Artículos Científicos, Guerra, Ambiente y Salud en Colombia

Académico Hugo Armando Sotomayor Tribín

Partiendo del principio que señala que para tener una visión más clara de un fenómeno social particular se requiere ubicarlo dentro de una perspectiva histórica, global, sistémica y compararlo con otros semejantes, he resuelto hacer una aproximación a la relación a la guerra en Colombia con un enfoque histórico, antropológico y bioético.

La guerra, además de mirarse dentro de los términos militares clásicos como “la política por otros medios”, ella debe entenderse en los de la salud pública y ecológicos como “el peor desastre antrópico” y la “mayor de las emergencias complejas” y en los de los derechos humanos que la ven como la “negación de la paz”.

Nuestra guerra actual es parte de nuestro historial de guerras. Las guerras ínter tribales prehispánicas libradas sin armas de metal y de fuego, sin claras ideas sobre vanguardias, retaguardias, tácticas militares, de líneas de apoyo logístico, etc., se desarrollaron en una época de aislamiento de América de los grandes focos de enfermedades infecciosas del Viejo Mundo. (Lea también: Artículos Científicos, Comentarios a la Presentación “Guerra, Ambiente y Salud en Colombia”*)

La llamada Conquista española se puede entender como una guerra de tierra arrasada, en donde los europeos utilizaron la tea incendiaria, los mastines, el caballo, las armas de metal y fuego, y los sistemas de guerrear propios de ejércitos curtidos en luchas contra otros ejércitos con el fin claro de sojuzgar a los nativos e imponerles una lengua y una religión nuevas.

Mientras las sociedades nativas ante semejante embate de ambición material y desprecio humano huían, abandonaban sus cultivos, luchaban o se suicidaban, acto este último practicado por colectividades enteras con el sólo propósito de negarles a los peninsulares las mieles de la victoria final.

Semejante encuentro, militarmente disparejo, fue agravado por la llegada con los conquistadores de enfermedades desconocidas en estos lares: paludismo, sarampión, gripe, viruela, etc., y por el hambre epidémica consecuencia de la destrucción de las familias, la crisis agrícola por ausencia de mano de obra y la apropiación de las reservas de las comunidades por cuenta de los invasores ibéricos.

Instalada la Real Audiencia e iniciada la época colonial, el hambre epidémica que se tornó endémica obró conjuntamente con la realidad psicosocial de servidumbre para los indígenas y la esclavitud para los negros, como caldo de cultivo ideal para las oleadas de infecciones de transmisión aérea procedentes del Viejo Mundo y la instalación permanente de las enfermedades transmitidas por vectores como la ya mencionada malaria, la fiebre amarilla y las filariasis, y las enfermedades por transmisión hídrica y por alimentos.

Las guerras libradas en esa época se desarrollaron principalmente en el litoral caribe entre la potencia dominante, España, y sus contrincantes y ambiciosos enemigos, Francia, Inglaterra y Holanda.

Tras la Independencia, la navegación a vapor por el río Magdalena -establecida a partir de 1825, los procesos de colonización y las guerras civiles fueron factores determinantes para que todas las enfermedades llegadas del Viejo Mundo y las ya existentes antes de ello, como el carate, la leishmaniasis cutánea, el Chagas y la tungiasis, campearan en las diferentes regiones del territorio del país.

La guerra fratricida, de baja intensidad de fuego y con frecuentes prácticas de combatir, teñidas de cobardía y criminalidad, se adueñaron del país desde 1841 hasta la llamada Guerra de los Mil Días e hizo una breve reaparición entre 1930 a 1932.

En los primeros 131 años de vida republicana comprendidos entre 1819 y 1950 la fiebre amarilla urbana ingresó al interior del país en 1830 y alcanzó la región amazónica, vía el río Putumayo desde su primera navegación a vapor en 1874-75, y el cólera llegó a Cartagena y se diseminó a lo largo de la ribera del río Magdalena entre 1848 y 1852.

Las guerras civiles con sus típicas guerra de posiciones facilitaron las disenterías, el paludismo y la fiebre amarilla y ocasionaron importantes migraciones del campo a las poblaciones en formación.

En los últimos cincuenta y cinco años (55), de 1948 a hoy, 2003, la guerra ha sufrido tres importantes cambios, a la luz de las motivaciones y fuentes de financiación: entre 1948 a 1964 fue una confrontación entre liberales y conservadores, entre 1964 y 1985 confrontación política entre el Estado y la subversión armada socialista a la sombra del conflicto Este-Oeste,socialismo-capitalismo, y a partir de 1985.

