Diabetes en la Primera Mitad del Siglo XX
Alfredo Jacome Roca, MD*
Internista-Endocrinologo
Asociación Colombiana de Diabetes
El siglo de la ciencia comenzó con buenos augurios.
Apenas se iniciaba, Opie y Sobolev afirmaron cada uno en forma independiente que los islotes de Langerhans eran necesarios para el control metabólico de los carbohidratos y que la patología de estas células era la responsable de la aparición de la diabetes. Ya en 1902 los fisiólogos británicos Bayliss y Starling habían introducido el “concepto endocrino”, con el descubrimiento de la “Secretina” a la que llamaron “hormona”.
En la relación causa-efecto entre daño insular y diabetes debía entonces existir una hormona, la que de serlo debía llamarse “insulina”, según lo postuló Meyer en 1909. Extraer la secreción interna de los islotes era entonces el problema, y por lo menos tres científicos lo intentaron antes de Banting y Best.
El internista alemán Georg Ludwig Zuelzer había preparado un extracto pancreático que al ser inyectado a perros diabéticos, e incluso a algunos pacientes, había tenido efectos hipoglicemiantes pero había resultado tóxico. Parecidas observaciones fueron obtenidas por el rumano Paulesco.
El que quizás más cerca estuvo de lograrlo fue el francés Gley, quien no publicó sus resultados sino que los entregó en 1905 en comunicación sellada a la Sociedad de Biología de París-Dice Amaro-Méndez que utilizando un método original de Claude Bernard, inyectó aceite en los en el conducto pancreático de los animales. Produciendo esclerosis de la glándula; a pesar de esto, los perros no se volvían diabéticos pero al inyectar endovenosamente extractos de estas glándulas esclerosadas, esto reducía la glicosuria de los perros pancreatectomizados.
Gley sólo permitió abrir su misiva después de 1922, cuando ya el descubrimiento había sido plenamente informado desde Toronto. Pero fue demasiado tarde, pues lógicamente el crédito se lo ganaron ampliamente los canadienses.
Cuenta Ucròs Cuèllar que “en 1917, el doctor Julio Z. Torres
Presentó en la Sociedad de Cirugía de Bogotá un trabajo sobre el tratamiento de la diabetes con inhalaciones de ozono… pero no se publicaron ni resultados ni comentarios sobre el mismo”. En aquellas épocas se usaban la quinesioterapia (ejercicio), crenoterapia (tratamiento hidro-mineral), talasoterapia (baños de mar), climatoterapia, electroterapia, raquicentesis y ozonización.
Se decía que la respiración del aire ozonizado determinaba en la orina una mayor proporción de urea y ácido fosfòrico; habría pues una sobreactividad de las combustiones orgánicas, con mejor asimilación. Lo que llevaría a exageración del apetito y aumento de peso, por lo que la ozonización tendría buenos efectos en el tratamiento de la diabetes por anhepatìa.
Los experimentos de Fredrick Banting y Charles Best en 1921 le dieron un vuelco total al manejo de la diabetes.
El concepto mismo sobre la enfermedad giró 180º. Después de usos limitados de la insulina producida por los Laboratorios Connaught, la intervención de químicos de la casa Lilly mejoró la disponibilidad de la hormona. Muchos libros se han escrito sobre los descubridores y sobre el hecho mismo, pero recomiendo el del historiador Bliss titulado “The discovery of insulin”.
Esta fue una verdadera epopeya contra el tiempo (McLeod –quien había prestado su laboratorio de fisiología para los experimentos- pronto regresaría de Escocia) y contra los activistas que impedían cualquier experimento en animales.
Banting era un cirujano que había hecho una residencia con énfasis en ortopedia en Hospital para Niños Enfermos de Toronto. Sirvió durante la Primera Guerra con el grado de capitán y terminó herido.
Así que luego regresó a su natal Canadá en busca de trabajo, abriendo un pequeño consultorio en la ciudad de Londres, Ontario donde además consiguió una vinculación tiempo parcial con la universidad local.
En su oficio de “docente todero”, le encargaron dar una charla sobre metabolismo de los carbohidratos para los estudiantes de fisiología; Banting nunca había tratado un diabético y por consiguiente no dominaba el tema, ni tampoco lo interesaba particularmente.
