Editorial: El Redescubrimiento de la Tiroides
Álvaro Sanabria
En los números recientes de la Revista Colombiana de Cirugía han aparecido varios artículos relacionados con enfermedades de la tiroides, lo que muestra un renovado interés en estas condiciones.
La cirugía de la tiroides es la cirugía cervical practicada más frecuentemente por cirujanos generales. Aunque la tiroidectomía es una cirugía muy antigua, fue Kocher hace más de 100 años, con su descripción de tiroidectomías sin muertes por sangrado o parálisis bilateral de cuerdas vocales, el que abrió las puertas de una cirugía segura y efectiva. Se estima que en los Estados Unidos se practican cerca de 35.000 tiroidectomías al año, la mayoría de ellas por cirujanos generales que hacen menos de 10 tiroidectomías por año. Colombia no es la excepción a la regla. Sin embargo, si el país es endémico para el bocio y existe una mayor incidencia de carcinoma tiroideo, cabe preguntarse por qué la enfermedad tiroidea ha dejado de ser del campo específico de los cirujanos generales.
Asumo que existe todo un espectro de razones que me permito abordar desde los extremos. La primera se refiere a la creciente especialización quirúrgica, con aparición de cirujanos que desarrollan habilidades y conocimientos específicos en cierto campo, lo que empieza a concentrar las enfermedades y termina disminuyendo el número de procedimientos disponibles para los cirujanos generales. Para el caso de la tiroidectomía, tradicionalmente los cirujanos de cabeza y cuello han sido los especialistas que han atendido estos procedimientos. Recientemente, los cirujanos endocrinos han empezado a ocupar este espacio, al igual que algunos otorrinolaringólogos. La explicación más extrema podría indicar que estos cirujanos “especialistas” han lanzado una campaña para arrancar de las manos de los cirujanos generales la preciada joya de la tiroides. Aunque seguramente existen antecedentes de colegas haciendo campaña para convencer al público (llámense pacientes o aseguradores) de que el único profesional idóneo para practicar una tiroidectomía es éste o aquél, esta hipótesis parece irrisible ante el número mínimo de especialistas en cirugía de cabeza y cuello. A la fecha, existen menos de una veintena de estos en el país y, con los números crecientes de enfermedad tiroidea de manejo quirúrgico, es fácil entender que no haya manos suficientes para atender esta carga.
La segunda se encuentra al otro lado del espectro y propone que han sido los cirujanos generales los que poco a poco han dejado de considerar la enfermedad tiroidea como una parte esencial de su quehacer, en razón a que su interés se ha dirigido a áreas mucho más cercanas a las necesidades de la práctica cotidiana, como la cirugía laparoscópica o la endoscopia. De seguro, también hay cirujanos que no poseen el mínimo interés por la enfermedad tiroidea y que, por lo tanto, consideran la intervención de estos pacientes como un esfuerzo innecesario y hasta como un sacrificio, pero no creo que estos sean la mayoría.
En el centro de estos extremos se encuentran razones mucho más sólidas que pueden explicar la situación. De un lado, podemos hablar de la importancia creciente que se ha puesto sobre los resultados quirúrgicos por parte de pacientes, prestadores y pagadores. La especialización del trabajo trae consigo una mejora en los resultados de los pacientes y en el uso de los recursos asociados a su tratamiento. Así, ha sido el mercado el que ha ido seleccionando a qué especialistas deben dirigirse los pacientes que requieren cirugía tiroidea, en razón del menor número de lesiones de nervio laríngeo recurrente, hematomas posoperatorios o hipoparatiroidismo definitivo, o de un menor uso de recursos como hospitalización, tecnología y tiempo. Esta situación ya se ha presentado en otras subespecialidades, como la cirugía mamaria, la coloproctología y la cirugía de tórax. No obstante, aunque el país ha hecho el giro enviando los pacientes a “subespecialistas”, le ha faltado confirmar que sus asunciones de menor número de complicaciones y uso de recursos son ciertas. Hoy en día no se sabe cuáles son los resultados clínicos de tirios y troyanos e, incluso, puede pensarse que en términos económicos los gastos no sean muy diferentes.
