Como Debiera ser el Médico
Capítulo III
Conferencia dictada en el seminario sobre “La enseñanza de la Ética Médica”. organizado por la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina. Bogotá. 1987.
Los organizadores de este Seminario han tenido a bien asignarme el encargo de dar inicio a él absolviendo la pregunta “¿cómo debería ser el médico?“, es decir, describiendo el perfil o la semblanza del médico ideal. En verdad que no es tarea fácil cumplir con dicho encargo dado que la idealización no sólo obliga a la posesión de una buena imaginación, sino también al exacto conocimiento del objeto que se desea relevar.
Sin embargo, me esforzaré para intentar siquiera una aproximación o. mejor, un parecido de ese personaje que debo retratar. Piensen que me corresponde, además de plasmar sus caracteres físicos, adentrarme en sus intimidades para ver la manera de captar sus rasgos anímicos, aquellos que superan lo simplemente material.
De no hacerlo así, lo único que lograría sería presentarles una figura fría, cadavérica, como esos retratos salidos de la mano de algunos pintores, en los que se advierte una buena técnica pero huérfana del genio del verdadero artista, pues la imagen de su modelo no palpita, carece de emoción, le falta vida.
Qué es la Medicina
Puesto que el médico es el sujeto de la Medicina, se hace indispensable, para cumplir bien mi cometido, precisar qué es ella. Dice el Diccionario de la Real Academia Española que es la “ciencia y arte de precaver y curar las enfermedades del cuerpo humano”.
Si analizamos con más detenimiento este concepto, tendremos que descifrar el significado de los términos “ciencia” y ” arte”, que son los que le imprimen, ajuicio de la Real Academia, el sello personal al vocablo definido. Ciencia es el TMcuerpo de doctrina metódicamente formado y ordenado, que constituye un ramo del saber humano”; es también el “conocimiento cierto de las cosas por sus principios y causas”, acepciones ambas consignadas en el diccionario.
En cuanto a arte, es presentado como el “conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien una cosa“; podríamos conformarnos con ésta definición, pero creo que también tiene cabida la que dice que es “virtud, disposición e industria para hacer una cosa”.
Conocido el preciso significado de los dos términos nos es inevitable tener que aceptar que la Medicina:
En efecto, es ciencia y es arte, pues trata de un ramo del saber humano, con doctrinas metódicamente formadas y ordenadas, producto del pensamiento inductivo y deductivo; incluye, asimismo, normas y reglas, virtud y disposición, indispensables para que lo que se haga se haga bien. Tanto esa ciencia como ese arte están encaminados, al decir del diccionario, a “precaver y curar las enfermedades del cuerpo humano”.
Esto es cierto también, pero, sin lugar a dudas, la definición se quedó demasiado corta al limitar la acción de la Medicina al aspecto puramente somático, con prescindencia de otros elementos igual de importantes, y que habré de hacer notar más adelante.
Por ahora señalo que aceptar, sin beneficio de inventario, una definición un tanto simplista y utilitaria, podría derivar en grave daño para la Medicina misma.
El rabí Mosé ben Maimón, médico y filósofo judeo – español, mejor conocido con el nombre de Maimónides, afirmaba que la Medicina es algo más que un arte o una ciencia; “es -decía- una misión totalmente personal“. Si nos detenemos a reflexionar sobre este concepto, venido de “uno de los pensadores más polifacéticos y geniales de toda la Edad Media”, como lo juzgara uno de sus biógrafos, entenderemos mejor el papel de la Medicina y de su cultor, el médico.
¿Qué significa aquello de que la Medicina es mucho más que una simple profesión u oficio, que es una misión?
Regresemos en el tiempo muchos siglos llevados por la mano de Michel Foucault: “En el alba de la humanidad, antes de toda vana creencia, antes de todo sistema, la medicina, en su integridad, residía en una relación inmediata del sufrimiento con lo que alivia”. En esta descripción, expuesta por un pensador de nuestra época, encontramos, creo yo, respuesta a lo que quiso expresar Maimónides hace ochocientos años.
