Reseña Bibliográfica: Presentación del Libro “Hereditas, Diversitas Et Variatio”
Monocomentario a una Diversitas
Aproximación a la historia de la genética humana en Colombia” de los Académicos Dr. Alberto Gómez G., Dr. Jaime E. Bernal y el Dr. Ignacio Briceño.
Académico Dr. Efraim Otero Ruiz
En el último año he escrito seis prólogos. Suficiente para que pudiera parodiar a León de Greiff en su ¨Relato de Guillaume de Lorges¨:
Yo, señor, soy prologuista.
Mi profesión es hacer disparos al aire.
Todavía no habré descendido la primera nube, Mas la delicia está en curvar el arco Y en suponer la flecha donde la clava el ojo.
Por supuesto, en el caso de Jaime Eduardo y Alberto es distinto. A ambos los conozco desde su primera edad –metafísica, que no física- y puedo decir que, con ambos, clavé el ojo desde muy temprano. Con el primero desde estudiante y después en la bienvenida que le dimos hace veinte años, cuando regresaba de Inglaterra colmado de honores y de libros.
Con el segundo, cuando lo presenté a esta Academia y comenté su bello libro de ¨Las Expediciones¨ que, desde entonces, no he cesado de elogiar.
Por eso, pidiéndoles perdón a ellos –por la repetidera- y a ustedes –porque ya tendrán la oportunidad de leer lome limitaré a leer el prólogo, que más bien servirá de epílogo a la concisa presentación que ha hecho Alberto esta noche.
Como dice el presentador y lo reafirman los autores la genética, sea clásica o moderna, cada vez a tornándose más en “humanética” por las in- trincadas relaciones que tiene con el desarrollo del ser humano y su adaptación al entorno que lo rodea.
Otra acepción sería la humanética-humanística, tal como la comprueban los creadores del presente libro, al presentarnos doctamente la evolución temprana y reciente de la especialidad en Colombia.
Quizás el especioso título en latín pudiera reemplazarse por el de “Cuatro biografías”, verdadera tétrada en que los personajes son cuatro culturas o circunstancias evolutivas de la ciencia en nuestro medio: una, la de una etnia y una nosología precolombinas ejemplificadas en las conmovedoras cerámicas de Tumaco-La Tolita; otra, la del neo-iluminismo traducido en la obra de Caldas, a su vez receptora y transmisora de Mutis y de Humboldt; una tercera, dedicada a nuestros académicos de final del siglo XIX y sus discusiones sobre enfermedad y herencia; y una cuarta, que además de lo realizado en el país nos trae el encomiable ejemplo de la Expedición Humana, último de los recorridos en “una Colombia que fue y que no volveremos a ver” (como lo ha dicho este prologuista en uno de sus comentarios académicos) y de la cual los autores fueron gestores y expedicionarios ilustres.
Todas ellas acompañadas de dos extensos capítulos, el uno introductorio que va desde Mendel hasta el listado de todos los Premios Nobel en genética y afines; y otro final que cubre la genética humana en la medicina colombiana del siglo XX e incluye la ennumeración de los ponentes y los trabajos presentados al III Congreso Internacional celebrado en Barranquilla en el 2004.
Después, a manera de epílogo, señalan los derroteros que tomará la genética en el presente siglo, incluyendo la genómica, la proteómica, la transcriptómica y lo que ellos proponen desde el capítulo final con un nuevo término, la humanética.
Sin embargo, como lo ha dicho en 2006 Barbujani en su comentario al reciente libro de Matt Ridley sobre Francis Crick, la biografía es probablemente la manera más difícil de contar la historia de un proceso tan completo, intrincado y controvertido como es la búsqueda del código de la vida.
Por eso en ninguno de los capítulos podría decirse que los autores agotan los temas sino que más bien despiertan inquietudes para que el lector pueda después continuarlos o completarlos. Para ello la copiosa bibliografía de 81 referencias actualizadas a 2006.
Por tanto consideran también oportuno, ya para el final, traer el listado de los tópicos tratados en el Encuentro Anual de la Sociedad Americana de Genética Humana este mismo año, que es a su vez una invitación a los temas que extenderán la investigación en décadas futuras.
Al fin y al cabo, como lo dice el mismo Ridley, muchos grandes interrogantes quedan en el futuro. Y creo que la ciencia consiste más en esclarecer nuevos misterios que en catalogar hechos ya conocidos.
