Intervención del Académico Dr. Adolfo de Francisco Zea

Por generosa designación de las Directivas de la Academia Nacional de Medicina, que agradezco hondamente, me corresponde intervenir en esta Sesión Especial de nuestra institución en la que el distinguido Académico Dr. Guillermo Sánchez Medina ha hecho la presentación de su libro “Ciencias, Mitos y Dioses” y en la que además hemos escuchado con deleite los interesantes y juiciosos comentarios a la obra ex puestos por los Académicos Juan Mendoza-Vega y Sonia Echeverri de Pimiento. Para cumplir con el honroso encargo que se me ha confiado, me permito leer, con su venia, señor Presidente, algunas de las palabras que a manera de prólogo tuve ocasión de escribir para el libro por gentil invitación de su autor.

Desde tiempos remotos algunos de los problemas de mayor relevancia que se le han presentado a la humanidad en los terrenos de la ciencia, de la filosofía y de la religión, han sido entre otros los de definir los diferentes ámbitos de acción de cada una de esas tres disciplinas del saber, establecer los parámetros que marcan y limitan sus intereses particulares sin desmeritar o minusvalorar los de los demás, señalar las interacciones existentes entre unas y otras y, finalmente, identificar los puntos de convergencia que quizás les permitan alcanzar algún día una cosmo visión común, amplia y aceptable, que incluya en su estructura los aspectos esenciales de cada disciplina y sus verdades fundamentales con el propósito de avanzar en el sendero del conocimiento del ser humano y entender el sentido de la vida del hombre despejando los enigmas que a través de los siglos se han ofrecido, dolorosos y esquivos, al estudio del intelecto y del espíritu.

El acertijo de la esfinge de la antigua mitología griega, resuelto impecablemente por Edipo, es un claro ejemplo de los rompecabezas y misterios planteados a la humanidad desde tiempos inmemoriales, a los que se refirió bellamente a comienzos del siglo XX Alexis Carrell en su célebre libro “La Incógnita del Hombre”. Para los pensadores del mundo occidental de los primeros siglos de la Era Cristiana, los problemas aludidos atrás encontraban fáciles explicaciones en el simbolismo de los libros sagrados y en los relatos de historias y de mitos que se aceptaban sin razonamientos mayores por las gentes de alguna cultura; mitos e historias en los que indudablemente tomaron su origen muchas de las ideas filosóficas y religiosas de ese entonces.

Los problemas planteados en aquellos días y las explicaciones ofrecidas para solucionarlos, carecían sin embargo de las características peculiares que adquirieron más tarde, ya en los siglos XVI y XVII, cuando la ciencia moderna irrumpió con velocidad vertiginosa en la vida de las gentes impactándolas con hechos cosmológicos asombrosos, innegables e insospechados descubiertos gracias al genio de Copérnico, de Tycho Brahe, de Galileo y de Johannes Kepler. Hallazgos tales como la irregularidad de los contornos de la luna, antes considerada una esfera perfecta como tenía que serlo por ser obra de Dios; la inexistencia de las esferas celestiales que se creían movidas mecánicamente por los dioses de la antigua mitología y posteriormente por los ángeles y santos de la mitología cristiana, y la presencia de las elipses recorridas en forma inexorable y sin vacilaciones por los planetas alrededor del sol, astro que desplazó a la tierra como centro del universo conocido, son ejemplos fehacientes de esta afirmación. Esos descubrimientos de la ciencia en los comienzos del Renacimiento, señalaron con caracteres indelebles el cambio definitivo del paradigma ptolemaico de aquel tiempo y presagiaron los nuevos modelos de pensar que habrían de surgir en los años y las centurias que siguieron.

En los terrenos de la medicina, y en forma análoga a lo ocurrido con las ciencias de la naturaleza, la concepción de las enfermedades como entidades mórbidas caracterizadas por síntomas y signos patognomónicos susceptibles de ser detectados por el examen clínico, y clasificables además en grupos especiales como lo estableciera Thomas Syderham en la Inglaterra del siglo XVIII, dio al traste con las doctrinas de los trastornos humorales como causa de las enfermedades, doctrinas éstas que desde las épocas de Hipócrates y de Galeno, muchos siglos atrás, habían dominado el pensamiento médico de occidente durante más de dos mil años y que aún persisten de manera soterrada o disfrazada en algunos medios culturales y científicos de nuestro tiempo como rezagos de una era precientífica pretérica ya superada.