La Medicina no viene a ser otra cosa que la ciencia y el arte hermanados para aliviar el sufrimiento humano que. de seguro, no es meramente corporal, sin que sea ella la que lo hace, sino un intermediario, un instrumento suyo que se llama “médico”.
Qué es el Médico
Pese a que haya médicos que ejercen la profesión pero que no ven pacientes, al médico, por antonomasia, se le identifica con el que asiste, alivia o cura enfermos, aceptando la enfermedad es siempre un sufrimiento. En su libro El orden caníbal vida y muerte de la medicina, Jacques Attali sugiere que el origen de la palabra “médico” puede hallarse en la palabra sánscrita meth que significa “maldecir” y ‘conjurar”.
Continuando con el ejercicio semántico que me impuse desde el principio de esta exposición, analicemos lo que quiere decir maldecir y conjurar, para aprovechar la sugerencia de Attaíi. Una y otra palabras expresan “imprecar”, es decir, desear el daño para otro o querer transferir nuestro mal a otro.
Siendo así podemos deducir que el médico surgió cuando alguien mostró disposición y ánimo para transferir o absorber el mal o daño que sufrían los otros. Aún más, conjurar significa también el pacto, mediante juramento, que se hace con algún fin determinado. Ordenando estas ideas puede inferirse que, desde su origen, el médico es un individuo que pacta, con otro que sufre, el compromiso de aliviarlo, aun a riesgo de hacer suyo ese sufrimiento.
¿Esto no es, acaso, una misión? Ciertamente, lo es, como es evidente también que el que la cumple es un misionero. Trataré, pues, de identificar a ese enviado que tiene tan noble y grave misión.
En principio, aceptemos que así como todos los individuos no pueden ser científicos ni artistas, tampoco cualquiera puede ser médico.
De él, siendo un hombre como los otros, se espera un comportamiento distinto al de los demás. Dado que la enfermedad es un percance desdichado, tal como la interpretaban la filosofía jónica y la medicina hipocrática, viene a convertirse en un desafío físico y moral para el que la padece, y también para el médico; éste, por lo tanto, requiere poseer virtudes especiales para desempeñar adecuadamente su misión.
Es por eso por lo que en épocas remotas los misioneros de la salud fueron tenidos como dioses, más luego como hombres milagrosos o teúrgos, y en la actualidad simplemente como hombres, pero como hombres con poderes y facultades que muy pocos tienen.
Cómo debe ser el Médico
La primera virtud que debe poseer quien aspire a ingresar a esa categoría de hombres especiales es la vocación, entendiendo como tal un llamado interior, una voz que sólo oye el escogido y que le señala el camino que deberá recorrer en el transcurso de la vida.
Es la misma voz que habrá de alentarlo y reconfortarlo cuando el tránsito sea duro y las fuerzas del cuerpo y del espíritu puedan dar muestra de fatiga o desfallecimiento. Sí el médico necesita ser fuerte, y para serlo necesita un alma templada, ese temple y esa fortaleza sólo los proporciona la vocación.
Florencio Escardó afirmaba, con sobrada razón, que la medicina ejercida no es oficio, sino un estado, como el matrimonio o el sacerdocio del cual el médico no puede apearse ni puede declinar. Y para ser buen sacerdote o buen esposo -digo yo- se requiere, antes de cualquier otra cosa, una vocación completa.
La voz interior, a la que vengo refiriéndome, puede escucharse muy pronto en la vida o advertirse tardíamente.
Algunos hay que se comportan como sordos a ella y siguen otra senda para, de ordinario, extraviarse. Son esas las vocaciones perdidas, desperdiciadas. Todos conocemos al abogado con vocación de médico y al médico con vocación de abogado.
