El Principio de Confianza Social al Médico
Puede, entonces, decirse que el médico, utilizando su razón y sus conocimientos científicos, prevé, discierne y previene el advenimiento de una complicación. La culpa nace de la incorrecta utilización de estas capacidades y se compara con las de aquel otro médico que usualmente las hubiese hecho funcionar en forma adecuada.
La medicina es por esencia una carrera humanística y de servicio. Su definición se encuentra consagrada en la Ley de Ética Médica, que dice en su artículo 1, parágrafo 1:
“[…] La medicina es una profesión que tiene como fin cuidar la salud del hombre y propender por la prevención de las enfermedades, el perfeccionamiento de la especie humana y el mejoramiento de los patrones de vida de la colectividad, sin distingo de nacionalidad, ni de orden económico, social, racial, político o religioso. El respeto por la vida y los fueros de la persona humana constituyen su esencia espiritual. Por consiguiente, el ejercicio de la medicina tiene implicaciones humanísticas que le son inherentes […]”.
Sin embargo, el ejercicio de la medicina puede lesionar bienes jurídicos individuales protegidos por la ley. La práctica quirúrgica, en particular, puede llevar al empeoramiento de las condiciones de salud de un enfermo y a su ulterior deceso, los cuales son justificables solamente a la luz del ejercicio por parte de profesionales idóneos que actúen dentro de normas universalmente establecidas y que procedan con la debida diligencia en el cuidado de los pacientes.
Para que el ejercicio médico se encuentre dentro de la ley debe poseer toda una serie de requisitos. La Ley 14 de 1962 define el ejercicio de la medicina y la cirugía como:
“[…] la aplicación de medios y conocimientos para el examen, diagnóstico, prevención, tratamiento y curación de las enfermedades, así como para la rehabilitación de las deficiencias o defectos ya sean físicos, mentales o de otro orden que afecten a las personas o que se relacionen con su desarrollo y bienestar. […]”.
Ahora bien, el artículo 7 de la Ley 23 de 1981, en su literal a), excusa al médico de la obligación general de prestar asistencia, cuando “el caso no corresponda a su especialidad”. Esto es comprensible, según lo hemos visto, porque aun cuando se posea un título universitario que lo autorice a ejercer sin restricciones, su sentido ético le indicará muchas veces que, debido a las especiales circunstancias del caso, hará mejor en remitir al paciente a un colega que domine el campo específico. El mundo actual ha contemplado un avance de la ciencia que ha impuesto los ‘especialismos’ de que hablaba Ortega y Gasset, y así un hombre de ciencia “conoce muy bien su porciúncula del universo”, pero siendo honesto, debe confesar que tratándose de dominios de saber que pertenecen a otros, su conocimiento en esos campos es restringido.
De modo que siendo un imperativo ético rehusar la atención siempre que exista la posibilidad de que un colega, verdadero especialista en el campo determinado que involucre la enfermedad del paciente, se encargue del asunto, el no hacerlo implica la asunción de la responsabilidad por el fracaso. Por otro lado, si se encuentra suficientemente capacitado, su actividad será la de un experto y no habrá de temer por acusaciones de incompetencia, llamada técnicamente culpa por impericia.
Como puede inferirse, no basta con exhibir un título genérico de idoneidad, cuando las circunstancias habrían ameritado y permitido que el paciente fuera puesto en manos de un especialista. A contrario sensu, puede descartarse sin mayor análisis la pretensa responsabilidad de quien, en situación crítica, no ha tenido más alternativa y ha debido aceptar el reto que la enfermedad o la muerte de su semejante le imponen, consciente de su poco saber o experiencia. Esta excepción al deber general de cuidado interno, funciona exclusivamente como eso: como excepción.
El deber de cuidado en medicina
El deber de cuidado interno hace referencia a la conciencia de las propias limitaciones y capacidades antes de emprender un acto médico. Y si el avance de la medicina en los últimos años no ha tenido parangón en la historia universal, debemos ser conscientes de la imposibilidad de cubrir todos sus campos especializados por quien simplemente posea un título de médico general. Este punto es de suma importancia en nuestro país. De acuerdo con la ley, el solo hecho de poseer la licencia para ejercer medicina acredita, en teoría, para efectuar actos médicos de cualquier tipo en cualquier paciente, lo que, dadas las circunstancias actuales del conocimiento, es absurdo. Esto ha constituido una especie de coraza para que médicos sin experiencia aceptable y sin escuela de ninguna clase, se aventuren en procedimientos que deben ser parte de un entrenamiento formal en hospitales autorizados y con profesores calificados.