Al repasar el caso de Gregor Mendel, resulta increíble que tal aislamiento científico se pudiera dar en la Europa de la revolución industrial, ya a finales del siglo XIX. (Ver: Reseña Bibliográfica: Intervención del Académico Dr. Hugo Sotomayor Tribín)
Quizás podría atribuírse a causas políticas o raciales o a los ultranacionalismos regionales que condujeron a lo que se ha llamado la “balcanización” de esa parte del continente. Pero que se seguirán viendo hasta bien entrado el siglo XX cuando por ejemplo, al final de la I Guerra Mundial un rumano, Paulesco (para muchos el verdadero descubridor de la insulina) publica en su idioma un trabajo pionero que pasa desapercibido hasta por los mismos que, unos años después, concederán a otros el Premio Nobel.
Ese aislamiento resulta más explicable a comienzos del ochocientos en nuestro medio, por las distancias y la magnitud del continente sudamericano : por eso Caldas muere joven, sacrificado en bélica venganza inútil, sin haber podido ingresar de lleno a la corriente científica de su época, que sólo la posteridad vendrá a reconocerle. Aislamiento que no sólo regía en lo cultural y bibliográfico sino principalmente en lo tecnológico.
Por ello es patético leer en las biografías que Paz Otero, Arias de Greiff o Díaz Piedrahita han dedicado al sabio, sobre sus esfuerzos por hacerse a un cuarto de círculo (instrumento de medición geodésica indispensable en la época) por no disponer de latón o de marfi l y tener que terminar encargándoselo a un carpintero local para que se lo construyera en madera de guayacán, la más dura conocida.
O los ruegos infructuosos que le hace al barón de Humboldt para que le deje uno de sus tubos de vidrio de un metro de longitud para reponer el de su barómetro, que se había roto en una de sus aventuradas escalaciones.
Cuántas esenciales observaciones dejarían de hacerse por la carencia de un pedazo de latón o de un tubo de vidrio de los que desechan hoy por trillones los fabricantes de avisos de neón!
La otra brecha en que se ocurre pensar es la informática. Quizás Mendel estaba más cerca de poder informarse de los progresos en la botánica o en la hibridización de plantas que lo que Caldas estuvo de los avances científicos y tecnológicos a comienzos de ese siglo.
Si a Mendel lo separaban muchos kilómetros, a Caldas lo aislaban miles de millas náuticas y el retardo de los correos de la madre patria, a más de importantes tratados científicos incluídos en el Index de libros prohibidos por la Iglesia.
En su época, dado el aislacionismo inquisitorial de España, sólo había podido comenzar a enseñarse en Bogotá la mecánica celeste de Newton y Copérnico, divulgada en Inglaterra casi dos siglos antes! Y ello por poco le cuesta la excomunión al sabio Mutis cuya expedición, y lo que ella involucró, constituye un asomo del llamado “iluminismo” que había tratado de introducir Fray Benito Jerónimo Feijóo a mediados del setecientos.
Ello hace más notable la obra de Caldas y permite equipararla a la de Mendel : que en condiciones aisladas, en medios religiosos y políticos relativamente hostiles, hubiesen podido anticipar con ases puramente matemáticas y teóricas los eventos que poco después sus cuidadosos experimentos irían a comprobar. Y a los que sólo generaciones posteriores irían a otorgar su verdadero valor, como hoy trata de hacerlo con nobleza este importante volumen.
Al tratar las interesantes discusiones entre nuestros académicos decimonónicos, salta a la vista el dilema a que debieron estar sometidos esos exponentes par excellence de la escuela médica francesa. Ya que la supuesta “ley de la herencia” o genética de ese siglo parecía estar dominada por lo que después vendría a denominarse “lamarquismo”, vigente hasta después de Darwin y casi que hasta después de Mendel.
Efectivamente, como lo dejan intuír los autores en alguna de sus disquisiciones iniciales, el Chevalier de Lamarck, basándose en parte en los postulados de Erasmus Darwin (el abuelo de Charles) había sostenido desde 1803 que los caracteres adquiridos podían heredarse; y que se formaban por la necesidad y el uso de los apéndices u órganos por largos períodos de tiempo (“la función hace al órgano”) y así se transmitían de una generación a otra, tanto en animales como en humanos; dichos postulados fueron acogidos por Buffon (verdadero monumento de la ciencia francesa de la época) y por el mismo Galton –mencionado por los presentes autores- y después desechados por Cuvier, quien atacó a Lamarck inmisericordemente hasta en su propio féretro.
De todos modos su propia importancia crecería por el hecho mismo de ser tenido en cuenta por dichos sabios.
