Homenajes: Académico Dr. Mario Camacho Pinto, Académico Dr. J. Hernando Ordoñez Garay y Académico Dr. Juan Di Doménico Ruggiero
Sesión Solemne del Día 29 de Junio de 2006
Académico Zoilo Cuéllar-Montoya
Presidente Academia Nacional de Medicina de Colombia
Convencido de la innegable importancia de rendir un justo homenaje a los más ilustres Miembros de esta Academia, de la sociedad y del cuerpo médico nacional, he recibido con beneplácito la brillante iniciativa, emanada de la Junta Directiva de nuestra Corporación, de distinguir con la imposición de la Orden de la Academia, en su grado de Comendador, a quienes lideraron en Bogotá, por muchos lustros, la cirugía general, la neurocirugía y la investigación cardiofisiológica, la medicina interna y la cardiología, cuya presencia real permanece por especial deferencia del Todopoderoso y de la misma naturaleza con nosotros, expresada en la envidiable vitalidad de cada uno de ellos:¿.
En esta ocasión, ha recaído la elección del Consejo de la Orden, sabia y justamente, en nuestros queridos Profesores y Maestros, los Señores Académicos Honorarios Doctores Juan Di Domenico Di Ruggiero, Mario Camacho Pinto y J. Hernando Ordóñez Garay.
Dirigirles a Ustedes, Señoras y Señores, unas palabras sobre cada uno de ellos podría significar restarle originalidad a quienes escogió la Junta Directiva para realizar el merecido elogio de cada uno de los tres profesores condecorados.
Sin embargo, es tan grande el afecto que desde que abrí los ojos a la medicina me ha unido a cada uno de ellos, que faltaría a la justicia en este día si silenciara mi voz frente al magno homenaje que hemos querido hacerles esta histórica noche.
Mi deambular por los servicios del vetusto Hospital de San José, durante mis dos últimos años de carrera y durante el año en el curso del cual realicé mi Internado Rotatorio en dicho centro asistencial, se vio nimbado por la disciplinada y, siempre agradecida por mí, estricta rectoría del Profesor Di Domenico, cuya sabia dirección me permitió aprender de las experiencias asistenciales adquiridas durante mi paso por los servicios de pediatría, otorrinolaringología, medicina interna, urología, ortopedia, ginecología y obstetricia y cirugía general del Hospital.
Igualmente, debo agradecerle también su tolerancia ante mi asistencia, un poco “pirata”, al servicio de neurocirugía del Profesor Antonio Becerra Lara en ese Hospital, propiciada por mi amigo, compañero de tesis y hoy comprofesor, el Académico Germán Peña Quiñones, y la sabia forma como me permitió, al vedar para mi una aproximación al servicio de oftalmología de San José, enriquecer mis conocimientos con aspectos del quehacer médico general que ya no tendría otra oportunidad para adquirirlos al dedicarme de lleno a la oftalmología, a partir de mis épocas de residente al lado del ilustre Profesor y Académico Doctor José Ignacio Barraquer Moner. (Ver: Homenajes: Académico Honorario Dr. Juan Di Doménico Ruggiero)
Recuerdo, como si fuera hoy, lo que en adelante se llamaría “el punto de Di Domenico”: después de doce horas de cirugía en una de las salas del pabellón quirúrgico del Hospital de San José, cuando ayudantes, instrumentadora, anestesiólogo y enfermeras circulantes estábamos al borde del colapso, el último punto que colocaba el Profesor Di Domenico sangraba, a raíz de lo cual el hábil cirujano deshacía todas las suturas y recomenzaba el trabajo, después de haberse asegurado de que el sangrado del vaso responsable había sido contenido definitivamente, en una valiente e inolvidable lección de responsabilidad y perfección quirúrgicas.
Estos dos ejemplos de sabiduría docente; estas dos muestras de la genialidad profesional y de la capacidad escrutadora de las habilidades, intereses y verdadera vocación de cada uno de nosotros, sus discípulos, pueden mostrar ante Ustedes la realidad de ese Maestro que ha sido siempre el doctor Juan Di Domenico.
