Ética Médica y Humanización en Salud

Capítulo VI

La Ética Humanista

FERNANDO SANCHEZ TORRES

La Medicina, desde sus orígenes, ha estado sustentada en el principio de servir al hombre en función de salud, es decir, de propiciar su bienestar físico y mental, de curar sus enfermedades, de prolongar su vida.

Siendo una disciplina que gira alrededor del hombre, la Medicina es de suyo una actividad antropocéntrica.

¿Quiere esto significar que la Ética Médica es, por sobre todo, una Ética Humanista?

Analicemos tal posibilidad con la esperanza de que nos pueda ser útil para el mejor entendimiento del tema que nos ocupa.

La Ética Humanista establece que para saber lo que es bueno para el hombre es necesario conocer la naturaleza de éste. Aun cuando no es fácil definir lo que se entiende por “naturaleza”, aceptemos, de manera simplista, que es el modo de ser propio del sujeto humano, no sólo de la persona, en el sentido que tenía para Leibniz, vale decir, del ser pensante e inteligente, capaz de razonar y reflexionar, sino también de quienes han perdido esas virtudes o todavía no las han adquirido. Además, naturaleza hace relación a los elementos constitutivos y a la forma como ellos desempeñan su papel para que ese sujeto pueda ser lo que es.

El jesuita Pierre Teilhard de Chardin, uno de los más grandes pensadores de nuestro siglo, decía en su ensayo El fenómeno humano lo siguiente: “El hombre no es sólo centro de perspectiva del Universo sino también centro de construcción. Por conveniencia, tanto como por necesidad, es hacia él donde hay que orientar finalmente toda ciencia. Si realmente ver es ser mas, miremos al hombre y viviremos más intensamente1. (Lea También: Eticidad de la Anticoncepción)

Esta magistral recomendación del Padre Telihard de Chardin no tiene, creo yo, otra finalidad distinta que concitar a que se ahonde en el mejor conocimiento de la naturaleza del hombre, sin el cual conocimiento no es posible entenderlo, como tampoco al universo en el que esta inmerso.

Aristóteles sostenía que la ética está edificada sobre la ciencia del hombre, y la Medicina:

Al fin de cuentas es la ciencia del hombre. Pero no se crea que el médico, que es el dispensador de la Medicina, debe ser apenas un científico positivista, un experto del cuerpo humano, su componedor, su mecánico.

Si así fuera podría ser suplantado por un cerebro electrónico, para hacer diagnósticos y extender fórmulas, como se ha pretendido, para hacer mayor éxito, en algunos países donde la opulencia permite llegar a tanto. El médico, para que lo sea de verdad, debe estar dispuesto y capacitado para trascender lo simplemente corporal somático, del objeto de su profesión que es el enfermo, u paciente.

Precisamente, a la Ética Humanista se le ha objetado su carencia de algo que trascienda al hombre, lo cuál, se dice es esencial a la naturaleza del comportamiento ético. Si aceptamos la tesis teologal de que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de su creador, y que su naturaleza viene de éste, no nos queda sino aceptar que ocuparse de esa persona para cuidar y proteger su bien más preciado, la salud, es absolutamente ético, trascendente.

Pero si negamos toda intervención teologal, ¿quién no comparte la afirmación de Erich Frornm de que no hay nada superior ni más digno que la existencia humana?~ Esa existencia no se olvide, está internamente ligada al que hacer médico. Por eso el cultor de la Medicina, para ser un cultor trascendental debe, además de ciencia, ponerle arte a su oficio. Y arte e sentimiento, pasión, alma.

El hombre -y hablo de hombre con carácter genérico, término que involucra por lo tanto al varón, a la mujer, al niño, al feto, centro de perspectiva y construcción del Universo, como lo señalaba Telihard de Chardin, apareja un valor implícito admirable, independientemente de su condición racial, social, religiosa, política o económica.

Cada nuevo ser humano que aparece en el escenario terrenal se constituye en un personaje digno de consideración y respeto. Observarlo, entenderlo y tratarlo así es el verdadero sentido de la palabra “humanismo”.

La profesión médica nos obliga, de entrada, a ser buenos conocedores del organismo humano, de estudiar detenidamente su conformación anatómica y su funcionamiento. Si los ojos con que vemos tan compleja maquinaria no son los del simple mirón sino los del escudriñador atento y analítico, no podremos sustraernos al sobrecogimiento de admiración que despierta tan perfecta obra.