Ha cambiado en nuestro medio el significado de lo que es excepción para convertirse en regla general. En las páginas de los periódicos, haciendo gala de la libertad de expresión, se anuncia toda una caterva de charlatanes que ofrecen curas milagrosas y tratamientos infalibles para los males que la ciencia considera hasta hoy como incurables. Son ‘especialistas’ en hacer milagros y prometen lograr lo que la medicina no ha podido en siglos de trabajo serio; engañan así a los incautos, los enredan en una maraña de términos incomprensibles y luego los despojan de sus recursos económicos.
En muchos casos se trata de médicos graduados que, prevalidos de esta autorización general del Estado colombiano, incursionan por caminos ‘alternativos’ en donde falta el piso firme con que la ciencia ha enladrillado el conocimiento. Por estos terrenos movedizos, muchas personas están hoy andando el poco camino que les queda luego de un desahucio médico.
No es cuestión de descalificar ninguna forma de saber. No se niega la posibilidad de otro conocimiento. No se discute la existencia o efectividad ocasional de dichas formas de sanar. Se defiende el derecho del enfermo de no ser abusado; se predica la necesidad de una ética afincada en el supremo valor de la honestidad médico científica, para no vender milagros, para no garantizar resultados, para no decir con el fin de conseguir, mientras interiormente se sabe que ese decir es falso e improbable.
El tercer principio de la ética médica reza:
“[…] Tanto en la sencilla investigación científica […], como en la que se lleve a cabo con fines específicos y propósitos deliberados, por más compleja que ella sea, el médico se ajustara a los principios metodológicos y éticos que salvaguardan los intereses de la ciencia y los derechos de la persona, protegiéndola del sufrimiento y manteniendo incólume su integridad […]”.
Por esto, la experimentación utilizando a estos seres humanos enfermos, ya no puede considerarse iatrogénica, sino que invade el campo de la responsabilidad jurídica; y el método será considerado experimental, mientras no ofrezca el grado de certeza o seguridad científica aceptado.
Todos estos novedosos métodos para curar que se venden hoy por prensa, radio y televisión al incauto o desesperado enfermo, todavía sin control suficiente en las leyes, entrañan un abuso por parte de quien los ofrece; y si la persona que lo hace se escuda en un título universitario, está faltando a este deber de cuidado interno, a esta obligación de ser consciente de sus capacidades y sus limitaciones, y de obrar de acuerdo con esa conciencia.
La única excepción es el estado de necesidad. Si un médico rural se encuentra en una localidad remota sin apoyo de ningún tipo, los casos de urgencia que no se pueda remitir los debe atender como pueda, intentando salvar la vida de sus pacientes. Si se comete un error por impericia, la ley debe tener en consideración las circunstancias en que se cometió el error, pues, al fin y al cabo, la salud es responsabilidad directa del Estado, que no puede enviar los especialistas ni los medios de atención mínima a todos los sitios en donde se necesitan y, en un esfuerzo por ‘llevar salud’ a regiones abandonadas del país, coloca en esos sitios a médicos recién graduados, sin la suficiente experiencia ni la dotación necesaria, haciéndolos responsables de la salud de comunidades enteras.
Otra cosa es permitir la práctica de actos médicos complejos o intervenciones quirúrgicas de alto riesgo en los sitios en donde el beneficio de los especialistas se encuentra presente. Desde este punto de vista, debería prohibirse la práctica de procedimientos especiales a quienes no hayan sido capacitados para tales efectos. Para decirlo más claramente: el ejercicio médico debe regularse y, salvo estados de necesidad, debe clasificarse por niveles lo que un médico puede o no puede, debe o no debe hacer.
Por lo tanto, el primer paso en la aceptación de las limitaciones es no irrumpir en campos en los cuales la experiencia no se posee o se ha adquirido sin la norma universitaria de la denominada ‘escuela’.