Hay, igualmente, quienes creen haber escuchado la voz, sin que se hubiera pronunciado y se lanzan a cumplir la orden. Son las falsas vocaciones, que se prestan también para el extravío, a no ser que se disponga de lazarillo. Con cierta frecuencia la vocación permanece dormida y despierta tardíamente, como dije antes.
Así le sucedió a Albert Schwitzer, Premio Nobel de la Paz en 1954, quien a los treinta años, teniendo ya un doctorado en teología y filosofía, se decidió a estudiar medicina y llegó a ser, sirviendo en el Africa, un admirable misionero de la salud.
Vale la pena mencionar aquí cuánta responsabilidad les cabe a los padres y maestros de lo que ha de ser el futuro de sus hijos y discípulos. A ambos les compete, si cumplen adecuadamente su papel, tratar de descubrir o despertar con oportunidad las vocaciones. No me queda ninguna duda de la importancia grande que tiene la orientación profesional, tan olvidada por los responsables de prodigar una adecuada formación a los jóvenes en la etapa de educación intermedia o secundaria.
No quisiera. por parecerme algo odioso, tener que hacer mención a los atributos físicos que debe poseer el aspirante médico.
La fachada o figura, bien sabemos, suele hacer milagros Muchos vivos se han aprovechado de ella para explotar b Medicina, aun no siendo médicos. Pero no podemos, por ello incluir entre los requisitos indispensables del médico ideal, la presencia apolínea. Por fortuna, con suma frecuencia la falta de atributos físicos está compensada con un dechado de virtudes.
Al buen médico no lo hace la apuesta envoltura sino la bondad de su saber y los quilates de su espíritu. En cambio, es imprescindible la posesión, ojalá completa y natural, de los cinco sentidos. Teniendo en cuenta que hoy día existen distintos tipos de médicos -el práctico, el investigador, el administrador-, vale aceptar que esa exigencia de los sentidos no cuenta con el mismo rigorismo para todos.
Pero si somos clínicos, o cirujanos, si vamos a abordar a nuestro enfermo con ánimo de curarlo -a ser médicos en su sentido primigenio- debemos contar, antes que con cualquier otro recurso, con nuestros propios sentidos. Sólo así podemos ser científicos y artistas a la vez, tal como lo demanda la profesión. En cambio, sí cuenta, y demasiado, para cualquier modalidad de médico, la más acendrada pulcritud en la presentación y en el actuar. Mucho desdice del médico y de la Medicina la figura o el comportamiento desaliñados. Al médico le están vedadas muchas cosas que a otros les están permitidas.
Ver un químico o un físico con apariencia de “hippy” no tendría nada de extraño; pero ver un médico investigador en la misma lacha es algo que causa desazón. De igual manera, ofrecer utilizar a un médico vocablos propios de un mozo de plaza de mercado, o querer ser simpático a través de la chocarrería, carece de la permisividad o de la aceptación que tendría si otro fuera el protagonista.
Hemos convenido en que la Medicina tiene mucho de ciencia.
Hay que aceptar también que el saber científico es producto de la inteligencia y que su asimilación y práctica requieren igualmente de ella. Siendo así, un individuo que carezca de inteligencia, vale decir, de entendimiento y de facultad pensante bien desarrollados, no podrá ser médico, o por lo menos un médico confiable.
Un médico torpe es una negación, un atentado contra la Medicina y contra la razón de ser de ésta: el paciente. La capacidad de aprendizaje, de discernimiento, de formar juicios y razonamientos, no puede estar ausente en quien aspire a honrar la Medicina.
No obstante que la tecnología haya sustituido en el ejercicio médico buena parte de lo que antes hacía el hombre con sus propios sentidos y facultades, siempre la inteligencia deberá estar presente para interpretar correctamente lo que los aparatos señalen.
Infortunadamente existe en la actualidad una tendencia, cada vez más acentuada, a querer suplantar al hombre pensante por sofisticados aparatos; en ese ambiente se están formando las nuevas promociones médicas, lo cual no deja de ser un acontecimiento digno de honda preocupación, pues con ello se le está asestando un duro golpe al “acto médico”, es el pacto tácito que se hace con el enfermo.