Un domingo de octubre de 1920 –el 30 para ser más exactos- en sus lecturas dio con un número de la revista “Surgery, Gynecology & Obstetrics” que acababa de aparecer y que traía el informe de un caso de litiasis pancreática en la que la autopsia practicada por Moisés Barron había encontrado que la obstrucción del canal de Wirsung había causado una atrofia de los acinis pero con la persistencia –claro está- de las células insulares. Ya que como hoy sabemos estas tienen otro origen embrionario pues se trata de células Apud de tipo ectodérmico. Esto era precisamente lo que se encontraba al ligar quirúrgicamente el conducto pancreático, lo que le quedó sonando a Banting.
Esa madrugada se despertó pensativo, con una idea que luego se le volvería fija; allí estaba la clave de la enfermedad. Así que escribió en un papel, para no olvidarlo: “Diabetes. Ligar el conducto pancreático del perro. Mantener los perros vivos hasta que se degeneren sus acinis, quedando los islotes. Tratar de aislar la secreción interna de estos para aliviar la glicosuria”. (Ver: La Diabetes, el Síndrome Metabólico y las Hiperlipidemias)
Banting tal vez no sabía de los trabajos de Zuelzer, ni de Gley, ni de Paulesco.
No tenía ni recursos ni preparación, era inseguro, tímido, suspicaz, no era ni escritor ni buen conferencista. Como en la pequeña ciudad en que vivía no había recursos, le aconsejaron visitar al profesor J.J.R. McLeod de la Universidad de Toronto, quien tenía un estupendo laboratorio de fisiología.
La ventaja de Banting era que –merced a su entrenamiento quirúrgico- podía manipular animales de investigación, y sobre todo, que la idea causa-efecto se le había metido en la cabeza, así fuera simplista y con errores de base.
De entrada, McLeod no tomó en serio las aspiraciones de Banting, quien insistió de tal manera, que con ocasión de un viaje del primero a Escocia, su tierra natal, resolvió prestarle con displicencia el laboratorio. Le dejó unos perros y le asignó al estudiante Charles Best para que le ayudara en sus experimentos, en los que McLeod no tenía puestos esperanza alguna.
Luchando contra el calor, las dificultades económicas y –como ya mencionamos- contra el tiempo y los activistas que perseguían a todos los que experimentaran con animales, la pareja de investigadores se enfrascó en su tarea que alternaría frustraciones con alegrías. Tajadas del páncreas atrofiado después de haber ligado el conducto de Wirsung fueron colocadas en solución de Ringer, enfriadas, maceradas en mortero, filtradas luego para obtener un extracto pancreático.
Un perro Terrier hecho diabético por pancreatectomìa recibió por inyección esta solución y una hora más tarde su relación dextrosa / nitrógeno descendió de 0.20 a 0.11; luego le pasaron una solución azucarada por una sonda nasogàstrica lo que permitió que volviera a subir la glicemia.
Un perro pancreatectomizado tomado como testigo, hizo hiperglicemia y glicosuria marcadas al hacer el procedimiento de la sonda. Los experimentos continuaron pero no les fue bien con todos los animales. Como ya existía la secretina –descubierta por Bayliss y Starling en 1902- lograron dejar exhaustos los acinis glandulares por medio de una inyección de esta hormona, y así el extracto pancreático les funcionó mejor.
Moribundo de acidosis y abcedado en una pata, un perro Collie prácticamente resucitó con la inyección del preparado, empezó a mover la cola y hasta se tiró de la mesa sin caerse. La insulina lo había revivido milagrosamente.
Usaron después páncreas fetal de ternera, que es denso en islotes. Practicaron el experimento de la longevidad con el perro Marjorie, que fue mantenido vivo por varias semanas merced a la inyección del preparado.
Al regresar McLeod ya la humanidad disponía de insulina –aunque imperfecta- pero esta vez ya se convenció el profesor, por lo que dio algunos consejos que resultaron útiles, contrató al químico J.B. Collip (quien años más tarde hiciera extracciones de parathormona y de ACTH) y este preparó un extracto más puro que ya pudo administrarse a algunos pacientes diabéticos.