Mi paso por la cátedra de medicina interna en la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana, bajo la rectoría del Profesor J. Hernando Ordóñez, me asentó en los parámetros básicos de la cardiología, indispensables y necesarios para conservar, aún hoy, después de tantos años, una visión global actual del funcionamiento y actividad general del sistema cardiovascular, esencial para un ejercicio oftalmológico coherente con dichos conocimientos, irremplazable para evitar errores diagnósticos sistémicos o para llegar al criterio adecuado en la utilización de substancias de uso oftalmológico con posibles efectos cardiovasculares en la práctica diaria de mi especialidad.
De las cualidades docentes del Profesor Ordóñez puedo dar fe personalmente: debemos recordar aquí que la sabiduría y los altos conocimientos no son suficientes para alcanzar la excelencia en la docencia; es necesario poseer, como lo ha demostrado con creces en su larga vida profesoral el doctor Ordóñez, una cualidad, una vocación y una facilidad innata adecuadas e irremplazables convencido de la innegable importancia de rendir un justo homenaje a los más ilustres Miembros de esta Academia, de la sociedad y del cuerpo médico nacional, he recibido con beneplácito la brillante iniciativa, emanada de la Junta Directiva de nuestra Corporación, de distinguir con la imposición de la Orden de la Academia, en su grado de Comendador, a quienes lideraron en Bogotá, por muchos lustros, la cirugía general, la neurocirugía y la investigación cardiofisiológica, la medicina interna y la cardiología, cuya presencia real permanece por especial deferencia del Todopoderoso y de la misma naturaleza con nosotros, expresada en la envidiable vitalidad de cada uno de ellos.
En esta ocasión, ha recaído la elección del Consejo de la Orden, sabia y justamente, en nuestros queridos Profesores y Maestros, los Señores Acadé micos Honorarios Doctores Juan Di Domenico Di Ruggiero, Mario Camacho Pinto y J. Hernando Ordóñez Garay.
Dirigirles a Ustedes, Señoras y Señores, unas palabras sobre cada uno de ellos podría significar restarle originalidad a quienes escogió la Junta Directiva para realizar el merecido elogio de cada uno de los tres profesores condecorados.
Sin embargo, es tan grande el afecto que desde que abrí los ojos a la medicina me ha unido a cada uno de ellos, que faltaría a la justicia en este día si silenciara mi voz frente al magno homenaje que hemos querido hacerles esta histórica noche.
Mi deambular por los servicios del vetusto Hospital de San José, durante mis dos últimos años de carrera y durante el año en el curso del cual realicé mi Internado Rotatorio en dicho centro asistencial, se vio nimbado por la disciplinada y, siempre agradecida por mí, estricta rectoría del Profesor Di Domenico, cuya sabia dirección me permitió aprender de las experiencias asistenciales adquiridas durante mi paso por los servicios de pediatría, otorrinolaringología, medicina interna, urología, ortopedia, ginecología y obstetricia y cirugía general del Hospital.
Igualmente, debo agradecerle también su tolerancia ante mi asistencia, un poco “pirata”, al servicio de neurocirugía del Profesor Antonio Becerra Lara en ese Hospital, propiciada por mi amigo, compañero de tesis y hoy comprofesor, el Académico Germán Peña Quiñones, y la sabia forma como me permitió, al vedar para mi una aproximación al servicio de oftalmología de San José, enriquecer mis conocimientos con aspectos del quehacer médico general que ya no tendría otra oportunidad para adquirirlos al dedicarme de lleno a la oftalmología, a partir de mis épocas de residente al lado del ilustre Profesor y Académico Doctor José Ignacio Barraquer Moner.
Recuerdo, como si fuera hoy, lo que en adelante se llamaría “el punto de Di Domenico”: después de doce horas de cirugía en una de las salas del pabellón quirúrgico del Hospital de San José, cuando ayudantes, instrumentadora, anestesiólogo y enfermeras circulantes estábamos al borde del colapso, el último punto que colocaba el Profesor Di Domenico sangraba, a raíz de lo cual el hábil cirujano deshacía todas las suturas y recomenzaba el trabajo, después de haberse asegurado de que el sangrado del vaso responsable había sido contenido definitivamente, en una valiente e inolvidable lección de responsabilidad y perfección quirúrgicas.