Mientras más se penetra en su complejidad, más perplejidad suscita. Ciertamente, el siglo actual puede considerarse el siglo de la perplejidad; en Medicina lo nuevo asombra. Tal parece que el hombre hubiera aceptado el desafío de llegar a conocerse a sí mismo a plenitud. Y lo está logrando, no para hacer alardes de ser su propio descubridor sino, de seguro, para entender y disfrutar más intensamente el milagro de existir. veamos algunos ejemplos para corroborar lo dicho.

Cada día va comprendiéndose mejor lo que ocurre en la intimidad de ese mundo fabuloso que es la célula, “grano natural de vida3. Particularmente a nivel cerebral, donde reside el intelecto que nos diferencia de otras especies animales, los descubrimientos son deslumbrantes.

La evidencia de sustancias neurotransmisoras, como también el comportamiento molecular bajo su efecto, han permitido entender algunos fenómenos psíquicos.

La tomografia de emisión de positrones, que conjuga anatomía, bioquímica y fisiología mediante el empleo de radioisótopos de vida media ultracorta, ha hecho posible registrar la actividad de las células cerebrales en una zona o área determinada.

Por este medio se ha observado que en el lóbulo temporal se localiza la función relacionada con la angustia, con la ansiedad. Por su lado, la ingeniería genética viene desentrañando lo que se encierra en la intimidad del gene, que es la unidad que origina y transmite la vida y la identidad del individuo. Ad portas tenemos un descubrimiento científico que ira a conmover al mundo.

Me refiero al llamado “Programa genoma”, que tiene como objetivo identificar el mapa genético del hombre, descifrar los mensajes ocultos en el código químico de los genes, es decir, poner al descubierto el juego completo de instrucciones para construir un ser humano.

El proyecto, auspiciado por el instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos de Norteamérica, lo conforma para su desarrollo un equipo de biólogos, ingenieros, expertos en computación, eticistas, industriales de la ciencia, a cuya cabeza estuvo en un principio el Premio Nobel de Medicina James Watson, descubridor, como, es sabido, del mensajero químico, el ácido desoxinucieico (DNA).

Según él, esa investigación encierra un extraordinario potencial para el bienestar humano. Tan ambicioso proyecto ha sido estimado en tres billones de dólares y se espera que llegue a su meta en quince años.

El funcionamiento equilibrado, armónico, de esa admirable máquina de la que he venido hablando y que debemos conocer bien los médicos, constituye lo que se llama salud. Cualquier desajuste de su complejo engranaje conduce a una alteración en la capacidad de acción, que es la enfermedad. Y la desgracia mas grande que puede ocurrirle al hombre es haber perdido la salud saberse enfermo.

En efecto, se trata de un percance desdichado como lo interpretaban la filosofía jónica y la medicina hipocrática Cuando tal cosa sucede, el sujeto, quiéralo o no, es presa angustia, de desazón, dado que la enfermedad no sólo compromete su parte orgánica sino también -que es a veces lo más grave su psiquismo, su estado de ánimo, su espíritu.

Piénsese que compromiso patológico de la salud conduce a que la persona tema por la pérdida de su vida o, por lo menos, a tener que aceptar que hay una merma de las funciones orgánicas, una incapacidad para disponer de sus posibilidades de auto-despliegue, como señalaba Arthur Jores en su libro El hombre y su enfermedad tan necesarias todas para poder usufructuar plenamente la existencia.

Por eso al hombre enfermo no se le debe considera sólo por el dolor físico que le pueda provocar su enfermedad -una fractura, un infarto, un cólico, un desgarro muscular, un tumor compresivo- sino, en especial, por el dolor espiritual que también lo asiste, sentimiento que al decir de Aristóteles “desquicia estraga la naturaleza del que lo sufre“.

A quienes nos interesan otras facetas del que hacer médico distintas a las puramente pragmáticas, nos preocupa advertir cómo cada día que pasa el médico se aleja cada vez más del hombre enfermo. Aquél ya no se acerca a éste para tocarlo, para sentir su fiebre, para explorarlo, para recoger su angustia. ~ culpa hay que endilgársela a esa tendencia mecanicista de la medicina actual, propiciadora de que todo lo hagan los aparatos.

El famoso “ojo clínico” que caracterizó a los legendarios médicos se trocó por el “ojo mágico” de las máquinas.