Entre tanto McLeod empezó a divulgar el hallazgo por medio de conferencias y artículos, al tiempo que los resultados empezaron a verse en los enfermos como Leonard Thompson –primero en recibir insulina-, Elizabeth Hughes, hija del Secretario de Estado de la nación americana, quien no sólo mejoró sino que vivió hasta avanzada edad y se casó, pero mantuvo en secreto su enfermedad.
El problema estaba –como ha ocurrido con todas estas drogas maravillosas, por ejemplo la penicilina- en que las cantidades eran notoriamente insuficientes para el número de individuos que había que tratar.
La casa Lilly –que tenía bastante experiencia reciente con productos glandulares y un equipo de químicos listos a trabajar en el tema- logró un acuerdo inicial con Toronto, lo que empezó a despejar el camino, que no fue fácil, pues las presiones de pacientes y médicos eran muchas. En la posterior producción industrial a gran escala, uno de los consejos buenos que dio la gente de Lilly fue la de añadir el preservativo Tricresol que al ponerlo en la solución a un determinado pH producía un precipitado con mayor concentración del péptido hipoglicemiante.
En los años que seguirían, sería cada vez más la industria la responsable de la investigación y desarrollo de las drogas revolucionarias que cambiarían la historia natural de las enfermedades.
Banting y McLeod ganaron el Nóbel de Medicina en 1923, iniciándose así la era post-insulina. Para aquella época era de todos conocido el gran conflicto generado entre los investigadores, particularmente de Banting con McLeod y Collip. Banting repartió su parte del premio con Best y McLeod hizo lo propio con Collip.
Por otro lado, el gran clínico norteamericano Elliot P. Joslin se dio cuenta que solucionar el problema de la diabetes no era así de simple; claro que antes de Banting, dos de cada tres diabéticos con cetoacidosis morían y para evitarlo acudían a las dietas emanciantes de Allen; y que con la insulina, la mortalidad por esta complicación se redujo a su mínima expresión. Al prolongarse la vida del diabético, quedaron sobre el tapete las complicaciones crónicas.
El estudio de la insulina no terminó con las investigaciones de Toronto. En la década de los treinta, Abel y luego Scott, lograron cristalizar la hormona y hacer preparaciones puras de la misma. Para esta época Hagedorn –quien se había asociado al Nóbel Krogh- descubrió que la adición de protamina prolongaba la duración de la acción hormonal. Levine planteó la acción insulìnica en el ámbito de la membrana celular, mientras que Yalow y Berson lograron medir la insulina plasmática por su método de radioinmunoanàlisis y así observaron que los diabéticos obesos tipo 2 –lejos de tener una deficiencia en la producción de insulina- tenían niveles excesivos de esta, lo que llevó a plantear la hipótesis de que en este de grupo de pacientes lo que existe es una resistencia periférica a la acción de la hormona, al menos en sus primeras etapas.
La primera aplicación de insulina en Colombia la hizo Jorge E. Cavelier en 1923, recién llegado de Chicago (quien habría traído de esa ciudad algunas dosis de la hormona); viajó a Cartagena en un avión fletado para aplicarle la insulina a Fernando Vélez Danies, quien fuera suegro de su hermano Roberto.
Dice Ucròs Cuèllar que “probablemente murió después pues no consta que se hubiera seguido aplicando insulina… esta observación no fue publicada”. En la biblioteca de la Academia de Medicina encontré un libro que compró en Chicago, año de 1923, Jorge E. Cavelier. Su título es “A Clinical Treatise on Diabetes Mellitus”de Marcel Labbè (París), con traducción y ampliación de Charles Cumston (Londres), enviado para publicación en febrero y editado en ese mismo año de 1922, al año siguiente de descubierta la insulina pero en el mismo mes de aparición del primer artículo de importancia sobre el tema, cuya referencia es: Banting FG, Best CH.
The internal secretion of the pancreas. Journal of Laboratory and Clinical Medicine. Febrero 1922.7 (5): 256-271. Estos famosos profesores europeos no mencionan aún la insulina ni tampoco los trabajos de Toronto.
Pero ¿tendrían estos expertos que darle crédito a un trabajo cuyos autores eran un ortopedista y un estudiante de medicina? Obviamente no se la dieron, de lo contrario habrían ordenado parar la edición, y al menos mencionar los nuevos experimentos. La obra que menciono lleva la firma autógrafa de Cavelier y probablemente la utilizó para actualizarse en el tema que debió haber sido de su interés en ese momento.