Esta relación médico-paciente, que es como una sagrada comunión, el verdadero espíritu de la Medicina, que nunca podrá ser reemplazado por el maquinismo deshumanizado que quiere imponerse.
El ser humano -que es el que padece y necesita médico, pero del médico igualmente humano- se está trocando en un saco de órganos que se explora con computadoras ~ extirpan las piezas gastadas y se le cambian por otras, como hace con cualquier aparato mecánico.
Con ello se está cayendo en un horrendo vacío, donde el médico está capacitando para atender la enfermedad, mas no al hombre que la padece.
¿Es que, por fortuna quien así se prepare puede alguna vez comprender, y mucho menos compartir, la angustia que aguijonea al que siente y se sabe enfermo? Tampoco podrá entender que en ocasiones es más salutífero el consuelo y el apoyo moral que a receta o el bisturí.
Da pena pensar que Kurt Pollak pudo tener razón cuando expresó que cada época tiene el médico que mejor le cuadra.
La inteligencia capaz, que es de la que me ocupo en este momento, hará más fácil la labor de las escuelas de medicina, las que depende en buena parte la calidad del médico.
Y digo que gran parte pues ellas no pueden asumir el compromiso de tener que responder por el comportamiento total de sus egresados puesto que lo que se llama la “buena leche“, y que influye manera tan favorable en el modo de ser de las personas, no admite inclusión en los pénsumes académicos. Sí son, en cambio, completas responsables de una buena docencia, de una escolaridad culta, de una correcta información.
¿Pueden las escuelas médicas modelar plenamente al futuro médico, científico y artista a la vez?
No estoy seguro de ello, pero por lo menos deben intentarlo, echando siquiera sólidos cimientos para lo que pueda construirse después.
Claro está que formar a un científico es menos complejo que formar a un artista pues este último necesita algo que es muy personal, que no se dispensa. que es el sentimiento, la inspiración o disposición para crear. El científico puede también crear, es cierto, pero sólo a través de conocimientos que le han sido suministrados.
Por eso, para lograr su objetivo de capacitar para ejercer una medicina deal, no sólo deben preocuparse por atiborrar de ciencia al médico en cierne, que es la parte fría de la profesión, sino también alimentarlo de arte, de humanismo, que es la faceta cálida, espiritual.
“Hay que sumar conciencia a la ciencia“, decía sabiamente Jorge Orgaz, queriendo significar con esto que el médico requiere formarse por igual en las ciencias biológicas y en las ciencias humanas. Es que para su adecuado desempeño el médico necesita disponer de la cultura utilitaria, apoyada en la ciencia y en la tecnología, pero al mismo tiempo le es menester a la cultura humanista, que es la que exalta y enriquece la condición humana, la dignidad de la persona, su libertad y sus derechos.
Unicamente la posesión combinada de esas dos modalidades de cultura le permitirá ser dueño de una capacidad ; sui generis, indispensable para llevar a cabo con buenos resultados el “acto médico”, o la “amistad médica”, de la que hablaba Hipócrates, que es un sentimiento sin el cual no es ‘posible, como ya dije, adelantar ni sustentar la relación médico~paciente.
De esa amistad se deriva el respeto a la vida y la solidaridad con el sufrimiento y el dolor. El médico y escritor argentino Oswaldo Loudet decía al respecto: “El médico verdadero busca sus conocimientos en las ciencias de la naturaleza y en las ciencias del espíritu, única forma de responder a la totalidad del hombre enfermo, es decir, de la persona humana, en la cual no es posible desarticular el cuerpo del espíritu“.
Seguramente Loudet utilizó el vocablo “espíritu” con sentido semejante al que, de manera general, le da el filósofo José Ferrater Mora: “diversos modos de ser que de algún modo trascienden lo vital”.