Antes el médico era esclavo del paciente; hoy se libró de él para entregarlo a la tecnología mecanizada y, de paso, entregársele él mismo. Es cierto que ese viraje, ese nuevo estilo, ha traído importantes avances diagnósticos y terapéuticos, a costa deplorablemente de lo que Hipócrates llamaba “la amistad médica”, el coloquio que tanto añoraba Duhamel en Francia, y del cual se deriva la solidaridad con el sufrimiento y el dolor.

Sucede que los aparatos son indiferentes, fríos, incapaces de escudriñar los sentimientos, el alma del paciente. Y el médico que sólo se fija en el mensaje mecánico, sin escuchar o intuir lo que dice esa alma, se comporta como un desalmado, al igual que la máquina. Actuar así,, sin ponerle espíritu a su profesión, es algo propio del práctico utilitarista, del médico que hace alardes de ser un científico puro.

De él no puede esperarse una medicina humanizada, pues ésta se sustenta en la consideración, en el respeto y en el amor al prójimo. Y el amor, como el respeto y la consideración, se dispensan con el alma. Razón tenían quienes afirmaban que para poder sanar de verdad, el médico debía penetrar más allá de la envoltura física del individuo enfermo. Maimónides, ese extraordinario médico filósofo del medioevo, decía, por eso, con sabiduría muy suya: “Dentro de la medicina no existen leyes absolutas; cada estado, cada individuo, exige atención especial”5.

El médico humanista

Si aceptamos que la Ética Médica es Ética Humanista por cuanto se fundamenta en la ciencia del hombre, no puede aceptarse, sin beneficio de inventario, que mientras más científico sea el actuar profesional del médico, más ético es. La ciencia, para algunos, debe estar despojada de todo ropaje sentimental, espiritual; los hechos científicos no pueden ser producto de nada distinto a lo aprehensible, a lo mensurable; lo que no se sujete a estas condiciones es apenas una hipótesis, algo fantasioso, inexistente.

El médico que con ese criterio trata enfermos, es decir, que sólo acepta lo que los aparatos captan y le dictan, es, a no dudarlo, un profesional científico. Pero, ¿quiere esto significar que es también un médico ético? De seguro que lo es, si su actuar está encaminado a favorecer a su paciente, a no causarle ningún daño físico ni moral, a menos que éste sea inferior al beneficio que se espera.

Sin embargo, yo creo que deja de ser juzgado a la luz de la Etica Humanista:

Cuando al tiempo hace abstracción plena del componente espiritual, afectivo, de paciente, y lo maneja simplemente como un objeto o lo útil como sujeto de experimentación. Es cierto que la sociedad valora en el médico y aveces en forma exclusiva, su preparación científica, su competencia técnica.

El paciente, en particular también la valora, pero, por sentir su salutífero efecto, admira igualmente su competencia humana y, de seguro, si se le pusiera a escoger, se quedaría muchas veces con esta última. No cabe’ duda de que el hombre -como sostenía el médico argentino Jorge Orgaz- además de individuo biológico es un ser social y ético espiritual6.

De ahí que conocerlo, entenderlo, considerarlo dentro del contexto de su enfermedad sin desarticular el cuerpo espíritu, es el verdadero sentido de la Medicina. El médico que ejerce así procede dentro del marco de la Ética Humanista.

Ética médica y derechos del paciente

La Ética Médica actual está sustentada en tres pilares o principios de bases sólidas: el de beneficencia, el de autonomía y el de justicia. Como dije atrás, la aceptación de una Ética Humanista fundamentada en el principio de beneficio, es susceptible de objeción si se tuviera en cuenta apenas al hombre aislado, al individuo egoísta, mediando su bienestar físico con único criterio de valor ético, sin nada que lo trascienda.

Pero advertirnos que la Medicina trasciende más allá de la persona, posible morigerar dicha objeción. El papel de la Medicina ha sufrido cambios sustanciales en lo que va corrido del presente siglo, pues, sin desentenderse del individuo aislado, ha contemplado también lo mucho que puede aportar al bienestar social comunitario.

Algunas escuelas formadoras de médicos ha venido propiciando, con indudable acierto, que su producto esta capacitado para manejar al paciente como componente del núcleo social primario, la familia, y como parte importante de sociedad entera. El bien que la Medicina pueda dispensarle aquél, va a redundar en beneficio de éstas. Eso, creo yo, es trascender.

De otra parte, si la promoción, recuperación y conservación de la salud es la razón ética de la Medicina, cualquier acción contraria riñe con ella, choca con el principio de beneficencia. Teniendo en cuenta, asimismo, que lo que derive en beneficio de la salud del individuo es un derecho suyo, negárselo será antiético.