Estos dos ejemplos de sabiduría docente; estas dos muestras de la genialidad profesional y de la capacidad escrutadora de las habilidades, intereses y verdadera vocación de cada uno de nosotros, sus discípulos, pueden mostrar ante Ustedes la realidad de ese Maestro que ha sido siempre el doctor Juan Di Domenico.
Mi paso por la cátedra de medicina interna en la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana, bajo la rectoría del Profesor J. Hernando Ordóñez, me asentó en los parámetros básicos de la cardiología, indispensables y necesarios para conservar, aún hoy, después de tantos años, una visión global actual del funcionamiento y actividad general del sistema cardiovascular, esencial para un ejercicio oftalmológico coherente con dichos conocimientos, irremplazable para evitar errores diagnósticos sistémicos o para llegar al criterio adecuado en la utilización de substancias de uso oftalmológico con posibles efectos cardiovasculares en la práctica diaria de mi especialidad.
De las cualidades docentes del Profesor Ordóñez puedo dar fe personalmente: debemos recordar aquí que la sabiduría y los altos conocimientos no son suficientes para alcanzar la excelencia en la docencia; es necesario poseer, como lo ha demostrado con creces en su larga vida profesoral el doctor Ordóñez, una cualidad, una vocación y una facilidad innata adecuadas e irremplazables para llevar a las mentes de sus discípulos, con inmensa claridad y sencillez, los conocimientos que les permitan, en el futuro, brillar en el ejercicio de su profesión. Esa cualidad innata la posee, en grado superlativo, el Profesor Ordóñez.
Si, por azares del destino, no fui discípulo del Académico Camacho Pinto, nuestras relaciones profesionales, a lo largo de los años, asentaron una sincera amistad y agigantaron en mí el inmenso respeto a sus conocimientos, experiencia y doctos procederes en su práctica especializada de la neurología y la neurocirugía.
Esta Academia y sus actividades han sido ocasión y motivo para profundizar nuestra amistad con el Profesor Camacho Pinto, con quien hemos compartido muchas horas de tertulia académica y a quien he aprendido a conocer y a valorar en su brillante carrera profesional, en sus interesantísimas publicaciones y en sus valiosas ejecutorias.
Hace muchos años, con ocasión del accidente cerebrovascular que padeció un tío de mi esposa, tuvimos ella y yo la oportunidad de conocerlo, admirarlo y apreciarlo en su afable manejo de ese tipo de enfermos y su gentileza y amabilidad en el trato de los familiares, así como en su manera directa, clara y objetiva, pero notablemente respetuosa, con la cual nos informó sobre la delicadeza del caso y su pronóstico altamente reservado.
Coincidencialmente, compartimos con Luis Miguel Camacho Samper, su hijo médico, la afición por la electrofisiología, en mi caso oftalmológica, neuro-oftalmológica y estrabológica; en el de él, como neurólogo clínico que es, dirigida netamente hacia su campo de acción.
Pero, ¿qué pasó en aquellos años anteriores a mi ingreso a la Universidad o, más aún, en épocas en las cuales yo no existía aún? Las querencias familiares son para mi de un gran valor en las relaciones ulteriores de cada uno de nosotros.
Así, en la década de los años veinte del siglo pasado, en los predios del Gimnasio Moderno de Bogotá, surgía una hermosa y profunda amistad entre el joven Di Domenico, hijo de un inmigrante italiano, y un hermano muy próximo a mi padre, Manuel Antonio Cuéllar Calderón, Primero, a quien el atlético Di Domenico, por esa época un excelente púgil, defendía de la matonería de algunos compañeros: mi tío Manuel Antonio murió, a los 15 años, de una encefalitis, cuando Di Domenico ya estudiaba en Italia, razón por la cual él nunca se enteró de la desaparición de su compañero y amigo.
