La Viruela y el Sistema de Salud en Colombia

Mauricio Acero Martínez MD

Viruela y sistema de Salud

Acero, médico y estudiante de la maestría de literatura de la U. Javeriana, hace una interesante revisión de los aspectos históricos de las enfermedades infecciosas en Bogotá. Esta es la segunda entrega.

Su Majestad, el Rey Carlos IV de España, al que la suerte le había arrebatado un hijo por medio de la, para entonces, desfigurante y mortal viruela, emitió un edicto, en el año de Nuestro

Señor de 1803, en el cual se le informaba a los funcionarios de la corona en el Nuevo Mundo sobre la inminente llegada de la expedición del médico alicantino Francisco Javier Balmis y su colaborador José Salvany y Lleopart y obligaba a éstos a prestarle a los expedicionarios el apoyo que solicitaran.

Vacuna contra la viruela

La expedición, como ya lo había señalado en mi artículo pasado, traía a las tierras de América la vacuna contra la viruela. Maravillosa preparación que hacía realidad lo que durante siglos filósofos, alquimistas, científicos y médicos buscaron de muchas maneras, sin éxito: la prevención de la enfermedad.

Al fin, Jenner, médico inglés, había dado con la clave de una manera serendípica (si se me permite el adjetivo). El mortal virus (del género de los ortopoxvirus), que era pan de cada día en la Europa renacentista, en América era tan novedoso como los mismos españoles.

No se sabe con exactitud cuantos muertos causó en las nuevas tierras de la corona pero lo que si se sabe. A través de las crónicas de la época, es que mató a muchos nativos, que se contaban por millones en América, arrasó poblaciones enteras. La viruela, junto con el sarampión y otras enfermedades infecciosas, fue el arma más poderosa con la que contaron las hordas invasoras españolas.

Llegada de la viruela al Nuevo Reino de Granada

Sin embargo, dos y medio siglos después de la llegada de la viruela al Nuevo Reino de Granada. Ya no existían ejércitos nativos a los que vencer y la viruela se había convertido más en un problema de salud pública que en un arma poderosa.

Así que, para la epidemia de viruela que se registró en Santafé de Bogotá en el año de 1801. Los gobernantes, médicos e intelectuales de la ciudad se empezaron a preguntar la manera de asumir lo que hasta el momento era competencia exclusiva de Dios: detener el avance de la epidemia. Esta es la historia del origen de la salud pública en Colombia.

La palabra hospital, originada del vocablo latino hospitalis, y que, según la primera acepción que se encuentra en el Diccionario de Uso del Español de Doña María Moliner, es un adjetivo que significa hospedable, designaba, en tiempos del medioevo, o quizás antes, a aquellos lugares que eran utilizados para dar albergue a peregrinos, pobres, huérfanos, enfermos o locos.

Así es como nacieron órdenes religiosas tan importantes como la de los Hermanos Hospitalarios que durante la edad media dieron protección y albergue a los peregrinos que emprendían el difícil camino de Santiago hacia las tierras santas de oriente.

En la América colonial se instauraron sitios especiales para la concentración de las poblaciones enfermas. Eran sitios apartados de los cascos urbanos, regidos casi siempre por comunidades religiosas y que buscaban el total aislamiento de los enfermos para evitar, de esta manera, el contacto con los sanos, impidiendo la propagación de las enfermedades infecciosas.

Los pacientes, si se les puede llamar así, no recibían ninguna clase de atención médica, dejando su recuperación en las manos bondadosas de Dios.

La viruela, junto con el sarampión y otras enfermedades infecciosas, fue el arma más poderosa con la que contaron las hordas invasoras españolas.

El Nuevo Reino de Granada no fue la excepción. Dentro de las estadísticas que se manejan se sabe que la mortalidad de la viruela alcanza a un 30% de la población que la padece. Sin embargo, el miedo a la enfermedad era, en ese entonces, una fuerza más destructiva y violenta que los mismos procesos biológicos desencadenados por el pequeño virus.

Así, se construyeron hospitales en zonas rurales alejadas de los centros urbanos, con el único fin de aislar y segregar a los enfermos que podrían llegar a ser el inicio de una epidemia de grandes proporciones.

Éstos se hacinaban en los fríos pabellones de los hospitales, asistidos en sus necesidades más básicas por unos cuantos religiosos, esperando tan solo la recuperación o la muerte. Pero la muerte no era lo peor que les podía suceder.