No sólo los médicos y las enfermeras son quienes deben responder por la salud de las personas y de la comunidad. En ese proceso se halla también involucrada mucha más gente, no comprometida con la Etica Médica, pero sí con principios éticos de carácter universal, recogidos en códigos y declaraciones válidos.

Me refiero con particular énfasis al Estado, con todos los funcionarios y con todas las agencias responsables de dar cumplimiento a esos compromisos. No basta, para contemporizar con lo ético, que se tenga la intención de hacerlo, sino que es ineludible que se haga.

A todo ciudadano, aun no teniendo la edad para asumir a plenitud sus derechos, le asiste el de que se le proteja la salud; si la ha perdido tiene igualmente el derecho a acceder a los servicios asistenciales y beneficiarse de la Medicina. Por supuesto que entre nosotros la Medicina es un artículo de costosa adquisición, lo cual la convierte en un bien elitista; por eso el derecho de disfrutarla quienes conforman los estratos sociales huérfanos de toda fortuna, que son los más, tiende a trocarse en una franca utopía.

Además del derecho a que se le prodiguen cuidados para recuperar su salud, el enfermo tiene derecho a que se le suministren con suma consideración, es decir, respetando su condición de ser humano. El mal trato es común denominador del estilo empleado en la mayoría de las instituciones de carácter oficial y semioficial encargadas de prestar atención en salud.

En ellas los funcionarios suelen actuar con dureza, a regañadientes, como si trabajaran contra su voluntad o se sintieran explotados laboralmente. En razón a que el enfermo no es el señor Pérez o la señora de Rodríguez sino un número en un carné, se maneja como una ficha, haciéndose a la idea de qué por ser eso no sufre, no siente.

No obstante que el ser escuchado tiene categoría de derecho, muchos médicos evitan el coloquio con el paciente, no disponen de tiempo para hacerlo, olvidándose que la palabra, el diálogo, es uno de los mejores instrumentos diagnósticos y terapéuticos, no remplazado por ningún aparato.

No siendo el paciente un sujeto pasivo en el proceso enfermedad-curación, le asiste el derecho a que se le suministre, ojalá de manera confidencial, toda la información sobre ese proceso, con veracidad y claridad.

Cuando se trata de la práctica de procedimientos diagnósticos y terapéuticos, simples o que conlleven algún riesgo, tiene derecho a conocer el nombre y la experiencia de quien se los va a ejecutar.

Tocando este punto conviene llamar la atención sobre la gran responsabilidad que cabe a las facultades de medicina en esto de los derechos de los pacientes, pues las prácticas clínicas suelen hacerse en hospitales destinados a la asistencia pública, llamados antes “hospitales de caridad”, y es precisamente en ellos donde con más frecuencia se olvida que los pobres que ocupan sus camas o atiborran sus consultas externas, también tienen derechos respetables. Atender este derecho toca asimismo con el principio de justicia.

En los hospitales universitarios el enfermo es un objeto de estudio, un elemento más de la docencia. Por eso, por su condición académica, de ordinario es interrogado detenidamente, prolijamente examinado por los estudiantes. Si se trata de un caso de patología exótica es explorado también por profesores y residentes.

Se constituye en un libro que todos deben hojear. Si hay un tumor o un punto doloroso, todos deben palpar para certificar que sí es un tumor y que sí es un sitio doloroso. El pobre enfermo, asustado como un ratón de laboratorio, debe escuchar la disquisición descarnada que sobre su estado de salud hace el catedrático delante de sus alumnos, de las enfermeras y de los demás enfermos.

Se habla entonces del diagnóstico diferencial, de la gravedad del proceso, de cómo seguramente irá a evolucionar, es decir, del pronóstico. Luego, si se trata de un caso quirúrgico, se le prepara y se le lleva al quirófano, sin antes explicarle lo que se le va a hacer y, menos, quién se lo va a hacer.

Algunas escuelas de medicina, por no tener un número suficiente de docentes, permiten con frecuencia que personas en formación, inexpertas, asuman, sin director ni consueta, papeles que superan en mucho sus condiciones de actores. Puede esto tomarse, con suficiente razón, como un atropello a los derechos del enfermo, pues se le trata como un sujeto de experimentación y se le expone a riesgos injustificados.