Esto de trascender lo vital, siendo consubstancial al “yo”, al interiorismo de cada individuo, se constituye en una manera de ser propia del hombre. El mismo Loudet afirmaba que “el hombre es el arquitecto de su propia vida y el arquitecto de su propia enfermedad. El arte medico –añadía- consiste precisamente en descubrir al dueño de la enfermedad misma” .
vemos, pues, cómo es de importante conocer de las ciencias del espíritu; sin ellas no es posible identificar a plenitud el poseedor de la enfermedad –que siendo un individuo biológico, es también un ser social y espiritual-, requisito sin el cual muchas veces no podremos curar.
Entre las ciencias del espíritu, a las que me he referido, cabe mencionar la Lógica, que nos ayuda a saber sobre el pensamiento humano; la Psicología, que nos permite conocer los fenómenos psíquicos o anímicos; la Etica que nos ayuda a entender la finalidad de la vida humana y a conocer las normas a las que debemos ajustar nuestra conducta; en fin, la Antropología, que conjunta las facetas naturales y anímicas del hombre.
Yo no entiendo por qué, siendo tan importantes estas disciplinas para una correcta formación médica, suelen estar ausentes de los programas académicos.
Es seguro que el extravío de algunos médicos radique en este gran vacío; a otros probablemente los salvan el buen sentido común y la intuición, virtudes o disposiciones estas que contribuyen a hacer del médico un buen diagnosticador, un poseedor de eso que en otra época se llamaba el “ojo clínico”, y que tuvo su origen en las enseñanzas de Maimónides, pues en su tiempo no se examinaba al enfermo; fue él quien estableció que si se quería curar era indispensable examinar, pero no de cualquier manera.
“Debemos aplicar -recomendaba- a cada paciente en particular la atención y consideración especiales e idóneas para él, pues durante la enfermedad ninguna persona reacciona igual a otra“.
La exploración del enfermo para el filósofo y médico cordobés se halla regida por una coincidencia lógica, por pericia o intuición, lo que es absolutamente cierto, según lo comprobamos en la práctica.
El profesor Florencio Escardó -eminente pediatra argentino a quien atrás cité- escribió hace poco más de treinta años un hermoso libro que tituló El alma del médico.
Son páginas gravemente tiernas, solemnemente dulces. Antes de entrar en el meollo del asunto, el autor se pregunta si el alma del médico se diferencia en algo de la del explorador o de la del artista. La respuesta es afirmativa, advirtiendo además que el alma -tan difícil de definir- es una abstracción pero no una irrealidad.
Para no meterme en disquisiciones metafísicas comparto sin discusión la opinión del maestro Escardó acerca del tema que le dio materia para escribir su aleccionante libro, convencido de que el alma es algo distinto a la materia, una sustancia que constituye como afirmara Aristóteles- el quid esencial del cuerpo, la función misma del organismo que opera de manera racional.
Si todos los individuos poseen ese quid, no puede ser el mismo para todos pues cada uno tiene su propio cuerpo. De seguro que factores internos y externos contribuyen a modelarlo, no obstante carecer de materia para que se le pueda dar forma.
Yo creo que en el médico un importante elemento modelador de su alma es la posesión de una convicción indeclinable y un claro entendimiento de la misión que le ha sido encomendada. Pero así como el médico, el paciente también tiene alma, la que debemos tratar de conocer y entender; para lograrlo, inevitablemente deben tenerse bases humanistas.
El alemán Arthur Jores, quien describió tan bien al hombre y su enfermedad, convenía en que la formación y la investigación psicológicas intensivas eran indispensables para el médico, siempre y cuando tuvieran en cuenta de manera justa la unidad cuerpo-alma, cuya existencia no puede ponerse en tela de juicio.
Es probable que varios de ustedes estén pensando que yo me he puesto a filosofar.
Por supuesto que lo estoy haciendo, como debiera hacerlo todo médico. Las reflexiones en las que he venido ocupándome debieran inquietar al que se considere médico de verdad.