Pero muy en especial a partir de 1991, con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética y su bloque socialista, el esfuerzo de guerra de los opositores al Estado pasó a depender económicamente del negocio de la marihuana, la coca y la cocaína, la amapola y la heroína que desde años antes los grupos de negociantes y criminales habían activado aprovechando su gran demanda por parte de Estados Unidos y Europa; de la extorsión a las compañías petroleras extranjeras, del desvío forzoso de las rentas de los municipios y departamentos y del terrible delito del secuestro.

El crecimiento de los grupos enemigos del Estado pasó de tasas vegetativas a tasas exponenciales en la medida que comenzaron a depender del dinero de los “vacunas” o gramajes impuestos a los sembradores y comerciantes de la coca, cocaína, amapola, heroína, marihuana y hachis; su crecimiento ha dependido en forma directa del número de hectáreas sembradas con esos cultivos.

En estos últimos 20 a 17 años y por obra del poder económico de las organizaciones armadas opuestas al Estado y por consiguiente fuera de la ley, al pasar la guerra, en no pocas ocasiones, de ser una típica guerra de guerrillas a una cuasi guerra de movilización y de posiciones, las minas antipersonales comenzaron a cobrar cada vez más importancia y generar más muertos y heridos, al mismo tiempo que la leishmaniasis, propia de la guerra de guerrillas, sumaba cada vez más afectados entre los soldados de las Fuerzas Militares y los guerrilleros y en la tropa de las llamadas autodefensas ilegales o “paramilitares”.

Hoy se calculan que en el país están sembradas entre setenta a cien mil minas antipersonales y que el riesgo para un campesino de las regiones en donde ellas están sembradas, de ser mordido por una serpiente es muchísimo menor que el de ser afectado por una mina antipersonal.

En Colombia hoy ocurren anualmente alrededor de 100 accidentes ofídicos graves y 250 accidentes por minas antipersonal. Entre 1990 y junio de 2003 ha habido en el país 2806 accidentes por minas y objetos explosivos abandonados con un total de 1487 heridos y 468 muertos.

El pasado 25 de junio de 2003 el gobierno nacional en cumplimiento de la firma que hizo en el año 2001 del tratado de proscripción de las minas antipersonal de Ottawa de 1997 comenzó a destruir las bien localizadas 20000 minas que protegían instalaciones militares y de alto valor estratégico para el país y desde aquel año INDUMIL, la industria militar, ha dejado de producir esos artefactos.

A mediados de los años ochenta en pleno auge de las organizaciones de narcotraficantes las organizaciones guerrilleras al orientar su política de secuestros sobre las familias de los grandes jefes o capos de los negocios de la marihuana, la coca y la amapola activaron una típica respuesta “antígeno-anticuerpo”.

Se crearon los grupos muerte a los secuestradores, MAS, que luego devinieron en el movimiento de Autodefensas Unidas de Colombia. Es decir que la práctica política criminal del secuestro generó otra práctica “político” criminal.

El débil Estado colombiano debió enfrentar a los carteles criminales de Cali, Medellín y luego presenciar y tolerar, por su misma debilidad institucional y la infiltración del poder de esos carteles en diferentes esferas gubernamentales, la conformación cada vez más fuerte de los “paramilitares” o Autodefensas.

Semejante confrontación entre guerrillas y autodefensas ilegales, en la que muchas veces el Estado en virtud de su debilidad estructural, la impunidad y la corrupción, ha sido testigo pasivo, comenzó a afectar tan hondamente a todo el país que hoy Colombia muestra una cifra de desplazados por la violencia que según varios observadores puede oscilar entre millón y medio a dos millones de personas.

Si bien los desplazados y sus problemas de vivienda, salud y empleo hoy son gigantescos y motivo de serías preocupaciones y de esfuerzos ingentes del Estado, es claro que el fenómeno de desplazamiento por razones políticas no es propio de la actual confrontación entre autodefensas y guerrillas, y entre estas últimas y el Estado, sino que el ha sido un acompañante de todas nuestras guerras civiles del siglo XIX, de la llamada Violencia de los años 50 y 60 del pasado siglo XX y de los primeros años de la llamada lucha subversiva.

Los desplazados que antes recibieron el nombre de exilados, perseguidos, migrantes, etc., fueron los responsables de los llamados barrios de invasión. Recuérdense en Bogotá los barrios de “Policarpa Salavarrieta” y las “Colinas” de los años sesenta del pasado siglo XX.

La mayor atención que hoy reciben los desplazados obedece a dos causas principales, su magnitud y la mayor conciencia que tiene la humanidad en general, la política internacional y la nación colombiana en particular sobre el impacto de la guerra y los derechos humanos.

Las guerrillas de las FARC y el ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, en la medida que para su sustento y crecimiento han dependido de las “vacunas” y “gramajes” que le han impuesto a los cultivadores y traficantes de coca, amapola y marihuana y sus respectivos alcaloides se han convertido en una fuente de riqueza para el capitalismo en general y el imperialismo en particular a quien las primeras consideran su enemigo principal, y también en una fuerza generadora de gran destrucción ambiental.