El Profesor J. Hernando Ordóñez era estudiante de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional y su compañero, por decirlo así, de pupitre, se llamaba Zoilo Cuéllar Calderón -mi padre-: ambos recibieron el título de Doctores en Medicina y Cirugía el día 15 de julio de 1935, uno al medio día y otro cuando ya llegaba el crepúsculo y las sombras del anochecer desdibujaban las calles aledañas a la Escuela de la Facultad, antigua granja Segovia, en el costado sur del hoy Parque de los Mártires de Bogotá, en predios de la tristemente célebre Huerta de Jaime, razón de ser del nombre escogido para bautizar el parque.
Entre ellos existió una firme, profunda y permanente amistad y, en el barrio El Retiro de la capital tuvieron ambos sus casas, separadas quizás por unas cinco cuadras la una de la otra. Adicionalmente, quien estas palabras pronuncia ingresó, en 1946, al primer año de colegio en el Liceo de Cervantes, regido por el notable educador, Don Jesús (Chucho) Casas Manrique.
Allí, en las aulas, corredores, patios e instalaciones del colegio de la calle 82 con carrera 8ª, construidas en un magnífico estilo anda luz, distante una cuadra al norte de la casa del Profesor Ordóñez y unas tres al sur de la de mi padre, el destino puso, como compañeros de clase, a Jorge Ordóñez Smith, hijo del Profesor Ordóñez, y a quien esto escribe.
En forma absoluta mente natural y, yo diría que lógica, los dos hijos de esos médicos y condiscípulos cultivamos una sincera amistad y, además de compartir las actividades escolares, nos convertimos en exploradores de la entonces próxima y fácilmente accesible sabana de Bogotá, la cual comenzaba, en esa época, más allá de la calle 87, donde el barrio de La Cabrera marcaba el límite norte del área urbana de Bogotá: en los potreros de la haciende de El Chicó ejercimos como cazadores de serpientes y alacranes sabaneros, a los cuales capturábamos vivos, e iniciamos un negocio de venta de dichos animales a nuestros compañeros de colegio.
Naturalmente, como nuestro depósito de bichos, por la proximidad al colegio, era la casa de Jorge, más de una vez sus hermanas y su madre debieron sorprenderse con la presencia de uno de esos animales reptando por el piso de la cocina, o caminan do por las paredes de alguno de los baños. Jorge se trasladó, para el bachillerato, a otro plantel y yo pasé al Gimnasio Campestre: no nos volvimos a ver sino hasta hace muy poco tiempo, en casa de una de sus hermanas.
Cuando yo estudiaba medicina, un juvenil afecto me aproximó a una de las hermosas hijas del Profesor, aspiración que concluyó abrutamente con una serenata en la cual el acordeonista era yo, serenata escuchada desde un automóvil, sin que yo en ese momento me percatara, por la homenajeada, que regresaba de un cine con quien años más tarde conformaría un maravilloso hogar.
Son innumerables los recuerdos que hoy surgen en mi mente de aquellos felices años de niñez en compañía de Jorge, pasados más que en las calles del barrio que habitábamos en alguna de las dos casas de nuestros padres: con qué frecuencia tomábamos onces en una u otra de ellas y compartíamos jardines, juegos, intereses infantiles y pasábamos juntos numerosas horas de solaz y esparcimiento.
En esta forma, desde el inmenso pedestal del afecto, desde mis profundos y sinceros sentimientos hacia Ustedes, queridos Profesores, quiero con estas palabras, quizás excesivamente familiares, de pronto casi coloquiales, asociarme a este justo homenaje que les rinde la Academia Nacional de Medicina y que, al hacerlo, lo hace con la intención de enseñar a los profesionales actuales de esta ciencia, verdadero arte, arte de curar y de prevenir, y a las generaciones futuras, el valor de la constancia, de la dedicación permanente al trabajo, de la actuación permanentemente honesta, ética, justa y generosa de Ustedes tres, a quienes hoy distingue especialmente nuestra Corporación al inscribir sus nombres, con letras doradas, en el libro de excelencia de su Orden, para la historia de nuestra Academia y de la profesión médica en Colombia y cuya vida, logros y ejecutorias presenta a la comunidad profesional como faro luminoso que señale el camino a quienes seguimos hoy sus pasos en esta meritoria senda que señalara Hipócrates de Cos y a aquellos que lo harán en el futuro.
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