicas contraídas en el servicio militar (34).

Atenciones médicas fluctuantes e improvisadas

La falta generalizada de recursos en los bandos patriota y realista, alcanzó a tener impacto en el servicio de salud brindado a los combatientes afligidos por enfermedades o por heridas adquiridas en el campo de batalla.

Es por esto que la escasez de medicamentos, las dificultades para conseguir y costear médicos y cirujanos. Además del estado deficiente de los hospitales militares, fueron circunstancias que se vieron reflejadas en los precarios niveles de atención a las tropas en combate (35). A principios de 1818, el virrey Francisco de Montalvo reconoció que el único hospital militar “bien montado. Dirigido y servido” que existía en la Nueva Granada era el de Cartagena (36).

A principios de 1820

El general Bolívar se mostraba preocupado ante el reto de asegurar la atención médica a la división de la Guardia en la villa del Rosario:

“[…] tendremos que mantener el hospital con gallinas que valen 10 o 12 reales, y las tropas y oficiales con cerdos y cabras que comprándolas todas a un precio exorbitante no durarán dos meses” (37). Hacia el mes de mayo aquel máximo general denunciaba cómo se había tenido que suspender el suministro de pan para el hospital militar pues no había cómo comprarlo. Solo hubo posibilidad de dar carne a los enfermos y convalecientes “por supuesto mezclada con menestra”.

Este último caso permite ver cómo los comandantes militares eran conscientes del suministro preferente de comida. Que debían recibir los heridos y enfermos en razón a la necesidad imperiosa de avanzar en el proceso de recuperación. A finales de octubre de 1816 cuando el Ejército Expedicionario español se asentaba en la plaza de Cartagena. Después de haber rendido a las fuerzas republicanas de defensa tras un prolongado y cruel sitio. Se mantenían 14 cabezas de ganado, cuya leche se destinaba “a los mandones y a los hospitales”. Mientras que el pueblo llano calmaba su hambre con carne de “burros, caballos, gatos, perros y cuero asado” (38).

A principios de enero de 1819:

En medio de la Campaña Libertadora que se gestaba en los llanos de la provincia de Casanare. Ante lo limitado de los recursos los altos mandos oficiales republicanos impartieron órdenes en la población de Trinidad para que solo se libraran dineros para el funcionamiento hospital militar. Cualquier otro gasto debía tramitarse con autorización superior (39).

A mediados del año siguiente, el general Bolívar lamentaba la crítica situación de la tropa estacionada en la frontera con Venezuela. Solo racionada con una “miserabilísima” ración de carne pues las pocas reses que venían hasta Cúcuta se destinaban preferentemente al hospital y a la caballería. El 30 de septiembre de 1821 la comandancia republicana del Cauca solicitó de los fondos públicos la compra de unas cargas de arroz que debían dirigirse específicamente para la provisión del hospital ubicado en la ciudad de Cali (40).

El general Pedro León Torres concentró a finales de mayo de 1822:

Sus esfuerzos en el restablecimiento del hospital del Ejército del Sur ordenando desde Popayán que a todos se les suministrara una ración de aguardiente en las horas de la mañana y se les aumentara la ración con chocolate y pan. Días después, la infantería reportó un enfermo que se mandó dejar recomendado al dueño de una casa vecina para que lo llevase al hospital de Popayán. En el sitio de Galambao, 15 hombres fueron dejados en casa del vecino Cruz Idrobo. Todos graves, con imposibilidad de marchar. Se les dejaron víveres, medicamentos y dinero para su curación (41).

Además de la alimentación, había que proveer a los hospitales de los elementos indispensables de dotación y a los enfermos y heridos por lo menos de algunas prendas limpias con qué abrigarse. El 3 de octubre de 1821 el jefe republicano del Estado Mayor del departamento del Cauca impartió orden al comandante del parque para que entregara al contralor del hospital ochenta calzones para los enfermos que se hallaban más desnudos (42).

A finales de este mes, al alcalde de Quilichao se le pidieron 200 esteras para el hospital del Ejército del Sur (43).

En reiteradas ocasiones, la queja sobre la falta de recursos era generalizada.

De ese tenor fue precisamente el diagnóstico que hizo a sus superiores el oficial Silvestre Delgado a cargo de las tropas del 1er batallón de Numancia que se hallaban al frente de la seguridad de la ciudad de Buga a mediados de 1817:

“Habiéndome hecho cargo de esta plaza y dando a reconocer el hospital, hallé este en un total abandono. Pues había días que los enfermos no se curaban y lo que comían era tan corto y a horas incompetentes, observándose en todo el mayor desorden entrando y saliendo mujeres a todas horas. Igualmente los enfermos saliendo a la calle bebiendo aguardiente, comiendo cosas impropias. Las camas sin colchones ni almohadas y muchos en el suelo, siendo la casa de dicho hospital baja y sumamente húmeda y estrecha pues el número de enfermos llega a cerca de cuarenta […] de cada compañía o piquete tenían que buscar médico, medicinas, asistentes, raciones, cocineras y demás necesario. Haciéndose la comida y remedios sumamente escasos, por lo que parecía este hospital otra Babilonia o casa de locos” (44).