Esta nueva orientación de los enfermos y de las cirugías ha tenido varias consecuencias. Por una parte, ha sobrecargado los servicios de mayor especialización con enfermos que bien podrían ser tratados por cirujanos generales adecuadamente entrenados. Es difícil de entender que la enfermedad benigna y de mediana complejidad de la tiroides sea manejada exclusivamente por cirujanos de cabeza y cuello, cuando su formación se enfoca en el manejo de las neoplasis malignas o de pacientes altamente complejos que requieren de aptitudes, conocimientos e infraestructura sofisticada. A su vez, esto ha represado aún más la atención que se podría ofrecer a los pacientes que realmente necesitan instituciones y profesionales dedicados a la alta complejidad, cuando este problema podría verse resuelto facilitando que los cirujanos generales aborden la enfermedad no compleja. En esto tienen responsabilidad los aseguradores que, sin medir con diligencia, han optado por favorecer la corriente migratoria ayudando a represar la atención. Finalmente, por un simple tema de oportunidad, si la frecuencia de la enfermedad tiroidea es mucho mayor que la de otras condiciones cérvico-faciales malignas, los pacientes con enfermedades difíciles se verán relegados a sufrir retrasos que atentan contra su supervivencia.
Otra consecuencia de la nueva orientación ha sido la disminución en la exposición a la enfermedad tiroidea de los residentes de Cirugía General. Como todo se dirige a centros de altísima especialización, donde se supone que deberían entrenarse cada vez más cirujanos de cabeza y cuello (cosa que tampoco ocurre en el país), los residentes de Cirugía General ven cada vez menos pacientes con enfermedad tiroidea y, por tanto, el interés que esta enfermedad debería despertar va decayendo progresivamente hasta, incluso, desaparecer. Sé de boca de algunos cirujanos recién graduados que en su residencia ni siquiera vieron una tiroidectomía y, aquellos que la vieron, jamás participaron del acto quirúrgico o no se les enseñó cómo explorar un nervio o a identificar una paratiroides. De tal forma, la baja exposición tiene una consecuencia a largo plazo que se relaciona con la inseguridad para atender un enfermo o practicar un procedimiento para el cual nunca fueron entrenados. Y aquí el círculo se cierra, pues estos residentes que pronto serán cirujanos graduados, optarán por remitir los pacientes a los “subespecialistas”.
No obstante, los cirujanos generales contribuyen a este problema, lo cual lo profundiza aún más. El modelo de pago por evento y los incentivos económicos asociados al uso de nuevas tecnologías (entiéndase cirugía laparoscópica y endoscópica), que tienen mejor retorno económico comparado con muchas cirugías abiertas, han hecho que las recientes generaciones de cirujanos miren con cierto desgano la enfermedad tiroidea. Si en términos de tiempo, en un procedimiento de dos horas, un cirujano gana más honorarios con una corrección laparoscópica del reflujo o una manga gástrica que con una tiroidectomía, no es difícil entender por qué es mejor dejar pasar al enfermo de la tiroides.
También, las escuelas de Cirugía General, institucionalmente han ido dejando de lado el estudio de esta enfermedad. La cirugía general se ha vuelto tan amplia, que es necesario escoger qué deben aprender los residentes. El mercado actual del país dispone en gran medida para el cirujano general, el trabajo en urgencias (trauma, urgencia médica) y el manejo de las condiciones quirúrgicas de baja o mediana complejidad. Estas áreas, que antiguamente estaban a cargo del cirujano general, han pasado poco a poco a manos de los subespecialistas, como el cáncer y la cirugía vascular. Para aquellos que ocupamos cargos de dirección se presenta, entonces, un dilema entre enseñar lo que se necesita o lo que se debe, que no es fácil de resolver. Pero, también, los residentes perciben esta realidad y son ellos mismos los que terminan orientando su educación hacia estas áreas de mayor necesidad en desmedro de las demás.
