Editorial, Discurso de posesión del Académico Doctor Zoilo Cuéllar-Montoya
De la Presidencia de la Academia Nacional de Medicina de Colombia para el período 2004 – 2006
Sesión Solemne del 18 de marzo de 2004
Son encontrados los sentimientos que colman mi espíritu en este momento, y a partir de aquel en el cual ustedes, señores Académicos, tuvieron a bien honrarme con lo que yo considero como la distinción más alta que puede un profesional de la salud alcanzar en nuestra Patria: la Presidencia de la Academia Nacional de Medicina de Colombia. Es grande, inmensa, la responsabilidad con la que ustedes, mis apreciados coprofesores, cargaron mis hombros en su decisión electoral del día cuatro de este mes: no encuentro palabras apropiadas para expresarles mi sincero agradecimiento por la confianza en mí depositada, por permitirme ingresar, de lleno, a las páginas de la historia y por la enorme distinción que me otorgaron la cual, en virtud de la indiscutible valía profesional, científica, académica, artística y humana de los ilustres pares y dilectos amigos con quienes competí por este altísimo cargo, acrecienta a mis ojos, aún más, su valor.
Es inconmensurable la emoción que me embarga al alcanzar esta meta, largamente soñada por mí, probablemente programada, a la manera de una impronta genómica, en el ámbito de la herencia, por aquellos de mis ancestros a los cuales se refirió el Académico Francisco Javier Henao cuando, gentilmente, propuso mi nombre a la consideración de la Asamblea para la Presidencia de nuestra Corporación para el período de 2004 a 2006, que hoy comienza.
Por voluntad de ustedes, señores Académicos, ocupé durante los dos años que hoy terminan la Vicepresidencia de esta Academia, incomparable oportunidad que se me dio para secundar, en su excelente labor presidencial, al doctor Juan Mendoza Vega; para aprender de él y de sus actuaciones, cuyas ejecutorias destacará, en letras doradas, el libro de nuestra historia institucional y nacional: a fe que me espera una ingente labor, Señor Presidente, para seguir sus pasos y los de nuestros ilustres predecesores, ante la responsabilidad insoslayable de conducir nuestra Academia, en pleno siglo XXI, en medio de tanta dificultad y tanto reto, por senderos proactivos; hacerla cada día más actuante, más innovadora, presente en todas y cada una de las circunstancias de la vida nacional relacionadas con sus objetivos. Expectantes, desde el arcano donde se funden el pasado y el futuro en un presente sin fin, presiento las miradas atentas de los artífices de la academia en Colombia: el sabio gaditano, el doctor don José Celestino Mutis y Bossio, con su clara apreciación de las carencias profesionales en la atención médica y la salud pública en el Virreinato; el maestro y doctor don Miguel de Isla, con sus conocimientos médicos y quirúrgicos, emanados de una escuela de extensa práctica hospitalaria -el Hospital de Santa Ana, en Pamplona; el de San Sebastián en Panamá; el de Jesús, José y María en Santafé; el de San Juan de Dios de Cali y, nuevamente, el de Santafé-, poseedor de importantes experiencias docentes y administrativas y, el Salomón de las Indias, como lo apodaron sus contemporáneos, discípulo de los anteriores, don Vicente Gil de Texada y Rivera, políglota, jurista, teólogo y médico, fundadores los tres de la medicina científica y su enseñanza en el Nuevo Reino de Granada, en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en 1802: precursores, los tres, de la academia in extensum, cuya obra continuaron los sabios y valientes médicos de la Independencia.
Vienen a mi memoria entonces, nimbados por la pólvora y el humo de los cañones de la reconquista española y por los de nuestra Independencia, o por los laureles intangibles de heróicas acciones en el ejercicio apostólico de su profesión, tanto con los heridos de la Guerra Magna como con las víctimas de epidemias y de patologías tropicales, los doctores José Félix Merizalde Solís, iniciador de la cátedra de higiene en la naciente República y representante de la medicina militar; Benito Osorio, el precoz y sabio tercer regente de la primera Escuela de Medicina, en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario; José Crisóstomo Zapata, con sus investigaciones sobre la lepra y su enseñanza clínica en el Hospital de Caridad; José Joaquín García, con su introducción, en la docencia y en la práctica, de doctrinas médicas diferentes a las del sistema de Broussais, paradigma vigente hasta esa época, y otros importantes médicos y farmaceutas, que conformaron la «Real Academia Médico-quirúrgica y Farmacéuticoquímica de nuestro Monarca, el Sr. Don Fernando VII y de nuestra Reina y Señora Doña Isabel Francisca de Braganza».