Delgado exigió al cabildo de la ciudad implementar acciones inmediatas con el fin de resolver los escollos denunciados para lo cual se decidió como primera medida nombrar un comisario. En enero de 1819. En momentos en que las huestes españolas afrontaban la arremetida de las fuerzas guerrilleras y del ejército patriota que se estaba formando en los Llanos Orientales, el comandante en jefe español Pablo Morillo hizo ver al Rey la difícil situación de las tropas agobiadas por la falta de recursos para el hospital, la escasez de medicinas y de alimentos. Lo cual era un motivo para la creciente e incontenible deserción (45).

Teniente español Pedro Guas

Por estos mismos días pero en el territorio del Sur, el teniente español Pedro Guas llegó al cuartel general del batallón de Numancia en Popayán con el fin de descansar por unos días pues su tropa se hallaba muy estropeada y afectada de salud. Aunque traía 20 enfermos, al final prefirió llevárselos pues, según él, “[…] en esta ciudad están más prontos a perecer por el ningún cuido que se tiene de ellos” (46).

En los momentos de angustia y zozobra inherentes a la guerra fue clave la ayuda espiritual y de allí se explica el interés de los comandantes de ambos bandos por brindar un acompañamiento divino en momentos cruciales. Se sabe por fuentes documentales que varios religiosos seculares y reglares se incorporaron a los ejércitos e incluso algunos llegaron a empuñar las armas.

Desde luego, ese auxilio espiritual fue muy importante para aquellos hombres que por diversas circunstancias terminaron postrados en un improvisado hospital de guerra. En el mes de septiembre de 1821 la alta oficialidad patriota pidió al vicario de la ciudad de Cali que nombrara un capellán para el servicio del hospital militar. A finales de este mes, se hizo una nueva recomendación a aquel religioso para que no se descuidara en dar oportunamente sepultura a los soldados que morían en dicho establecimiento sanitario (47).

Contribuciones y aportes económicos

En vista de las esquilmadas arcas oficiales y ante el estado de inestabilidad económica por cuenta de la guerra, una de las opciones para paliar las recurrentes necesidades fue recurrir al aporte de las autoridades locales y de los pobladores. Estas ayudas se hacían en dinero en efectivo o también en especie, ya fuera con víveres o elementos para la dotación de los hospitales. Algunas veces se convocaba al vecindario y a los más pudientes para que colaboraran con la causa política y, en algunos casos, con la promesa de reintegrarles el valor de la donación.

No obstante, esa no siempre fue la norma general pues las autoridades militares recurrieron también a medidas extraordinarias como fue el caso de las contribuciones forzosas. Una exigencia que no estuvo exenta de tensiones, inconformismos y resentimientos. En todo caso, siempre se trató de justificar estos auxilios en aras de la causa política de turno. Y muchas veces con la promesa de difundir esos gestos de apoyo en la prensa local o a través de reconocimientos públicos.

Con el fin de recoger recursos para la asistencia de los hospitales militares españoles, el virrey Juan Sámano lanzó a principios de noviembre de 1818 una convocatoria para contribuciones voluntarias en las provincias de Pamplona, Socorro y Tunja. En respuesta a esto, el gobernador de la provincia del Socorro reportó haber recogido en la villa del mismo nombre la suma de 1.000 pesos para proveer de camas a los hospitales.

Bandera Monárquica

El gobernador de Pamplona, don José Bausá, cooperó con 1.500 pesos para la habilitación de hospitales de campaña. Y a su vez, adjuntó una carta enviada el 7 de diciembre por el cura de Bucaramanga. Don Eloy Valenzuela, uno de los que más habían animado a contribuir con la causa de la bandera monárquica:

“De las cortas rentas de este curato trabajoso, tenía reservados $100 para una obra instructiva. Pero siendo preferente las de misericordia, los libros con esta fecha para cimentar la suscripción que me anuncia en su oficio de 3 del corriente que recibí anoche, lo que hago con mucho gusto, y sin mira de alabanza o recompensa.