De otro lado, el pensamiento filosófico que surgió a finales del Renacimiento y avanzó con audacia en la época de la Ilustración, puso en duda muchas de las verdades señaladas por la iglesia de entonces, verdades basadas de manera exclusiva en la interpretación absolutamente literal de las Sagradas Escrituras, en las tradiciones patrísticas de muchos siglos nunca sometidas a un análisis crítico sensato, en el creer unánime en la inerrancia de la Biblia y en la autoridad indiscutible del romano Pontífice.

Las severas disposiciones administrativas y judiciales tomadas en aquel tiempo por las autoridades civiles y eclesiásticas para conjurar el peligro de las nacientes “herejías” y para salvaguardar de manera eficaz el acceso seguro de las almas de los fieles creyentes al reino de los cielos; la poco afortunada institución de la Santa Inquisición, establecida para detectar y entregar a la justicia ordinaria los reos sospechosos de creencias heréticas contrarias al magisterio de la iglesia, y por último, la prohibición del libre examen y de la libertad de pensamiento filosófico y teológico, trajeron consigo penosas consecuencias para el sentir y el obrar de las gentes de esas épocas habituadas insensiblemente a la quema de brujas, al sacrificio de personajes de la importancia intelectual y moral de Miguel Serveto y de Giordano Bruno cuyas maneras de pensar se apartaban peligrosamente de la doctrina oficial e inamovible de la iglesia romana. Pero, a la vez, y en forma paradójica y afortunada, el pensamiento medieval tardío y el moderno de nuevo cuño facilitaron el desarrollo de nuevas concepciones, secularizadas las más de las veces, que hacían contraste con las postulaciones de la iglesia contemporánea y se apartaban en consecuencia de las doctrinas sus tentadas con firmeza por las diversas confesiones cristinas.

En los años finales del siglo XX y en los albores del XXI, el impresionante desarrollo de las ciencias físicas y biológicas ha modificado con nuevos paradigmas los conceptos vigentes sobre la naturaleza de la materia, de la energía y de la vida misma hasta límites nunca antes sospechados. Los avances de las ciencias cognitivas y de la psicología profunda, por otra parte, que han conducido a una comprensión más amplia y racional de los aspectos físicos, biológicos y psicológicos de los seres humanos que la imperante en siglos anteriores y los desarrollos actuales en el campo de las teorías de la complejidad y del caos, han contribuido de manera indudable a que algunos ilustres intelectuales de nuestra época piensen, equivocadamente en mi sentir, que el ser humano, y en general todo cuanto existe en el mundo que habitamos, puede ser explicado casi a la perfección y de manera integral y exclusiva, por medio de audaces interpretaciones de los hallazgos científicos del momento que ignoran tajantemente los postulados de la filosofía y de la religión.

Que los sentimientos religiosos pueden ser entendidos sin dificultad por medio de la biología actual y de la moderna neuropsicología que en nuestro tiempo avanza a paso apresurado. Que el concepto de Dios es exclusivamente un constructo humano pasado ya de moda y que las diversas filosofías y teologías de Oriente y de Occidente que intentan estudiar al hombre desde un punto de vista espiritual, diferente de lo meramente físico, biológico o psicológico, son tan sólo disciplinas arcaicas y caducas que han dejado de tener ya vigencia conceptual en nuestro tiempo. Se podría afirmar, no sin dolor, que el péndulo de la intolerancia puede haber cambiado de sentido en nuestros días desde la intolerancia religiosa de antaño hasta la de algunos de los nuevos intérpretes de la razón, los científicos de la actualidad.