El negocio del narcotráfico que por su actual condición de ilegal tiene una utilidad neta superior a la de cualquier actividad comercial lícita, la del 293%, deja el 90% de esas utilidades en manos del mercado de Estados Unidos.

Por cada hectárea sembrada de coca se necesita acabar con 4 hectáreas de selva de tierras bajas, por una hectárea de amapola se necesita tumbar treshectáreas de selva andina y por una de marihuana se deben tumbar hectárea y media de selva. Las FARC por cuenta del gramaje impuesto a los cultivos de coca obtuvo entre 1998 y 1999 la suma de 180 millones dólares, mientras el ELN obtuvo 30 millones de dólares.

Pero el efecto devastador sobre el entorno natural no sólo es producto de la relación de siembra de cultivos y tumbe de selvas, sino que también es producto de una acción deliberada por parte de los cultivadores de ellos de incrementar su rendimiento con la utilización de herbicidas, insecticidas y funguicidas que ayuden a esos cultivos en su lucha por los nutrientes del suelo y contra las plagas que los dañan y por la fumigación aérea que los diferentes gobiernos nacionales y estadounidenses han impulsado desde hace varios años.

La lucha entre los cultivadores y los beneficiados de estos, las guerrillas y las autodefensas por el máximo rendimiento de los cultivos de coca y amapola, y el gobierno nacional y los estadounidenses, el primero con el propósito de estrangular las finanzas de los grupos armados y acabar con los cárteles de narcotraficantes y el segundo impulsado con un típico criterio de interdicción policíaca y una visión etnocentrista en donde ellos se consideran victimas y a nosotros se nos consideran como los victimarios, ha convertido esa lucha en una verdadera lucha ecocida.

Esta guerra ecocida es bien diferente de la preocupación que la gran potencia actual, los Estados Unidos, han ventilado desde la Guerra del Golfo en 1990 y en la reciente invasión y deposición de Saddam Hussein en Irak, la existencia y posible uso de armas biológicas de destrucción masiva.

En Colombia este tipo de armas no son motivo de preocupación como si lo son los atentados contra los oleoductos, las estaciones de bombeo de petróleo.

En nuestro país las únicas armas biológicas que se han utilizado han sido las que sólo afectan a individuos o pequeños grupos: envenenamiento de las aguas que pudieran consumir las fuerzas sitiadoras, comandadas por Simón Bolívar, de Cartagena, adición de escopolamina a la chicha consumida por los soldados patriotas por cuenta de las campesinas boyacenses adeptas a la causa realista, aún después de la Batalla de Boyacá, flechas envenenadas usadas por los indígenas motilones del Catatumbo contra los empleados de las compañías petroleras en los años cuarenta del siglo XX y, en la actualidad, adición de excrementos humanos a las minas antipersonal y a las “pipetas” usadas por los guerrilleros en sus asaltos a los pueblos más pobres entre los pobres.

Las organizaciones de las FARC y el ELN en su intento de chantajear a las compañías nacionales y extranjeras vinculadas a la industria petrolera y obtener también por esta vía, dividendos económicos de las compañías encargadas de las reparaciones de los oleoductos han convertido los atentados contra los oleoductos y las estaciones de bombeos en un triste negocio ecocida y generador de hambre y desplazamientos entre los campesinos que viven a lo largo del “tubo”.

Los atentados al oleoducto caño Limón Coveñas: en el año 2001 sumaron 170, en el 2002, 41, y en lo que va corrido del 2003, 17. En total los atentados contra ese oleoducto sumaron el día 24 de agosto de 2003, 1000. En sólo los primeros 10 días del mes de agosto del año en curso, 2003, al oleoducto del Putumayo esas organizaciones le han hecho 10 atentados.

Semejantes prácticas militares deliberadamente ecocidas libradas justo cuando la humanidad entera no sólo tiene mayores conocimientos sobre la interrelación sistémica que opera a nivel de todo el planeta Tierra y cuando se ha construido un discurso ecológico y bioético sólido, no son más que producto de la ignorancia, la arrogancia y la persecución de quimeras a través de formas de pensar rústicas y elementales.

Esas prácticas ecocidas, tan propias del capitalismo, lo que está demostrando es que las organizaciones responsables de ellas se alimentan de una de las ideas matrices del capitalismo, que el hombre es el amo de la naturaleza y de la concepción errada de la capacidad infinita de nuestro hogar, la Tierra, y de un discurso militarista, elemental y totalitarista incapaz de ajustar la idea de lo que se llamó desde en 1992 en Río de Janeiro, en la llamada Cumbre de la Tierra, el desarrollo sostenible.

