Homenaje: Inés Durana Samper y la Historia de la Enfermería en Colombia
Académico Efraím Otero Ruiz,
Presidente
Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina
Por obligante insinuación del señor Presidente he querido unirme al homenaje que se rinde hoy a la memoria de Inés Durana Samper, recordando y ensalzando sus contribuciones a la historia de la medicina y la enfermería en Colombia.
Y lo hago como reconocimiento a una labor callada pero efectiva que, en los últimos años y gracias a su vinculación con la ALANAM, tuvo en nosotros los académicos una resonancia de colaboración y afecto como quizás la hayamos tenido con muy pocas personas.
Porque a quienes llegábamos hace una década al edificio principal y después de concluido, al nuevo edificio de la Biblioteca, nos era familiar la figura de Inés trabajando en su escritorio o en una de las mesas de lectura, siempre con el comentario afable o la salida oportuna que hacía honor a su ancestro bogotano.
Y esto era tan constante, aún en épocas en que se hallaba ya muy enferma, que parecía que ella hiciera parte esencial de una de estas casonas patricias que, en los últimos lustros, han albergado decorosamente nuestra Academia Nacional de Medicina. (Lea: Artículo de Interés, Tensión Entre la Calidad y la Equidad, la Calidad y la Eficiencia)
Efectivamente, no había nada más grato que hablar con Inés de la historia de la salud y la medicina preventiva en Colombia y en el mundo.
Se conocía en detalle todas las anécdotas y personajes, desde la época de su graduación como Enfermera de la Escuela Nacional, 50 años atrás, hasta las épocas más recientes.
Y hervía de indignación cuando tuvo que contemplar hechos como, en 1998, la demolición del antiguo edificio de la Dirección Nacional de Higiene, en la calle 6ª, vecino al Frenocomio de Mujeres, tan inolvidable para quienes fuimos allí alumnos de Edmundo Rico y de Luis Jaime Sánchez.
Cuando se ofreció, ya al final de su meritoria existencia, a presentarnos en la Sociedad un trabajo sobre la historia de la enfermería profesional, yo le dije en tono a la vez de chanza y de reconocimiento profundo: “Basta con que tú te presentes, sin necesidad de trabajo escrito, porque tú misma representas toda la historia de la enfermería en Colombia”.
Y era cierto. Porque como ella misma lo dijo, en su trabajo de ingreso como Académica Asociada –ingreso que, con agrado, hube de ventilar en las postrimerías de mi Presidencia en esta corporación– desde sus estudios de bachillerato en el Gimnasio Femenino, que habían fundado sus padres y parientes cercanos, cayó bajo la influencia de su Directora, doña Lucía Lozano y Lozano -enfermera graduada en los Estados Unidos- quien, decía Inés, “nos dejó a muchas una huella que marcó posteriores ideales profesionales”.
Desde entonces supo que sería enfermera y se dedicó de corazón a perseguir su perfeccionamiento en este campo. Y una de las maneras era la de mirar hacia atrás y darse cuenta de quiénes habían sido los pioneros y pioneras de esa abnegada profesión en el país.
En todo momento ella tuvo veneración por la persona y la obra del Académico Pablo García Medina (1858-1935) a quien reconocía como el verdadero fundador de la salud pública y la enseñanza de la enfermería, aunque a la Escuela Nacional, fundada en 1931 y puesta bajo la dirección del doctor José María Montoya, la hubieran precedido otras deexistencia efímera como la del profesor Calvo Castaño en Cartagena y la del profesor Barberi en Bogotá, ambas en las dos primeras décadas del siglo XX.
Basándose principalmente en la “Reseña Histórica sobre la Enfermería en Colombia” que publicó el Académico Héctor Pedraza en 1954 y en la “Historia del Hospital de San José” del inolvidable Laurentino Muñoz en 1958, Inés va acoplando sus vivencias y recuerdos personales hasta crear una historia coherente, llena de anécdotas y de cordiales remembranzas.
Se da uno cuenta que, en sus comienzos, la enfermería fue una especie de voluntariado que atrajo a las “niñas bien” de la sociedad bogotana de ese entonces, y que tomó uno o dos decenios para pasar a la escuela de comadronas y a la Nacional de Enfermeras Visitadoras y luego Hospitalarias y finalmente la Escuela Nacional Superior.
Casi el mismo tiempo que tomó para que de una Dirección Nacional de Higiene se pasara al Ministerio de Salud, hoy refundido con el de Trabajo -como al comienzo-, y casi desaparecido.
Sus parientas por la línea materna, como en la primera Julia Samper Sordo y en la segunda Helena Samper Gómez (también formada en los Estados Unidos) contribuyeron sin duda a esas remembranzas.
Pero su historia no se detiene ahí, sino que pasa a analizar la influencia que en su desarrollo y en la medicina preventiva tuvo el Servicio Cooperativo Interamericano de Salud Pública (SCISP) a cuyo Secretario de esa época, el doctor Gerardo López Narváez, entrevistó varias veces e incluso lo trajo para presentarlo en una de las sesiones académicas.
Luego de sus estudios en la Escuela Nacional viaja a Baltimore y a Washington, donde obtiene su licenciatura en Ciencias de la Enfermería; a su regreso, con toda justicia, es nombrada Directora de la Escuela Nacional Superior de Enfermeras siendo -como lo dice en sus memoriasla primera colombiana en dicho cargo, después de una década de asistencia internacional en que la dirección la habían asumido enfermeras “importadas” de Norteamérica.
Sus esfuerzos allí se prolongaron por más de 8 años, luchando para mejorar la enseñanza, la integración con la Facultad de Medicina de la Nacional y consiguiendo ayudas de la Fundación Kellog y de la Catholic University de Washington para equipamiento profesional y becas de especialización.