Estos extremos últimos del pensar científico, en el fondo pesimistas y desde luego materialistas a ultranza, que pretenden explicar tan sólo por la ciencia los aconteceres y avatares de la naturaleza, incluido el hombre que fuera considerado como un increíble y asombroso “fenómeno” por el eminente antropólogo francés Pierre Theilard de Chardin, han sido llamados “cientifismo” por pensadores críticos de nuestros días y están, a mi modo de ver, tan irrevocablemente aleja dos de la realidad y la verdad como lo están también los enfoque fundamentalistas del ser humano propuestos por sectores extremistas de las tres religiones monoteístas de occidente, el judaismo, el cristianismo y el islam.

Más, sin embargo, la ciencia misma de nuestro tiempo ha podido establecer la existencia en el universo de ciertos límites más allá de los cuales no es posible encontrar grados absolutos de certeza. Es evidente que en los dos siglos de vida que conoció la física moderna, desde Newton hasta el siglo XIX, se llegó a pensar que ya no era posible reconocerle a la ciencia una auténtica fiabilidad en el campo cognoscitivo, sino aceptarle tan sólo su valor pragmático. El “principio de incertidumbre”, por ejemplo, postulado por Werner Heisenberg en 1928 para las partículas subatómicas de la física nuclear, gracias al cual el célebre científico fue galardonado con el premio Nobel de Física; y posteriormente las trascendentales elucubraciones filosóficas y matemáticas de Karl Popper sobre la endeble fiabilidad de las proposiciones y su posible falsedad, sirvieron para sembrar nuevas e impactantes dudas acerca de la integridad de las concepciones de la ciencia en aspectos tan vitales al hombre actual como son los relacionados con la realidad física misma y la verdad de todo cuanto existe.

Para el filósofo Evandro Agazzi, Presidente de la Academia Internacional de Filosofía de las Ciencias de Bruselas, el hombre contemporáneo depende en medida prácticamente total de la ciencia y de la técnica.

Sin embargo, en el sentir de este distinguido humanista, la ciencia y la técnica de nuestros días no han logrado crearse un espacio y una función dentro de la cultura del hombre contemporáneo, es decir, dentro del sistema de ideas, de orientaciones, de valores y de concepciones del mundo y de la vida que inspiran los criterios de enjuiciamiento y las elecciones de los individuos y de las colectividades. Nuestra civilización, por el hecho de ser estructuralmente científica y tecnológica, tiene la necesidad esencial de comprender la ciencia como lo que verdaderamente es, sin idolatrías y sin condenaciones, aceptando su gran significado como una forma de saber objetivo y riguroso susceptible de una amplia gama de aplicaciones prácticas, pero reconociendo a la vez la existencia de otros gran des espacios en lo que se ejercita la acción del espíritu, como son los de la filosofía, el arte, la moral y la fe religiosa que responden a exigencias intelectuales y espirituales del ser humano que la ciencia no está en condiciones de satisfacer por sí sola.

El ser humano, en la inmensa complejidad de sus dimensiones, tiene necesidad de estos otros espacios y nadie puede asumir irresponsablemente el derecho de privarle de esas invaluables riquezas.

“Ciencia, Mitos y Dioses”, el libro del Dr. Guillermo Sánchez Medina que hoy nos ha presentado, es un intento afortunado de su autor por analizar objetiva mente y con profunda honestidad intelectual los inquietantes temas relacionados con la ciencia, la filoso fía y la religión vistos desde su noble posición de humanista integral y de excelente conocedor de la historia de los aconteceres humanos, de la psiquiatría y del psico-análisis. Amplia y eruditamente Sánchez Medina se pasea con autoridad por campos de inmenso interés que no le son extraños.

Revisa cuidadosa mente los mitos de la historia humana y las divinidades de las diversas civilizaciones y culturas y expone y defiende con valor su posición personal, ecléctica a la vez que agnóstica frente a Dios, y sobre el papel que puede jugar la ciencia actual en el análisis y en la comprensión de estos inquietantes problemas plantea dos a la humanidad desde tiempos remotos.

La nueva contribución del Académico Sánchez Medina a la cultura de nuestros días, representada por este magnífico libro, es en mi sentir inmensamente valiosa y digna de apreciarse y de ser alabada.

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