Sin embargo, por las llamadas “predisposiciones” (a la música, a las matemáticas, a la pintura, hasta la misma enfermedad, sin poderse distinguir bien entre lo heredado y lo adquirido), el lamarquismo se fue generalizando como una de esas verdades de perogrullo o “dadas por sentadas” e invadió poco a poco todos los vericuetos de las ciencias, ciencias, especialmente las humanas y las médicas.
Ya publicado “El origen de las especies” por Ch. Darwin en que hablaba, por ejemplo, de las transformaciones del pico de los gorriones según el tipo y la necesidad de su alimentación, el ilustre Haeckel afi rmó que los orígenes del darwinismo se podrían trazar a los postulados de Lamarck : ello no sólo popularizó aún más el lamarquismo sino, al decir de Rattray Taylor, “hizo a Lamarck mucho más famoso después de muerto que lo que había sido en vida”
En ese ambiente y antes de que se descubriera al público que los caracteres se dan “a saltos” (como lo diría después el mendelismo) se movían los académicos que promovieron, en 1889, la “discusión sobre la herencia” en el seno de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales a propósito de la transmisión de la lepra, planteada por Carrasquilla.
Y aunque la larga discusión entre Herrera y Castañeda, transcrita por la Revista Médica de su tiempo, es admirablemente comentada en este libro (diciendo que Juan David Herrera “no diferenció entre enfermedades infecciosas y no infecciosas.
Por tanto, a pesar de haber expuesto lúcidamente los fundamentos de la genética, falseó su hipótesis”) en ambos académicos se deja traslucir levemente el lamarquismo al hablar de las “predisposiciones” y admitir tácitamente la susceptibilidad hereditaria a la lepra.
Pero todos creyeron firmemente en otro paradigma : en ciencia, lo que no se escribe no existe. De ahí que hayan trascendido. Esa reflexión, aunque implícita, podría agregarse a las recomendaciones que hace Manuel Plata Azuero -fundador de esta Academia- en su dedicatoria a los médicos colombianos o sudamericanos de su Manual de Terapéutica: hacerse conocer publicando.
Y que viene como anillo al Pues ellos se han distinguido por sus publicaciones nacionales o internacionales que, reunidas entre los tres, ya pasan de un centenar. Y son meritorios no sólo por escribir o publicar sino por hacer inteligible y al alcance de todos una ciencia abstrusa como la genética, que cada día se va complicando más y demanda con urgencia una nueva semántica y una nueva lexicografía, al menos en español.
Ello me trae a colación el comentario que me hacía hace algunos años Jorge Litvak, brillante ex-Decano chileno y colega endocrinólogo, ahora residenciado en los Estados Unidos. –“Hace mucho, -me decía- cuando dedo para que los presentes autores la reproduzcan.
presentábamos nuestros “boards” –los exámenes que certifican la especialización- lo difícil era aberlas respuestas. Hoy en día, lo más fregado de todo es entender las mismas preguntas!”
Ese lenguaje accesible y buenhumorado se ha puesto en evidencia en los libros o comentarios de Alberto Gómez ( y en especial en su ejemplarísimo “Al Cabo de las Velas-Expediciones Científicas en Colombia, siglos XVIII, XIX y XX”) y de Jaime Eduardo Bernal, que ha llegado hasta enseñar la genética simplificada e ilustrada en forma de historietas o “comics”.
El título de su reciente libro “La herencia de Caín” no deja de ocultar dicha sorna. Incluso en libros tan serios como el presente, ese sentido del humor vuelve a aflorar como cuando dicen, en la introducción y hablando de nosotros los humanos descendientes de “Lucy” : “-Dónde quedará entonces el concepto de las razas, si blancos y negros son idénticos en un 99.9%?” – Ello trae a la memoria el tuertolopesco soneto del desaparecido médico antioqueño Jorge Franco, autor de “Hildebrando”:
Raza. Raza de que tanto pregona
la matrona y el cura y el barbero
y la ilustre señora del banquero
que tuvo un hijo negro siendo mona!
Pero, volviendo a la seriedad del texto académico, también entre líneas se observa otra cosa: y es que cada figura egregia en la historia de la ciencia tiene su petitehistoire, una historia escondida que a veces oscila entre la fábula y la realidad, entre el ditirambo y la condena, entre lo cómico y lo trágico.