Estos ilustres galenos, verdaderos próceres de la Independencia patria, en una forma u otra, directa o indirectamente, influyeron en la formación de los doctores Andrés María Pardo y Álvarez, el gran anatomista; Jorge Vargas Nieto de Paz, el decano de los médicos del siglo XIX; Antonio Vargas Vega, el filósofo de la ciencia médica de entonces, consagrado maestro e incomparable docente; Joaquín Maldonado Segura, el brillante tocólogo, durante muchos lustros catedrático en su especialidad; Antonio Vargas Reyes, el primer periodista médico de nuestra Patria, fundador y conductor de la Escuela Privada de Medicina, en 1865; Manuel Plata Azuero, médico y cirujano de antología, creador de la Universidad Nacional; Leoncio Barreto, padre de la obstetricia nacional; Abraham Aparicio Cruz, el hombre de las iniciativas, el verdadero ideólogo de nuestra Academia; Evaristo García Piedrahíta, hombre público y notable escritor científico; Nicolás Osorio y Ricaurte, el connotado maestro universitario y admirado sabio de las ciencias médicas y naturales; Pío Rengifo Martínez, el enérgico defensor del gremio médico y el primer editor de la Revista Médica, y el ilustre maestro, el recordado profesor naturalista, brillante rector de la Facultad de Medicina y excelente Ministro de Instrucción Pública, el doctor Liborio Zerda Hidalgo los cuales, personalmente o por medio de su influencia dieron origen, en enero de 1873, a la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales de la cual nació, el 27 de abril de 1891, nuestra Academia.
La presencia inmanente de éstos y otros muchos maestros de nuestra ciencia médica y, fundamentalmente, la herencia de excelencia de mis sesenta y seis antecesores, representa un reto prodigioso para quien en esta noche accede a la Presidencia de la Academia Nacional de Medicina de Colombia y ellos, y la historia, serán jueces imparciales, e implacables, de las ejecutorias académicas de esta Junta que hoy inicia labores.
De ese grupo selecto de gobernantes de nuestra Corporación no puedo dejar de mencionar en esta noche, histórica e inolvidable en mi vida profesional, como un homenaje de respeto, de admiración, de profundo afecto, a aquellos Académicos cuya sangre corre por mis venas, nacidos los tres en tierras huilenses, dos en la región del Agrado, pueblito perdido en las estribaciones orientales de la cordillera central, al sur del entonces Estado Soberano del Tolima, en el punto donde el paisaje agreste de las montañas andinas se transforma, lentamente, en las fértiles y ardientes vegas de la margen izquierda del gran río de La Magdalena y el tercero, natural de la villa de Campoalegre, unos pocos kilómetros al sur de la ciudad de Neiva, realmente nacido en la centenaria casona de la hacienda de La Angostura, propiedad por ese entonces del común abuelo materno, el General Liborio Durán Borrero. Me refiero a los Profesores Zoilo Cuéllar Durán, brillante cirujano, fundador de la cátedra de urología en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, en 1913, Presidente de esta Academia entre 1930 y 1932; Manuel Antonio Cuéllar Durán, mi abuelo, diez años menor que su hermano Zoilo, oftalmólogo y otorrinolaringólogo, fundador de la cátedra de técnica quirúrgica en oftalmología en la misma Facultad, Presidente de esta Corporación entre 1948 y 1950 y Rafael Ucrós Durán, primo hermano de los anteriores, gran cirujano, fiel seguidor de las enseñanzas de Lord Joseph Lister sobre asepsia y antisepsia, fundador de la cátedra de ginecología en el alma mater, en 1903, Presidente de esta Academia en dos períodos, entre 1932 y 1934 y entre 1934 y 1936; los tres, diplomados en París. A ellos me acojo, como sombras tutelares y ejemplos a seguir en la conducción de esta noble y benemérita institución.
Quiero recordar también, con inmenso cariño, la figura señera del Profesor Julio Araújo Cuéllar, pediatra distinguido, verdadero apóstol de la profesión y trabajador incansable en el Centro de Vacunación del desaparecido Hospital Infantil Lorencita Villegas de Santos a quien, a pesar de la inmensa diferencia de edad, me unió un profundo afecto, a la par que una sincera e imperecedera amistad: fueron muchas las horas compartidas con él en esta Academia. Y del grupo de queridos coprofesores ya tristemente desaparecidos: cuánto he pensado en estos días en dos grandes amigo nuestros, compañeros de tantas veladas académicas: el connotado salubrista e historiador médico, Académico Fernando Serpa Flórez y el excelente internista y nefrólogo, profesor universitario, fundador de la Facultad de Medicina de la Universidad Industrial de Santander, Académico Roso Alfredo Cala Hederich. Faltaría a la justicia y a la gratitud si no hiciese mención, en esta noche que para él, estoy seguro, hubiera sido de altísima satisfacción, del Miembro Honorario Profesor José Ignacio Barraquer Moner, mi maestro, de quien yo fuese tan cercano a lo largo de 17 años, y a quien me unió una amistad profunda y una verdadera relación filial. Y, naturalmente, en el universo de mis afectos surge, a mi lado, la presencia inmanente y la imagen de bonhomía del doctor Zoilo Cuéllar Calderón, mi padre, también oftalmólogo cuyo ejemplo de rectitud y de apostolado me impulsó hacia la medicina.
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