Únicamente por la íntima y antigua persuasión en que estoy de que todos sin excepción debemos concurrir no solamente con novenas y rogativas. Sino también con una razonable parte de nuestro haber. Para asegurar la paz y tranquilidad que han de salvar las rentas y propiedades de iglesias, monasterios y clérigos, de arrentados y pudientes. Y ya que no tomemos el fusil ni otra fatiga, a lo menos procuremos el alivio de aquellos infelices, que por nuestras haciendas y no por las suyas, arrostran la intemperie, penalidades y privaciones de la guerra, y en tal campaña como la del infernal Casanare” (48).

Beneméritos

En respuesta a estas demostraciones de fidelidad al Rey Fernando VII que redundaban en el alivio de los defensores militares. Sámano decidió publicar en la Gazeta de Santa Fe la referida carta del leal cura y los nombres de los “beneméritos” benefactores, con la cantidad y efectos donados al tiempo que agradeció a los gobernadores sus gestiones para el cumplimiento del objetivo propuesto.

En la población de Soatá, en donde se hallaban acantonadas, a mediados de marzo de 1819. Las compañías del 1er batallón del Rey, se había instalado un hospital militar que registró un gran adelanto gracias a algunos “buenos” vecinos del pueblo que apoyaron con recursos y trabajo personal en la continuación de la obra de adecuación del edificio. Sin haber tenido que destinar un peso del Real erario, se logró al final habilitar esta sede con capacidad para albergar a 300 enfermos (49).

El 11 de marzo de este mismo año, Sámano impartió instrucciones al coronel José María Barreiro para que ordenara a los alcaldes ordinarios de la ciudad de Santa Fe recoger una arroba de “hilas”. Con el fin de entregarlas al teniente ayudante del Estado Mayor de la División en Sogamoso que estaba próxima a reemprender operaciones militares en los Llanos Orientales (50).

Por el mes de junio de 1820:

Se tuvo noticia de una epidemia de viruela que se extendía vertiginosamente por las provincias de Tunja y Socorro, y que ya había generado estragos en los batallones republicanos allí estacionados. A principios del mes siguiente se aplicó la vacuna a 48 jóvenes soldados. Pero al parecer. El efecto había sido nulo por el mal estado que presentaba dicho medicamento (51).

Santander debió destinar lo recogido en contribuciones voluntarias aportadas por los socorranos para concentrarlo en los gastos de hospitales y en el envío de un médico para ayudar a aliviar la emergencia sanitaria. Para mediados de agosto. La cifra de muertos por este motivo ascendía a 25. En el hospital de El Socorro reposaban 37 de estos enfermos y, en los últimos días, 6 de ellos habían fallecido. Ante esta crisis, Santander debió encargar encarecidamente al gobernador el cuidado y asistencia de los enfermos. Para lo cual autorizó el refuerzo inmediato de médicos para aquella zona (52).

En octubre de este mismo año, los miembros del cabildo de Buga adelantaron diligencias encaminadas a recolectar fondos y víveres. Entre el vecindario para enviar al ejército republicano acantonado en Llanogrande. Y abastecer de drogas y alimentos el hospital militar (53). Otra opción de ayuda apreciada de manera especial y aplicada con frecuencia por los mandos oficiales. Fue acudir a los activos incautados a los aliados del bando oponente.

Estas fueron las órdenes impartidas a finales de julio de 1816 por el comandante en jefe español Pablo Morillo para organizar un hospital militar en la recién invadida ciudad de Popayán:

“[…] se ha de establecer con lujo y asistido el soldado completamente, camas en alto, pisos y casas las mejores, ración abundante y excelente. Debiendo hacer todos estos gastos el vecindario, recayendo lo más sobre los perversos. y embargando los bienes de los rebeldes que se vendrán en pública subasta y se depositará el importe” (54).

Para aminorar los gastos de la tropa realista en la ciudad de Cali y no gravar demasiado a la comunidad que ya estaba exhausta de tantas contribuciones. El cabildo resolvió en junio de 1817 que para la consecución y transporte de la leña destinada para el funcionamiento de los hospitales y cuarteles. Debían ocuparse los negros esclavos pertenecientes las haciendas secuestradas. La cantidad de individuos extraídos de cada hacienda se haría en proporción al número allí existente y serían relevados mensualmente. Para velar por el estricto cumplimiento de esta tarea. Se comisionó a los alcaldes ordinarios quienes debían presentar periódicamente el respectivo informe (55).

Vale aclarar que ni siquiera el personal médico estaba exento de los aportes para el sostenimiento de la guerra. Prueba de ello fue el clamor elevado en 1820 por Gregorio Rojas, médico del hospital general. Ante las autoridades de la villa de Medellín para que se le eximiera del pago de una nueva contribución, petición que le fue negada rotundamente (56).

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