Razón asistía a Paracelso cuando expresaba que era burda cosa para un médico llamarse médico y hallarse vacío de filosofía, no saber nada de ella. “La filosofía -decía- ha de mugir y resonar en los oídos del médico como las cascadas salvajes del Rin”.
Para Demócrito era requisito indispensable que el médico la ejercitara, pues como simple médico podría curar las enfermedades del cuerpo, pero sólo como filósofo podría curar las del alma, que suelen ser más dañinas y frecuentes que aquellas.
No se crea que filósofo es únicamente el que anda metido entre libros de temas abstractos, tratando de darle razón a la sinrazón.
No; cualquier hombre puede ser filósofo, a condición de que tenga la capacidad de reflexionar, de abstraerse en cosas del espíritu. En alguna ocasión el tirano Leonte le preguntó a Pitágoras cuál era en verdad su profesión y éste contestó que era filósofo, es decir, “amante del saber”, y no un sabio.
En otras palabras, que su oficio era buscar la verdad, pues no la poseía. Es cierto que la filosofía es una ciencia pero no ha sido fácil determinar sus objetivos, como tampoco el servicio que pueda prestar.
Los estoicos decían que era útil para dirigir la vida moral del hombre; Epicteto, por ejemplo, pregonaba que el propósito de la filosofía es conocer nuestra debilidad y nuestra ignorancia, como también los deberes necesarios e indispensables.
Si es éste el único papel de la filosofía, se trata de algo muy útil en la vida del hombre, creo yo. De todas maneras, hay tendencia a aceptar que lo que la filosofía busca es, como lo sostiene Fingerman darnos una concepción unitaria del mundo, de la vida, de espíritu, aspectos todos de verdadero interés humano.
Precisamente, en esto radica el humanismo: en intentar conocer, con sentido inteligente, los intereses humanos, en particular al hombre mismo y al entorno en que transcurre. Valga el momento para insistir en que el médico no sólo debe embebecerse en el hombre, como sujeto aislado, sino que debe también fijarse en el ambiente que lo rodea. El español Luis Gil en su obra Therapeia.
La medicina popular en el mundo clásico dice al respecto lo siguiente: “La medicina, como el derecho, el arte, es una institución social, y su estudio no puede hacerse desligado del cultural pattern, es decir, del contexto estructural de cultura de cada pueblo, de su urdimbre de creencias, valores ideales y de organización social y política”.
Yo añadiría que si e estudio de la Medicina no debe preferir tan importantes factores su ejercicio mucho menos.
No basta que el médico los conozca sino que es de su deber contribuir a cambiarlos cuando SE constituyan en elementos que lesionen los intereses del individuo y la comunidad. No en vano el médico, por derecho propio y por concesión bien ganada, es un líder nato de la sociedad.
Supongo que no nos queda duda de que el médico arquetipo debe ser, si no un humanista, por lo menos tener algo de él. De no ser así corre el peligro de convertirse en un simple técnico, maquinista, lo que le impedirá adelantar con sentido y calor humanos el acto médico, la comunión de su alma con el alma del enfermo.
La Medicina, y por supuesto el médico, han tenido en las distintas épocas de su historia apasionados detractores. Recordemos no más a Moliere y a Bernard Shaw. La causa es fácil identificarla: el extravío o la torpeza de algunos representantes suyos.
Como lo expresé antes, la falta de unos buenos cimientos es el origen frecuente de estos deslices. La equivocación es muy humana, pero en cuestiones médicas no se nos perdona que nos equivoquemos; el enfermo y sus allegados consideran que su médico no puede, o, por lo menos, no debe equivocarse.