Labbè y Cumston hacen mucho énfasis en la manipulación de las medidas dietéticas y en los alcalinos para el manejo de la cetoacidosis; la opoterapia la recomiendan en la diabetes con desnutrición (tipo 1) así: cuando el enfermo es cirrótico, dar hígado, si hay lesiones del páncreas y trastornos digestivos por insuficiencia pancreática externa, suministrar opoterapia pancreática. Hay coherencia en estas recomendaciones, aunque por supuesto el margen de utilidad en estos casos sería muy reducido.
En el capítulo sobre patología de páncreas, Labbè anota que en sus estudios histológicos es frecuente que haya pocos islotes, o incluso ninguno, y también comúnmente observa esclerosis y degeneración hialina en ellos; pero advierte que debido a que el páncreas es uno de los órganos que más rápidamente sufre cambios post-mortem, hay que ser muy cautelosos en la interpretación de los hallazgos patológicos en cuanto a su relación con las alteraciones fisiológicas.
No pienso que el libro hubiera sido muy motivante para Cavelier, en su entusiasmo inicial con la insulina.
Curiosamente de ese mismo 1922 es una tesis de grado de Francisco Obregón Jarava, médico de la Universidad Nacional, quien años después fue Rector de la Universidad de Cartagena y gran impulsador de su facultad de medicina; publicó entonces “Estudio fisiopatològico de la diabetes azucarada y su tratamiento”, tesis que fue dirigida por José Vicente Huertas. Este presentó dicha tesis al rector de la facultad de ciencias naturales y medicina el 3 de noviembre de 1922.
El mencionado autor cartagenero describe diez pacientes a los que trató con cocimientos de polvo de corteza de Copalchi, cuyo nombre científico es Crotón niveus, y que en La Heroica gozaba de fama como antidiabético. De allí se había aislado un alcaloide análogo a la quinina, pero Manch sólo encontró un glucósido amargo incristalizado, que llamó copalchina. Sus efectos son principalmente sobre los aparatos urinario y digestivo.
Sobre el primero reduce la glicosuria y la poliuria y “en esto consiste su virtud curativa”. Sobre el segundo, “aumenta la secreción de saliva y disminuye la sed, mejora el apetito…”.
Los parámetros de mejoría –además de los clínicos- fueron la medición de la poliuria (que se redujo en todos, menos en uno al que se le aplicó “pituitrina”con resultados favorables), la glucosuria y la cetonuria, con mejoría en la totalidad de la serie. Concluye Obregón: “El tratamiento dietético sigue siendo el más efectivo en la diabetes…”.
En cuanto a medicamentos “la opoterapia se funda en una base más sólida y estudiada… el copalchi es digno de atento estudio, porque de su acción antiglicosùrica se deduce que es un buen medicamento, y que probablemente obra excitando la secreción pancreática para la utilización de los hidratos de carbono por el organismo, o favoreciendo directamente el metabolismo de dichos hidratos”. Finaliza diciendo (algunos meses después del descubrimiento de la insulina) que “la terapéutica de la diabetes nada nuevo ha logrado hasta el día”.
En mi opinión, Obregón está –contrario a lo que concluye- en el camino correcto. El copalchi es probablemente un secretagogo de los islotes de Langerhans, como él lo afirma; la opoterapia tiene una idea más científica. En el texto dice que “Allen sugiere la teoría de la deficiencia del amboceptor pancreático” que vendría a ser la misma insulina.
En su capítulo de farmacoterapia dice además lo siguiente: “De los experimentos hechos con el extracto de páncreas por Banting, Best, Collip, Campbell y Fletcher de Toronto se deduce, según informe rendido por dichos observadores, que la administración de tal medicamento produce los siguientes efectos: reducción marcada del azúcar de la sangre hasta sus valores normales; abolición de la glicosuria; desaparición en la orina de los cuerpos de acetona; utilización de carbohidratos, comprobada por el cuociente respiratorio; y un mejoramiento definido en la condición general del paciente, manifestado por una sensación subjetiva de bienestar confesada por los pacientes mismos durante el curso del tratamiento”. Obregón cita a Labbè en sus referencias, aunque no menciona el año de la edición consultada.
