Libros, Comentario Al Libro “Cuasi Una Fantasía”
Académico Dr. Alberto Gómez Gutiérrez
En su edición de diciembre, la National Geographic incluyó un artículo sobre el renacimiento del budismo. Su autor, Perry Garfinkel, inicia contándonos cómo el hombre que más le enseñó sobre budismo no era un monje de cabeza afeitada. No hablaba sánscrito y tampoco vivía en un monasterio en el Himalaya. De hecho, ni siquiera era budista.
Se llamaba Carl Taylor; había vivido toda la vida en San Francisco, Estados Unidos, y en apariencia no llegaba a los 50 años de edad.
Cuando Garfinkel lo entrevistó, estaba sentado muy derecho en una cama que llevaron rodando hasta los jardines adyacentes al pabellón del Centro de Cuidados Paliativos en el hospital zen “Laguna Honda”. Parecía tener frío. Carl estaba muriendo de cáncer.
Garfinkel se sentó a su lado, ayudándolo a ajustar una chaqueta que usaba para abrigarse y trató de conversarle. (Ver: Libros, Presentación del Libro: Cuasi una Fantasía. Cuentos y Relatos)
– “¿En qué trabajas, digo, trabajabas?” Hubo un largo silencio. Carl aspiró su cigarrillo y dijo.
– “A decir verdad, no hablo de mi pasado”. Preocupado por mantener la conversación, el periodista repasó en su mente su lista de preguntas. Si no podía preguntarle sobre el pasado y no tenía sentido hacerlo sobre el futuro, sólo quedaba el presente. Y en el presente, estaba aprendiendo, no hay preguntas, solamente el estar.
Carl parecía complacido con tenerlo sentado ahí. La sola compañía ayudaba a aliviar algo de su sufrimiento. Una vez Garfinkel aceptó que no tenía nada que hacer y ninguna dirección para tomar, se relajó.
Carl lo miró de soslayo y sonrió. Ambos entendieron que acababa de aprender una pequeña lección. De la misma manera médicos y pacientes, debemos entender la lección que nos ofrece hoy Efraín Otero-Ruiz. En su libro con título de movimiento musical, Efraím acaricia con palabras y otros símbolos nuestro intelecto. Desde sus primeras líneas se siente una brisa suave que entra por los ojos al cerebro.
“Cuasi una fantasía” se ofrece como una pausa entre tanta información irrelevante. En medio de la cacofonía de los noticieros y de la prensa, en medio de las publicidades que vienen conquistando cada vez más los espacios por los que transcurrimos, en medio de la impertinencia de los teléfonos celulares, la lectura de esta colección de cuentos y relatos nos conecta con el presente, con nuestras propias pulsaciones. Sin preguntas sobre el pasado, sin predicciones del futuro, con el aquí y el ahora.
Pero, se dirán ustedes, ¿cómo es posible que este mensaje, que este género, sea cultivado por un médico que se ocupa normalmente de hacer preguntas sobre el pasado y predicciones sobre el futuro de sus pacientes?
Pues bien, un médico que sólo hace preguntas y predicciones, no es un buen médico; un médico que no vive el presente con su paciente no sirve a su paciente; un médico que no vive el presente con su familia o sus amigos no podrá ser un médico feliz.
Y Efraím no sólo es un médico que ha servido a cientos de pacientes, que proyecta la felicidad del patriarca y buen amigo, sino que nos ofrece a todos hoy un recurso para la contemplación y la reflexión, para dejar a un lado las actualidades en forma de titular, sin contenido, para descolgarnos de los hilos de la publicidad, para apagar el celular, para leer y captar la sonoridad anacrónica de sus historias, revelando, una vez más, su desbordante capacidad de contar y relatar, y su fabulosa maestría para sumergirse instantáneamente en las profundidades del alma de quienes ha encontrado en su densísima trayectoria profesional y personal.
En palabras del académico Adolfo de Francisco Zea, en su brillante y bello prólogo a la obra, Efraim “ha elaborado con gran habilidad técnica, con aquella ‘Techné’ que los griegos utilizaban en todas sus obras de creación artística”, pero también “aprovechado con inteligencia sus relatos, para destacar en ellos el aspecto humano de sus personajes y delinear con excelencia su perfil psicológico”.