Casi hemos sido colocados en condición de infalibles, de semidioses o superhombres, siendo apenas unos simples seres humanos como los demás. Esa condición tan peligrosa es la que ha hecho conveniente -indispensable, diría mejor- la existencia de Tribunales de Ética Médica, que se encarguen de conocer y juzgar el comportamiento de los médicos cuando alguien crea que han faltado a las normas que rigen el ejercicio de la profesión. (Lea También: Ética y Formación Médica)
El gran médico y humanista español don Gregorio Marañón sostenía, con esas clarividencia y galanura que siempre lo distinguieron, que como profesión la Medicina es excelsa, pero que como ciencia es humildísima.
Estas palabras de don Gregorio podemos ilustrarlas: frente a la oceánica extensión y profundidad que ha alcanzado la ciencia médica, su cultor parece un pobre náufrago, visible como un punto casi imperceptible en medio de la inmensidad.
Sucede que a medida que la Medicina ha venido agigantándose, el médico ha tenido que recogerse sobre sí mismo para adquirir su real estatura de pigmeo. No obstante a diario vemos insensatos que alardean campear en los dominios del saber médico.
Muchas veces en las discusiones anatomoclínicas que, a la manera de auditoría médica y de ejercicio docente, llevábamos a cabo en el hospital universitario, salía a escena el profesor implacable -generalmente el que daba sus primeros pasos en la carrera profesoral- para poner en la picota pública al estudiante interno, o al novel residente, por haberse equivocado en el diagnóstico o en el manejo quirúrgico de un infortunado caso que había terminado en la morgue.
Otras veces el mismo personaje daba muestra de su suficiencia rebatiendo los diagnósticos de sus colegas y defendiendo el suyo, más con soberbia que con razones científicas.
A mi memoria venían entonces las palabras de Sicardi, un médico argentino, por cierto especialista en medicina interna: “Bienaventurados los que en medicina no se equivocan porque de ellos es el reino de la petulancia“. Definitivamente, siendo la Medicina humildísima como ciencia, su oficiante, el médico, debe ser requetehumildísimo.
Es que, por más brillante que sea, no le queda bien, porque es un imposible moral, vanagloriarse y hacer aspavientos de su sabiduría. Creo, por eso, que la humildad, o por lo menos la modestia, debe ser otra de las virtudes del médico ideal.
Ninguno de los que fuimos sus alumnos podremos olvidar al más sabio de nuestros maestros, no tanto por su sapiencia -que era deslumbrante- como por su humildad. Me refiero a Alfonso Uribe Uribe, el más grande de los clínicos que ha tenido nuestra Medicina patria.
Puede que algunos piensen lo contrario, pero la suficiencia, la soberbia, la omnipotencia, no serán virtudes en el médico; antes bien, graves y peligrosos defectos que suelen conducirlo al error y, lo más delicado, a negarlo.
Cuando no se tiene conciencia plena de las propias limitaciones se corre el riesgo de caer en las redes del atrevimiento y de la audacia ciega. Otro sí, el creer que sabemos mucho es un distractor para cumplir el deber de seguir siendo estudiantes, dado que a ello obliga el ser sujetos de una ciencia que renueva sus conocimientos periódicamente.
Al médico no le es licito quedarse estancado; es su deber vivir actualizado. No hacerlo es faltar a la ética, a la que Alfons Auer llama creativa, dentro del dinamismo que imponen el presente y el futuro.
Es que para ser docto de verdad se requiere mucho bagaje de conocimientos, alcanzable sólo a través de una fuerte y constante disciplina intelectual. Si queremos que se nos llame y se nos tenia como doctores de verdad, debemos demostrar que poseemos el suficiente respaldo, para no ser uno de esos de pacotilla, que tanto abundan.
A propósito, actualmente hay en Colombia personas de gran valía moral e intelectual muy interesadas en rescatar el título de doctor que desde 1980 el Estado ha venido negando a quienes terminan sus estudios profesionales, pues el Artículo 31 del Decreto-Ley 80 que reformó la educación superior estableció que el título que otorguen las universidades será el que corresponda a la respectiva profesión, es decir médico, abogado, ingeniero, contador, administrador, economista. etc.