El consentimiento para el riesgo
El consentimiento debe tratar de incluir todas las posibles complicaciones graves de cada procedimiento y la explicación, especialmente a la familia, debe ser absolutamente clara.
El consentimiento del paciente, o su autorización, es uno de los elementos del contrato de prestación de servicios médicos. Como adelante veremos, para que una persona se obligue a otra por un acto de declaración de voluntad, es necesario que sea capaz, que consienta en dicho acto, que su consentimiento no adolezca de vicios, que recaiga sobre un objeto lícito y que tenga, además, una causa lícita (Artículo 1502 del Código Civil).
El estudio de lo que constituye un consentimiento pleno y libre de vicios en los aspectos médicos reviste la mayor importancia. De la manifestación de la voluntad depende que la relación médico-paciente comporte para cada uno de dichos sujetos derechos y obligaciones determinadas.
Si no es libre y exenta de vicios, la autorización o aceptación del paciente no existirá o será invalidada en el terreno legal, con graves consecuencias para el médico: consecuencias civiles y penales que se convertirán en perjuicios. Y los perjuicios causados a otro se pagan con dinero o con cárcel.
A este respecto, la responsabilidad se define como la obligación de reparar y satisfacer. En este caso, es la del médico al incumplir la prestación a la que se comprometió en el contrato-acto de voluntad bilateral de prestación de servicios médicos.
Nuestra medicina occidental, la más compleja, tecnificada y sofisticada de cuantas han existido jamás en la tierra, enfrenta un problema adicional de vieja data y tradición histórica: las demandas y quejas de los particulares. T. Ferguson dice con sobrada razón en su excelente artículo:
“[…] Nunca como ahora había tenido la medicina tanta tecnología y tan excelentes resultados. Pero nunca como ahora se habían visto tantas acciones legales en contra de los médicos […]”.
El consentimiento se define como la declaración de voluntad sobre un objeto (Artículo 1517 del Código Civil). Toda declaración de voluntad debe tener por objeto una o más cosas en que se trata de dar, hacer o no hacer.
Voluntad, según Kant, es el modo de querer de aquellos seres racionales que, cuando desean un determinado fin, desean también los medios oportunos para alcanzarlo, aun contando con la debilidad en la praxis.
Este consentimiento, en el campo médico, puede ser otorgado con fines específicos, entre otros:
• para tratamiento farmacológico,
• para procedimientos diagnósticos no invasivos,
• para procedimientos invasivos diagnósticos,
• para procedimientos terapéuticos no quirúrgicos,
• para procedimientos quirúrgicos,
• para cirugía estética,
• para tratamiento no convencional “heroico”,
• como sujeto de experimentación y
• como donante de órganos.
No se hablará en este punto del consentimiento del médico, a pesar de ser indispensable la existencia de un contrato de prestación de servicios. Y no se hablará de ello porque, ante la obligación que su juramento le impone, el médico debe actuar, es decir, salvo algunos escasos rarísimos, está “obligado” a prestar sus servicios. Por lo tanto, se hablará esencialmente del consentimiento del paciente.
Los actos humanos, en nuestro sistema jurídico, para que produzcan efectos plenos, deben ser realizados con consentimiento. Ese consentimiento debe ser exento de vicio: error, fuerza o dolo (Artículo 1508 del Código Civil). En caso contrario, el acto estará viciado de nulidad y no producirá ningún efecto o producirá otro distinto al que normalmente se persigue con este obrar.
La ley fija unos parámetros para darle validez al acto jurídico:
1. El consentimiento solo puede ser otorgado por personas mayores de edad. El de los menores genera actos nulos (relativamente nulos o absolutamente nulos, dependiendo de la edad misma).
2. El consentimiento no puede provenir de personas consideradas por la ley como incapaces mentales.
3. El consentimiento debe expresarse ejerciendo la libertad individual. Por lo tanto, cuando se obtiene por la fuerza, genera un acto nulo o viciado de nulidad.
4. Debe existir concordancia entre lo querido y lo aceptado. Por lo anterior, el engaño y el error vician el consentimiento.
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