El académico De Francisco atribuye esta capacidad en parte a la experiencia de Efraím en el diario trajinar con las enfermedades endocrinas, particularmente con las de la glándula tiroides que tiene tanto que ver con el comportamiento psicológico de los seres humanos.
Yo creo, Adolfo, que podría ser al revés. Que la capacidad innata de Efraím de sentir al paciente, de interpretar los silencios de sus amigos, de gozar con el crujir de la madera bajo sus pies, de saborear la entonación de los galicismos del conde de Cuchicute, de darse tiempo para encontrar -como Usted bien nos cuenta que lo hacía T.S. Eliot- la palabra justa y adecuada, habilidades todas que son una sola, explican más bien porqué los pacientes afectados por la tiroides lo escogían a él y no a otros especialistas.
Porque no iban solamente por diagnósticos o tratamientos; iban, como en realidad vamos todos a la consulta, aún sin alteraciones tiroideas, por un momento de encuentro con nuestro médico, quien, más allá de la ‘Techné‘, debe ofrecer la mirada, el tacto y el gesto, debe saber oír y debe saber explicar la enfermedad con arte y sensibilidad. La consulta no debe ser una transacción de información. La consulta debe ser, en esencia, terapéutica. A la manera Zen.
Alguna glándula tendrá Efraim que no funciona bien en muchos de nosotros, para contar como cuenta, para relatar como relata, para rimar como rima, para darse cuenta de tantos detalles.
A la hormona correspondiente la podríamos llamar “Oterina”, y mientras la ciencia no logre producirla en bacterias recombinantes para ofrecérsela a nuestros estudiantes en caso de que noten apatía en sus pacientes o en sí mismos, podríamos proponerles que lean “Cuasi una fantasía” o “Los versos melánicos” o alguna de sus traducciones de los poetas anglosajones, para que se ejerciten en el arte de saber observar y de saber comunicar, para, en palabras de Adolfo de Francisco “…enriquecer su mente, (…) despertar de manera increíble su fantasía, (…) estimular prodigiosamente su memoria conduciéndolos por el sendero amable de un adecuado desarrollo psicológico y espiritual como seres humanos…”.
Además de los tratados de medicina interna, además de los sofisticados reportes de la genética molecular, los estudiantes de medicina deberían recibir a partir de hoy obras cuasi fantásticas como los cuentos y relatos del doctor Otero-Ruiz, en una cátedra humanista que tanta falta les está haciendo en nuestro mundo contemporáneo.
Conociendo a Efraim desde hace varias generaciones por la afinidad y parentesco de nuestras familias en Santander, siento que él encarna a la vez lo que él atribuyó por un lado al padre y por el otro al hijo en su “Evocación del Conde de Cuchicute”. Efraim es patricio como Don Timoleón Rueda, ya no en el dominio agrícola sino en el intelectual.
¿Quién podrá dudar que es el santandereano contemporáneo que más altas posiciones ha representado en la ciencia y en la medicina nacional? Pero, por otro lado, es también heredero del talante aristócrata del conde José María Rueda y Gómez, talante afortunadamente modulado por su rigor timoleónico.
En su relato, Efraim incluyó una frase contundente de cinco palabras que fue motor de toda la diáspora santandereana que salió de su pueblo a estudiar. La frase que, en la Colonia, marcó el ritmo de la quinta parte de los estudiantes de los Colegios Mayores del Rosario y San Bartolomé, la frase tácita que nunca oímos pero que Efraim puso en boca de don Timoleón para la eternidad, la frase que solo el hijo de don Timoleón se negó a atender, y que hizo la grandeza de ese pueblo:
– “O estudia o se regresa”. Hoy rindo homenaje a Efraim, que no ha cesado de viajar por las avenidas del conocimiento y de la literatura, a Gloria que lo ha acompañado siempre con esa misma entrega y suavidad, y a sus hijos que siguen estudiando como buenos vástagos santandereanos.
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