También, gracias a su actividad, se formó el primer Comité Permanente de Enfermería, vinculado a la ASCUN, que constituyó el germen de lo que sería después la Asociación Colombiana de Facultades y Escuelas de Enfermería (ACOFAEN).
Esta Asociación la distinguiría, en 1994, con la condecoración “Maestra de Maestras” en homenaje a sus servicios. Los siguientes 5 años los pasó en la Universidad del Valle, invitada por Gabriel Velásquez Palau, Mario Carvajal y Alfonso Ocampo Londoño para dirigir el programa de Enfermería, que ellos consideraban indispensable para el pleno desarrollo de su Facultad.
Allí se fortalecerían sus vínculos con la Fundación Rockefeller y crecerían sus ansias de mayores estudios, que la llevaron en 1969 a viajar de nuevo a los Estados Unidos para obtener su doctorado en la Universidad de Maryland.
Ya con su nuevo título, en junio de 1972, la Rockefeller la llamó para trabajar como oficial de campo (“field staff”, que ella traduciría modestamente como “trabajadora de campo”) en el programa “Educación para el Desarrollo”.
Y pasó 3 fascinantes años en Tailandia, con la Universidad Mahidol de Ciencias Médicas, y otros tres en la Universidad del Zaire, en África, para fortalecer el desarrollo del Ministerio de Salud bajo el tiránico y corrupto Mobutu Sese Seko.
Muchos la oímos embelesados narrando, con su habitual modestia, sus experiencias comparativas en ambos países y su lucha por la consecución de becas para las tailandesas y de recursos elementales para las africanas.
De sus experiencias y su colaboración con tras importantes enfermeras, una francesa, una inglesa y una canadiense, surgieron tres libros, en inglés, francés y español, sobre atención primaria en salud -con énfasis en enfermería-, que constituyeron una de las bases para que la Organización Panamericana de la Salud (PAHO) organizara sus programas en ese campo e hicieran a su autora acreedora del Premio Abraham Horwitz en 1982.
Yo le insistí varias veces en que debería publicar sus experiencias humanas en Asia y en África, verdaderas aventuras en la salud pública y el subdesarrollo, pues se habrían leído como una novela. Desafortunadamente su precaria salud y sus actividades en la ALANAM se lo impidieron.
Pero, leídas humanamente entre las líneas doctas y científicas de sus libros y sus numerosos artículos, quedarán para la posteridad como una de las contribuciones mundiales aportadas a la medicina preventiva por una enfermera colombiana.
No contenta con eso a su regreso, en 1979, organizó los servicios de enfermería y atención primaria para los indígenas y colonos del Alto Amazonas, Vaupés, Guaviare, Chocó y Urabá, con el apoyo de los países bajos, trasladándose de un sitio inhóspito a otro a expensas de su salud, que ya comenzaba a afectarse.
Pero ello no le restó ánimos para organizar y dirigir, entre 1982 y 1994, la empresa Cuidados en Casa, afiliada a la PAHO y a la Care Western Reserve University; al tiempo que ocupaba su cátedra como Profesora Especial y Miembro Fundador de la Facultad de Enfermería de la Universidad Nacional, a la que dedicó sus mejores páginas y sus mayores esfuerzos.
Además del Premio Horwitz recibió la Medalla al Mérito de la Universidad Nacional y en el 2000 el Premio Excelencia Nacional de la Asociación de Exalumnos de la misma; y en el 2001 la Condecoración al Mérito Vallecaucano en Salud.
Por ello todos sentimos gran emoción al verla acceder como Miembro Asociado de esta Academia en 1992. No porque fuera la tercera mujer en hacerlo, sino porque todos la veíamos con un aura de admiración, de solidaridad y respeto, como parte de la historia viva de la enfermería y la salud pública en Colombia y en el mundo.
Gracias a mi insistencia y consciente que su salud se deterioraba progresiva e inexorablemente, preparó un trabajo para su ingreso a la Sociedad de Historia de la Medicina, titulado generosamente: “Reabriendo la historia de la Enfermería Profesional: un tributo a la Academia Nacional de Medicina y al Dr. Pablo García Medina”.
En ese trabajo ensalza la labor del biografiado y de la Academia para crear la profesión de Enfermería, minimizando su propia actuación. Y a los directivos de la Sociedad se nos humedecieron los ojos cuando nos anunció que estaría impedida para presentarlo personalmente.
La acogimos con unanimidad como Miembro de Número y el diploma y el escudo le fueron llevados a su lecho de enferma; quizás una de las últimas actividades académicas en que se le notaba el gozo y la alegría de participar, así fuera desde lejos, en las labores de una institución a la que quiso tanto y a la que dedicó los mejores momentos de su edad madura.
Por eso los académicos y los historiadores médicos hemos querido estar presentes en este homenaje póstumo a una de las figuras egregias de la Enfermería y la Salud Pública de nuestro continente.
Ella resumió no sólo la historia, como lo dije al comienzo, sino la calidad humana, la sencillez y la amistad que todo profesional debe brindar a sus colegas y a sus congéneres en las más favorables y en las más adversas de las circunstancias. (Ver: Revista de Medicina: Junta, Volumen 26 No. 4 (67))
Y que, ya constituida la Enfermería Profesional como disciplina, con sus diversas subespecialidades, debe perdurar en la memoria de todos como un ejemplo de vida, de acción y compasión para sus semejantes, luchando hasta el último minuto, aún sabiendo que su vida se le escapaba a cada paso, por hacer de la medicina y la salud pública una profesión digna, que supere todos los embates y tribulaciones a que viene siendo sometida.
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