El título de Doctor -con mayúscula- se reservó para aquellos que aprueben un programa de formación académica ~ luego elaboren y sustenten un trabajo de tesis que sea un aporte original a la ciencia. De esta manera el Estado intentó acabar con la epidemia de doctores que ha padecido nuestro país, y quiso a la vez, enaltecer el título de Doctor, concretándolo a un reconocimiento prominente de carácter académico.
Buena razón asistía a quienes en ese sentido legislaron pues desde siempre pero en especial desde cuando comenzaron a proliferar ~ universidades y las seudouniversidades, ha sido costumbre entre nosotros darle investidura de doctor” a todo aquel que ha pisado un centro de enseñanza superior, sin tenerse en cuenta la escolaridad o la clase de estudios que haya adelantado.
Aun más, si alguien quiere darse importancia se hace pasar por doctor, o si alguno quiere halagar a otro, la mejor manera de lograrlo es concediéndole oficiosamente el título de doctor. Esto es explicable si aceptamos que casi todos llevamos en el transfondo de nuestras ambiciones y vanidades un doctor adormecido.
No obstante el propósito oficial, el título de doctor sigue dispensándose a diestra y siniestra, como patente de corso. Tengo la certeza de que, con excepción de algunos trámites para validar el título en el exterior, la abolición del doctorado en la carrera de Medicina en nada ha perjudicado a los médicos.
La costumbre, que es la que hace de verdad ley, ha continuado otorgándoles carta de doctor a aquellos que el sentir de las gentes considera que son merecedores del título. De por sí, en el lenguaje usual el doctor equivale a médico; por eso el mencionado Artículo 31 no alcanzó su objetivo pues no era posible acabar, de una plumada, con algo tan arraigado en el sentimiento de las gentes y tan consubstancial de una profesión excepcional.
Ciertamente, la misma índole del que hacer médico y la manera como se ejerza es lo que imprime carácter a quien lo desempeña, y no el título de doctor, que es adjetivo.
Quiero, por último, referirme a algo que debe estar ausente en el médico ideal que he procurado presentarles. Me refiero al sentido mercantilista de la profesión, y que ha dado pábulo a crítica, en ocasiones de manera injusta.
Bernard Shaw en El dilema del doctor pregona que la clase médica es “una confabulación para explotar los sentimientos humanos”. Esto, sabemos bien, es una apreciación temeraria pues se hace con carácter general. infortunadamente por el pecado de unos pocos se condena a la Medicina toda.
De ahí que no sobre establecer que ningún médico puede convertir su profesión en un filón de explotación, con ánimo de llenarse de oro. Es elemental que aspire a vivir de ella, y a vivir decorosamente.
Lo que está mal es que se la tenga como señuelo para henchir las arcas. La virtud de la continencia mercantilista debe adornar al buen médico. El que se mueve con afán de enriquecimiento, el sujeto rapaz, se constituye en un lastre para la Medicina.
A esa despreciable inclinación la llamó Gregorio Marañon “profesionalismo”, “el cual -decía- consiste en el intento, deliberado o no, de convertir en lucrativa, en fuente de riqueza, una profesión que, aunque legítimamente remunerada, debe tener siempre sobre su escudo el penacho del altruismo”.
Al repasar la suma de virtudes y requisitos que he señalado para describir al médico que me han pedido que presente a ustedes, me asiste la duda de si he sido muy exigente o, por el contrario, demasiado tímido.
Tal vez lo último, si aceptamos que se trata de alguien de primera clase para cumplir una misión también de primera clase por lo noble y lo compleja.
De seguro por eso Jacob Lorenz Sonderege, médico suizo citado por Kurt Pollak en su libro La Medicina, recomendaba sabiamente: “No aconsejes a nadie que se haga médico. Si, no obstante, él quiere serlo, hazle insistentes e incisivas advertencias…, pero cuando él se empeñe a pesar de todo…, dale tu bendición pues por poco que valga la necesitará“.
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