En cambio (creo que en forma algo revolucionaria para aquellos tiempos), cita unas revistas internacionales:
1) Los números del Journal of the American Medical Association (Chicago) correspondientes a 1921 y 1922 (asumimos que de los primeros meses).
2)La Presse Medicale, 1922. No.25. De alguna de estas dos revistas debió obtener el afortunado párrafo que arriba transcribimos, muy probablemente del JAMA, que tradicionalmente incluye resúmenes de los artículos de las revistas más importantes. El artículo resumido que encontró fue obviamente el que sigue: Banting FG, Best CH, Collip JB, Campbell WR, Fletcher AA.Pancreatic extracts in the treatment of diabetes mellitus, preliminary report.
Canadian Medical Association Journal. Marzo 1922. 2:141-146. Sobre este informe, Bliss narra una “Petit histoire”: En marzo de 1922, Banting empezó a ausentarse del laboratorio y a beber todas las noches, primero porque su relación con Edith Roach –su novia- estaba deteriorándose; segundo porque le asistía el sentimiento de que después de haber iniciado los experimentos contra todos los pronósticos, otros estaban quedándose con el trabajo, precisamente cuando se habían logrado los buenos resultados.
En el artículo enviado a la revista canadiense, uno de los autores (J.B.Collip) deja translucir el “área gris” con los otros investigadores: “Como los resultados obtenidos por Banting y Best nos hacen esperar que más potentes extractos puedan prepararse para administración a los diabéticos, uno de nosotros (JBC). Se ha encargado de aislar el principio activo de la glándula”. Continúa diciendo que gracias a sus esfuerzos, ha logrado un preparado estéril y de alta potencia que fue administrado por vía subcutánea a pacientes diabéticos, gracias a lo cual se puede publicar ese informe preliminar.
Los primeros pacientes (particularmente Leonard Thompson), fueron tratados en la consulta de Campbell y Fletcher en el Hospital General de Toronto. Aunque se escogió el “Canadian Journal” para rápida publicación, esta era una oscura revista con escasa circulación fuera del Canadá, aunque creo que a Chicago sí llegaba. Uno de los amigos de Banting consiguió que apareciese un artículo en el “Toronto Star”, al tiempo con la publicación académica.
Aunque el periodista Roy Greenaway entrevistó a todos los actores de la investigación, presentó el artículo dando a entender que el hallazgo había sido básicamente gracias al trabajo de Banting y Best. Pero Collip había tratado de guardarse el secreto de su extracto, y obtener una patente por su lado. Se dijo alrededor del artículo del “Star” que a menudo los periodistas hablaban de grandes descubrimientos, que terminaban siendo basura.
Tal vez por eso, el descubrimiento de la insulina fue conocido en sus inicios sólo por un círculo relativamente cerrado de médicos, pero no lo suficiente como para que un estudiante cartagenero en las correndillas de graduarse, no hubiese podido mencionar el grandioso hallazgo en términos bastante claros.
Como la insulina no está disponible en Colombia, dice Obregón que “de las diversas preparaciones que se pueden utilizar para el tratamiento pancreático, páncreas en estado natural, extracto pancreático, hormona pancreática de Zuelzer… la más cómoda y la más oportuna será la pancreatina…”.
Volviendo a su capítulo sobre farmacoterapia, él habla del opio, de la valeriana, del bromuro de potasio, del bióxido de hidrógeno y de la glicerina; cuando se refiere a la opoterapia dice lo siguiente: “En consideración a que el injerto de páncreas ejerce una acción antiglicosùrica en la diabetes experimental y que análoga acción tienen las inyecciones de jugo pancreático en las glucosurias de origen adrenalìnico, se ha ensayado el tratamiento pancreático en la diabetes azucarada.
Este tratamiento, rechazado por unos (Robin) y aceptado por otros, es quizás uno de los más efectivos que podemos intentar en la afección que nos ocupa. Al menos esta es la opinión del joven profesor de la Escuela de Medicina de Bogotá, doctor José Vicente Huertas, quien por sus notables éxitos, sus conocimientos y su profundo sentido de terapeuta, ha llegado a adquirir la especialidad del tratamiento de la diabetes en Bogotá”.
Después de su grado en la Universidad Nacional en 1921, Cavelier viajó a Chicago donde se especializó en clínica quirúrgica y urología en el Rush Medical College y en el Postgraduate Hospital and Medical School.