Siendo inevitable, en aras de la formación médica, el aprendizaje sobre pacientes pobres, debe buscarse la manera de que no se ofenda la dignidad de éstos, que son también seres humanos. Qué bueno fuera que cada profesor, que cada residente, que cada estudiante, tuviera presente al abordar al enfermo hospitalario la hermosa frase que Sirvió de lema a la Segunda Conferencia internacional sobre la Humanización de la Medicina, reunida en Roma en 1988: “Todo enfermo es mi hermano” .

Junto con el de beneficencia y justicia, el de autonomía es el otro principio que sirve de base de sustentación a la Ética Médica. Por eso todo acto médico debe ser consentido, a no ser que se trate de un caso en que el paciente se halle mentalmente incompetente, circunstancia en la que la autonomía es transferida de manera tácita a los familiares más cercanos.

A nadie, en posesión de sus plenas facultades, se puede forzar a aceptar un procedimiento diagnóstico o terapéutico, aun así el médico considere que es estrictamente necesario. Esa autonomía le permite también al enfermo ceder o no sus órganos para trasplante o para estudios especiales, y señalar la persona en quien delegar la autoridad y la responsabilidad en la toma de decisiones relacionadas con los procedimientos que el médico proponga, en caso de que en el momento indicado no estuviese en capacidad de hacerlo por su cuenta. En otras palabras, la persona posee el derecho de delegar su voluntad en terceros.

Así como todo individuo tiene, en principio, el derecho a que se le proteja su salud y a que se le proporcionen los medios para recuperarla si la ha perdido, también le asiste el derecho a que se le permita morir en paz, dignamente, cuando la ciencia haya agotado los recursos para prolongarle la vida en condiciones verdaderamente humanas.

La llamada “distanasia” o “encarnizamiento terapéutico” es una forma nueva de diferir la muerte, de particular ocurrencia en las unidades de cuidados intensivos y en las salas de cuidados especiales, puesta en vigencia merced a los adelantos tecnológicos al servicio de la Medicina.

Por supuesto que se trata de algo muy costoso, utilizado en pacientes cuya solvencia económica sirve de carta blanca para que los médicos tratantes y las instituciones asistenciales privadas lo pongan en práctica, a sabiendas de que muchas veces lo que va a conseguirse es diferir una muerte bienhechora, es decir, alcanzar una victoria pírrica.

En contraposición a esta criticable circunstancia, es forzoso hacer mención a esa otra, más criticable todavía, de diaria ocurrencia entre nosotros, y de la cual el médico no es culpable sino testigo mudo e impotente. Me refiero a lo que he denominado “promortem” o “abandono terapéutico“, drama muy conocido en los hospitales a cargo del Estado. Se trata de un atentado contra el derecho a la salud.

Aún más, contra el derecho a la vida. La falta de elementos indispensables, algunos no muy costosos, para la atención de enfermos en estado crítico, conduce a la pérdida de vidas, muchas de ellas jóvenes y promisorias. No se trata, como en el “encarnizamiento terapéutico“, de exceso de recursos, sino de carencia absoluta de ellos.

Luego de las reflexiones anteriores, me asiste la certidumbre de que hablar de Etica Médica es hablar de Ética Humanista. El hombre es el objeto de ambas y la Medicina es la ciencia dedicada a cuidar su bien más valioso: la salud, sin la cual la existencia deja de ser amable.

Por otra parte, el médico es el instrumento o el medio para conseguirlo. Su profesión lo coloca en posición privilegiada para compenetrarse con quien la ha perdido. Beneficiarlo siempre, no hacerle nunca daño, tratarlo con consideración, respetar sus derechos, solidarizarse con su sufrimiento y con su dolor; todo esto es profundamente humano, pues trasciende lo simplemente corporal, se hermana con lo espiritual. Y la Etica Humanista es también espíritu.

Referencias

1. Op. cit. Taurus Ediciones, S.A., Madrid, p.45, 1974.
2.Etica y psicoanálisis. Fondo de Cultura Económica, Bogotá, p.25, 1957.
3. Teilhard de Chardin, P. El fenómeno humano, p. 1OO.
4. Op. cit. Edit. Labor, S.A., Barcelona. p.144, 1961.
5.Schipperges,H. “La Medicina en el medioevo árabe“. En Historia universal de la Medicina, Salvat Editores, S.A., Barcelona, tomo iii, p.85, 1972.
6.El humanismo en la formación del médico. Edit. Losada. S.A., Buenos Aires, p.30, 1977.

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