Como cuando hacen la observación que, gracias a su Abad, en el monasterio de Brno se debieran comer arvejas al desayuno, almuerzo y comida, dado el número de especímenes estudiados por Mendel. O los desesperados momentos finales del sabio Caldas, no mencionados en el texto, que crearon la leyenda o fábula de la O larga y negra partida, logotipo hasta hace poco de COLCIENCIAS.
Y en la genética de los siglos precedentes son memorables las garroteras entre Darwin y sus opositores; entre los mismos re-descubridores de Mendel; entre Bateson y sus seguidores -incluyendo los fraudes paleontológicos del homo piltdowniensis en que cayó también Theilard de Chardin; entre Lysenko y los genetistas occidentales; entre Linus Pauling y Watson-Crick y las desavenencias entre estos y la prematuramente desaparecida Rosalind Franklin; y para no ir muy lejos y hablando de inmunogenetistas, entre Gallo y Montaignier_a propósito de descubrir el virus HIV y sus posibles mutaciones.
También –irrespetuosamente entre líneas- podría decirse, mutatis mutandi, que “si por allí llueve, por aquí no escampa”. Pero ello se sale de la objetividad de este comentario.
Por otra parte, dada la competitividad que ha establecido la nueva genética, particularmente en el medio siglo transcurrido desde la doble hélice (si no, léase la cumulativa iconografía cronológica de premios Nobel aportada por Alberto Gómez), esta especialidad es una de las que más se ha prestado a la falsificación de experimentos y resultados realizada por los “traidores a la verdad” como los llamaran Board y Wade en el título de su libro de 1982.
Uno de los primeros fue Paul Kammerer, brillante y lamarquiano biólogo vienés inspirado por Pavlov (otro lamarquiano), cuya vida y tragedia ha sido admirablemente tratada por Arthur Koestler en su libro “The case of the midwife toad” (“El caso del sapo-comadrón”, como se traduciría vulgarmente en español), por experimentos fraudulentos no solo con dicho sapo sino con cierta especie de salamandra; el descrédito público al que lo sometieron Bateson y los mendelianos en 1923, cuando descubrieron que las patas de sus salamadras habían sido teñidas con tinta china, lo llevó al suicidio.
La tinta china (o su sucesor, los modernos marcadores permanentes), llevarían también a Summerlin a su fraude de 1974 con los trasplantes de piel de un roedor a otro, y por ende al descrédito casi irrecuperable del laboratorio de Good, su distraído patrocinador.
Y así sucesivamente hasta los falsifi cadores y plagiarios Straus, Alsabti, Soman y Spector ya en los 80s. en temas oncológicos y que culminan en Sudbo de Oslo hace un año; y Hwang de Corea en el 2006 con su clonación de las células madre. Será que ahí terminan los fraudes? O habrá que repetir, como Cicerón: Quosque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?
Lo que en esa pequeña historia sí transluce lo verdaderamente trágico son las tragedias humanas o las pérdidas de vidas que las equivocaciones o fraudes han acarreado. Por ejemplo, ¿hasta dónde contribuyeron las creencias no bien refutadas sobre la transmisibilidad hereditaria de la lepra a que se condenara a inocentes cónyuges o a sus hijos, niños y niñas, a vivir desterrados en los leprocomios junto con sus padres o esposos y ahí sí se contaminaran por contagio directo?
¿Cuántas vidas segadas por la hambruna costó en la Rusia soviética el “trigo invernalizado” de Trofi m Lysenko, genetista botánico adorador de Stalin, quien impuso su cultivo colectivizado aún a sabiendas de que era erróneo? De ahí la importancia de un libro como éste y ojalá de otros por venir, que sitúan la historia en una proporción más objetiva y real, especialmente para las nuevas generaciones.
Las cuales deberán apoyarse “en hombros de gigantes”, como ha titulado Stephen Hawking su reciente libro sobre la historia de la física. Especialmente cuando ese gigantismo pertenece por derecho propio a los historiadores, como es el caso del presente volumen.
También, como dijo el inglés Lytton Strachey, citado por Adolfo de Francisco en su último libro : “En el ejercicio del arte de relatar bien las cosas del pasado es preciso disponer de una intuición selecta combinada con inteligencia, habilidad y destreza”.
Esa condición la cumplen admirablemente Gómez, Briceño y Bernal, a quienes felicitamos efusivamente esta noche. Y puedo terminar citando literalmente a De Greiff, sin parodiarlo:
También resulto un poco lento y un mucho largo
en las mis relaciones.
Yo, señor, soy acontista.
Nada más, nada menos.
Y tengo sueño y tengo sed, señor! Salud! Y abur! Señor, abur! Hasta otra vista.
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