(Lea También: La Asociación Colombiana de Diabetes)
Para la época de aparición de esta tesis de grado, Cavelier estaba todavía en la ciudad del Lago Mìchigan, en donde seguramente se informó acerca de la insulina; Chicago queda en la región de los grandes lagos en la que también está ubicada Toronto, sólo que al extremo oriental.
A su regreso a Bogotá es posible entonces que –en el pequeño entorno médico capitalino- Huertas y Cavelier hubiesen conversado sobre el tema; pero era el segundo el que disponía de la droga, y el convencimiento que debía tener sobre su efectividad lo llevó a medírsele a la primera aplicación de insulina que se realizó en nuestro país.
Aunque esa no era todavía una época de especialidades, a Huertas lo recuerdo más como cirujano y a Cavelier como urólogo, pero es obvio que en aquel momento les interesaba a ambos el estudio de la diabetes.
Una anécdota sobre las inquietudes terapéuticas renovadoras del Profesor Cavelier la narro en el capítulo sobre antibióticos de “Historia de los Medicamentos”, libro de mi autoría: “Colombia entró más rápido de lo esperado en la era penicilìnica.
Al farmacéutico Pablo García Bernal le propuso alguien que venía de los Estados Unidos que ensayaran un polvo blanco que allí vendían –penicilina- útil en infecciones”.
Este realizó el preparado, y “el estudio clínico fue realizado en diez pacientes blenorrágicos por el Profesor Jorge Cavelier en La Samaritana, nosocomio conocido por el manejo de las enfermedades venéreas. Como los resultados fueron muy buenos –y era imposible importar la penicilina debido a la guerra- el Hospital continuó comprándole a García Bernal el preparado local”.
El fracaso de la organoterapia por vía bucal de preparados de insulina hizo que se investigaran diversas sustancias hipoglicemiantes para su administración oral. Un derivado de la guanidina –la sintalina- había sido estudiado antes de la insulina pero sus efectos tóxicos habían hecho que se abandonara su estudio. En 1922, los químicos irlandeses Werner y Bell sintetizaron la dimetilbiguanida.
Después de 1940, Janbon y Loubatières observaron el efecto hipoglicemiante de algunas sulfonamidas, lo que llevó más tarde a la investigación de la carbutamida que también resultó tóxica. Finalmente se lanzó la tolbutamida, droga emparentada con las sulfas que marcó un hito en la terapéutica de la diabetes, que requería múltiples dosis.
Con el tiempo se fueron desarrollando otros secretagogos del tipo sulfonilurea, y para finales de los años sesenta existían también la acetohexamida, la tolazamida y la clorpropamida. Otra biguanida se introdujo para su uso clínico durante varios años –la fenformina- pero finalmente fue retirada por algunos efectos colaterales peligrosos.
El efecto diabetogènico de las hormonas contrarreguladoras de la insulina fue observado por Houssay, quien notó la mejoría del perro diabético pancreatectomizado al realizar hipofisectomìas disminuyéndose de esta forma sus requerimientos de insulina; la hipofisectomìa estuvo por algunos años de moda para tratar casos de retinopatía proliferativa, pues esta se mejoraba al extraer la pituitaria. Burger y Kramer encontraron una acción glicogenolìtica directa sobre el hígado de un preparado impuro de insulina, efecto que en realidad se debió al glucagòn.
Algún tiempo después del descubrimiento de Toronto, el uso diario de la insulina en la práctica clínica fue divulgado y racionalizado en Bogotá por los doctores Rubén García, Francisco Gnecco y Alfonso Uribe Uribe, entre otros.
Los primeros endocrinólogos de la capital colombiana fueron Tomás Quintero Gómez – santandereano con postgrado en París- y Francisco Gnecco Mozo –samario que trabajó con Gregorio Marañòn en el Hospital provincial de Madrid.
La glándula tiroidea fue más el campo de “expertise” de Quintero, y llegaron a apodarlo “el doctor tiroides”. Gnecco publicó un trabajo sobre el metabolismo basal, otro sobre cómo trabaja el corazón en Bogotá (lo que hizo que muchos lo recuerden más bien como cardiólogo) y el tercero, que nos incumbe y que es narrado por su nieto Diego Chávez Gnecco en su publicación “Un latido de la endocrinología colombiana”.