La práctica de financiación que las guerrillas introdujeron desde los años ochenta no sólo activó, como dejé dicho arriba, al grupo MAS y a las AUC, sino que ella nos hizo retroceder en términos de derechos humanos a los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX cuando la práctica de la captura, comercio y explotación de las poblaciones negras africanas fue una terrible realidad.

El secuestro activado por las fuerzas guerrilleras conjuga la captura, el comercio y la explotación de seres humanos ya no por el color de la piel, sino por señales externas que al juicio de esas organizaciones indican algún tipo de excedente económico.

Al secuestrado a diferencia del negro esclavizado no se le pone a trabajar en faenas generadoras de acumulación primitiva de capital, sino que de él se aprovecha lo que ya ha generado en ese sentido. Al esclavo negro se le ponía a trabajar, del secuestrado se toma el capital logrado por su anterior trabajo. Una típica práctica de acumulación primitiva del capital.

Por el escaso desarrollo de los derechos humanos en su tiempo los viejos esclavistas jamás pretendieron ocultar que su intención era la generación de capital, mientras que justo por el mayor desarrollo de los derechos humanos en la actualidad los secuestradores del presente tratan eufemísticamente de presentar su intención de generar capital como un acto de toma de “prisioneros de guerra” o en el peor de los caso como “retenidos”.

Los secuestradores actuales como saben perfectamente que su acto es un crimen, lo tratan de disfrazar en forma tan burda que al mismo tiempo insultan a la población general al considerarla mentalmente
incapaz de ver sus verdaderas intenciones económicas. Entre 1998 y 1999 el negocio del secuestro y la extorsión le generó a las FARC la suma de 198 millones de dólares y al ELN 40 millones de dólares.

A pesar de que en Colombia siempre se ha dicho que la sociedad es civilista en oposición a las tendencias militaristas de otras sociedades latinoamericanas, no es sorprendente que las fuerzas guerrilleras y de las autodefensas hayan sobrevivido con una práctica y un discurso autoritario y militarista.

La razón de esto es indiscutiblemente que esas organizaciones se han apoyado de forma oportunista en los sueños económicos de algunos sectores de la población.

Recordemos que nuestra historia desde que entramos en la primera globalización, tras entrar en contacto con los europeos en el siglo XVI, ha estado signada por la búsqueda de los “El Dorado”: las sepulturas del Sinú, las minas de oro y plata bajo el dominio español, la guaquería, la quina, el caucho, el petróleo, las esmeraldas.

Autodefensas y guerrillas al apoyarse en algunos sectores de la población urbana y rural que se han dedicado al cultivo y comercio de la coca y la amapola lo que han hecho es básicamente alimentar las ambiciones de los “El Dorado” que muchos de ellos tienen y no como ellas han querido presentarlo, como un alternativa de “simplemente” salir de la pobreza.

En la guerra, entre la persecución violenta de sus quimeras por cuenta de las guerrillas, la respuesta consecutiva de las autodefensas y la obligatoria respuesta Estatal a los desafíos de esas organizaciones fuera de la ley y lejos de cualquier enfoque humanista, las enfermedades como la malaria, el dengue, la fiebre amarilla, la leishmaniasis, el SIDA, y otras de origen infeccioso han crecido exponencialmente a la par que los efectivos de esas organizaciones y el cultivo de la coca y la amapola lo han hecho.

En esta guerra irregular, de bajo potencial de fuego y prácticas cobardes y criminales han florecido todo tipo de trastornos mentales activados por el terror, la inseguridad y la desesperanza.

Y es justo que una de las condiciones de esta guerra, la de ser una guerra de guerrillas, es una de las causas del fenómeno que a luz de los tratados y convenios internacionales existentes sobre la guerra, han llamado poderosamente la atención y cobrado innumerables víctimas en los últimos años: la violación de la Misión Médica.

Hoy cualquier lucha política, y entre ella la “política por otros medios”, la guerra, no tiene ninguna justificación si no reposa en una mirada compleja, poliédrica, de toda la complejidad de ser humano como especie, como individuo, como sociedad y como hijo de la madre Tierra.

La guerra que se empeñan en proseguir las organizaciones armadas en Colombia se mantiene básicamente por cuenta del vínculo que ellas mantienen con el narcotráfico, por la debilidad del Estado y por nuestra tradición, con sus propios procesos de endoculturación, de la violencia como forma de solucionar problemas. Baste recordar para esto que de los 183 años que tenemos de vida republicana 123, es decir un poco más del 67% , la nación colombiana ha sido atravesada por la guerra fratricida.

No se puede salir de la pobreza económica, superar la grandes desigualdades sociales a través de prácticas esclavistas y ecocidas, del militarismo, de la creación de grandes masas de desplazados, de crear condiciones favorecedoras de enfermedades y de impedir la actividades de la Misión Médica. Es imposible ser alternativa política sin una profunda fundamentación antropológica y bioética.

Bibliografía

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