Las viruelas dejaban marcas indelebles en sus rostros, que hacían la función de estigmas en una sociedad guiada por la superstición religiosa: la viruela estaba ligada a la idea del castigo divino.

En 1801, los habitantes de Santafé estaban atrapados en una trampa de miedo. Aún se recordaba la pasada epidemia, ocurrida en 1782, que había dejado un saldo de tres mil muertos entre los quince mil con que contaba la Bogotá de entonces.

El Virrey Mendinueta estaba a favor de la incomunicación de los enfermos de viruelas en los hospitales de degredo, también llamados hospitales de virolentos, nombre asignado a estos lugares lejanos donde no podía ingresar nadie, excepto los enfermos y las personas que los asistían.

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El cabildo de Santafé, en cambio, compartía la idea de los facultativos Honorato Vila y Manuel de Isla:

Los hospitales no podían ser únicamente lugares para la caridad o la segregación sino que debían ser sitios para la atención de la enfermedad a partir del conocimiento científico.

Fue entonces que, después de muchos debates, se logró la apertura, el 30 de junio de 1801, del primer hospital donde los pacientes eran atendidos por personal médico: el hospital de Las Aguas. Además se instauró un padrón de las personas con viruela en el casco urbano, a manera de encuesta, golpeando en las diferentes casas.

Ya en estas tierras se había oído hablar de la vacuna de Jenner, a través de las lecturas hechas por José Celestino Mutis de los últimos artículos científicos que circulaban en Europa. Se decidió solicitar oficialmente a la corona española el envío de ésta.

Sin embargo, el arribo de la preparación a la sabana de Bogotá no se produjo sino hasta la llegada de la expedición Balmis al Nuevo Reino de Granada, en mayo de 1804. Después de una travesía de siete meses, la vacuna, junto con José Salvany, estaría entrando en las antiguas tierras de los chibchas.

Aunque fue demasiado tarde, pues la epidemia que había azotado a Bogotá tres años antes había dejado casi cinco mil muertes, este fue el primer paso en una guerra que terminó en 1977 con un comunicado de la Organización Mundial de la Salud informándole al mundo de la erradicación de la enfermedad de la faz del planeta.

Entonces,

¿de qué forma, un evento devastador como este, cambiaría para siempre la manera de ver y enfrentar la enfermedad en Colombia?

Aunque la sociedad colombiana de principios del siglo XIX aún conservaba una forma casi medieval, donde un pensamiento mágico, supersticioso y religioso persistía a pesar de la explosión científica que se venía viviendo desde el comienzo del renacimiento en Europa, era ya evidente que las ciudades, principalmente Bogotá, mutaban de una configuración individualista a una comunitaria.

De otro lado, los adelantos científicos de la época empezaban, poco a poco, a cambiar la forma de pensar en la enfermedad. Gracias a ilustres personajes del ámbito científico a la sazón, como lo era Don José Celestino Mutis. Quien publicó la hoja volante titulada “Método General para Curar las Viruelas”. Después de leer sobre ésta en varias publicaciones científicas europeas, entre ellas el Semanario de Agricultura y Artes de Madrid que publicó. En el número del 21 de marzo de 1799, un resumen del informe de 1798 del Dr. Edward Jenner sobre sus experimentos con la vacuna.

La viruela, entonces, dejó de ser una señal divina de pecado ante la vacuna, que demostró detener su avance, tarea que antes era responsabilidad directa de Dios.

La necesidad de hacer frente a un reto que durante siglos había cobrado las vidas de miles, tal vez millones, de personas. Desde campesinos hasta príncipes, desde esclavos hasta faraones, indígenas y conquistadores. Y además, de hacerle frente con las nuevas herramientas con que contaba la comunidad científica. Creó la fuerza y la suficiencia para asumir el reto, para hacerle frente, al fin, al destino. Fue entonces cuando se empezó a organizar un sistema de salud a la luz de los nuevos conocimientos. La expedición de Balmis fue un ejemplo de un plan de prevención a gran escala.

Y hoy, doscientos años después, la comunidad médica, no solo colombiana sino mundial, sigue los pasos de Balmis y Salvany, ideando nuevos sistemas para afrontar los retos de la época.

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