Dice Chávez que “en 1936, el doctor Gnecco Mozo publicó un libro sobreDiabetes en la Práctica, obra que presentó para su ingreso en la Academia Nacional de Medicina… este texto se constituyó en el primer trabajo dirigido a los estudiantes de medicina escrito en Colombia, que revisó y explicó aspectos esenciales en relación con la diabetes, y en el que está incluido en un apéndice un caso de gangrena por arteritis diabética atendido por Gnecco”.
Los esposos Cori estudiaron la absorción y metabolismo de los azúcares, Sanger dilucidó la estructura proteica de la hormona y Steiner descubrió el precursor proinsulina. El premio Nóbel fue otorgado a varios de estos investigadores, entre los que se encuentran Banting, Houssay, Cori, Sanger y Yalow.
Los conocimientos adquiridos gracias a la labor de estos investigadores, sirvieron de bagaje para afrontar las nuevas epidemias metabólicas del siglo XX, la obesidad, la diabetes, el síndrome X, las hiperlipidemias.
La urbanización por ejemplo ha hecho que la movilización sea más vehicular, que la falta de tiempo favorezca el sedentarismo, la comida a deshoras, la comida rápida o la que esté a la mano, el estrés y los vicios del tabaquismo y el alcohol. Estos cambios en los hábitos han hecho de la enfermedad cardiovascular un grave reto para la sociedad, que tiene que afrontar –muchas veces de manera temprana- las muertes y complicaciones relacionadas con estas enfermedades arteriales.
Por los años cincuenta empezó a ser frecuente que los diabetòlogos fueran llamados a atender casos de cetoacidosis diabética. Es cierto de que se disponía de insulina, y de medios de suministrar líquidos y electrolitos.
Sin embargo no existían aun las modernas unidades de cuidado intensivo, y el médico quedaba amarrado entre 24 y 48 horas al pie del paciente, con la desagradable sorpresa de que a veces, cuando este ya estaba hidratado y su glicemia controlada, fallecía por complicaciones cardiacas relacionadas con la hipocalemia.
Por otro lado era la época de las macrodosis de insulina, que favorecían la hipoglicemia y la hipocalemia, mientras que la corrección de la acidosis se tornaba a menudo difícil. Debido a que se aconsejaba suministrar insulina en cantidades iniciales de una 150 unidades o más, mitad intravenosas y mitad subcutáneas, a veces podía suceder que el paciente presentara una marcada hiperglicemia.
Por ejemplo de 800 mg/dl, pero que su estado ácido-básico no estuviera muy alterado, por lo que al dar las macrodosis se podían producir severas hipoglicemias que arriesgaban la vida del enfermo.
Afortunadamente, en la actualidad –aunque todavía un porcentaje de diabéticos desconoce que tiene la enfermedad- la mayoría reciben atención medica, lo que hace que el riesgo de un coma diabético se aleje, y –al menos en las grandes ciudades- es factible atender estas urgencias en unidades de cuidado intensivo.
Donde la corrección del desequilibrio hidroelectrolìtico y ácido-básico asociado a microdosis de insulina y atención a otras complicaciones que hayan desencadenado el proceso, le garantizan un mejor pronóstico al diabético que presenta esta grave complicación.
El endocrinólogo italiano Bruno Bruni (nacido en 1923), ha manejado diabéticos por más de 40 años, y fundó una Asociación de Diabéticos en Turín.
Es autor de varios libros y video-cassettes sobre historia de la diabetes, y tiene un museo sobre la enfermedad (anexo a su Asociación) que lleva el nombre de quien fuera su mujer, la fisioterapeuta danesa Karen Bruni Böcher (muerta trágicamente), y que con el Deutches Diabetes Museum son los únicos museos de Europa que se especializan en diabetes.
En su portal www.museodeldiabete.org/ se pueden observar los servicios que presta y elementos históricos que posee, al mismo tiempo que se puede consultar en línea una historia completa de la diabetes escrita en italiano. Con numerosas ilustraciones y citas, que contiene toda la información repartida en 23 interesantes capítulos.
Considero este portal altamente recomendable para aquellos interesados en esta enfermedad y en su devenir histórico. Algunas de las fotografías que aquí publicamos han sido tomadas de allí.
CLIC AQUÍ Y DÉJANOS TU COMENTARIO