Finalmente, aunque no sea políticamente correcto mencionarlo, hay poco interés por esta condición. La mayoría de los cirujanos generales gustan más del trauma, de la enfermedad abdominal y de la enfermedad cardiovascular, que de la enfermedad cérvico-facial. En las especialidades médicas existen estereotipos difíciles de cambiar y la cirugía tiroidea es vista como un procedimiento menor cuando se compara con una gastrectomía o una colectomía.
Pero, entonces, ¿cuál puede ser la alternativa a esto que parece insoluble? Creo firmemente en la especialización del trabajo. Esto es diferente a pensar que todos deben ser sub-, supra- y demás prefijos que se le ponen a la palabra especialista, o que deben tener un cartón universitario. Cuando menciono la palabra especialización, la uso como un sinónimo de dedicación a algo que finalmente hace expertos en una determinada área. Creo que los cirujanos que tienen un interés particular por cierta condición, deberían verse premiados en las instituciones, permitiéndoles que desarrollen su interés y alcancen su mayor potencial. También creo que las instituciones deberían patrocinar la especialización del trabajo y abogar de todas las formas posibles por ella, aboliendo el “toderismo”, esa intención malsana de creer que se puede saber y hacer de todo bien y combatiendo el “tropicalismo”, que hace que se aborden sin juicio y sin responsabilidad enfermedades y procedimientos quirúrgicos que requieren de entrenamiento específico.
Hay muchos ejemplos en el país de esta modalidad de especialización, que han demostrado ser exitosos. Algunos los denominan grupos de interés, áreas de trabajo o unidades funcionales y otros, incluso, han mantenido las denominaciones antiquísimas de clínicas. Entonces, todos los cirujanos generales escogen un área de su mayor agrado, conocimiento, habilidad, actitud, etc., para dedicarse a su estudio y para desarrollar las habilidades necesarias en este campo y hasta un grado de complejidad que se considere prudente. Una parte de su tiempo laboral es reservado para desarrollar estos intereses (cobijando la consulta externa y los procedimientos programados) y la institución facilita que los pacientes con estas condiciones les lleguen en estos tiempos. Se registran sus logros y se miden continuamente. No dejan de ser cirujanos generales, pero logran adquirir habilidad y experiencia en ciertas condiciones, que les permite alcanzar los estándares de servicios especializados y competir así en los mismos términos del mercado para recuperar el espacio que les ha sido quitado. Ganan así los cirujanos que logran la especialización esperada, los pacientes que reciben atención de excelente calidad, las instituciones que pueden ofrecer servicios que antes no existían y los aseguradores que mejoran el acceso y hacen un uso más racional de los recursos. Solo existe un pero a esta opción y está en el fondo del quehacer quirúrgico: hasta dónde llegar en términos de complejidad.
Para el caso particular de la enfermedad tiroidea, creo que todo servicio quirúrgico hospitalario debería tener un grupo de interés en tiroides, con un par de cirujanos motivados y que hayan dedicado un tiempo a entrenarse en esta área particular; que este grupo se reúna con los endocrinólogos, radiólogos y médicos nucleares de forma periódica para establecer guías de manejo, comentar los casos y determinar hasta dónde hay capacidad y conocimiento, y cuándo deben remitirse estos pacientes a servicios de cirugía de cabeza y cuello (bocios gigantes endotorácicos, carcinoma papilar con metástasis ganglionares o invasión local, pueden servir de ejemplo); que tengan unos horarios de consulta externa y de cirugía dedicados a estos pacientes y que los colegas favorezcan la remisión interna de los enfermos de estas condiciones a estos que han decidido hacer parte de un grupo de interés; que estos cirujanos entren en un programa de evaluación continua del desempeño donde se midan complicaciones y estancias, y se tomen las medidas pertinentes para mejorar la atención; y que se cuente con el apoyo del subespecialista que pueda ayudarles a resolver las dudas en casos difíciles y a proyectar sus alcances. A su vez, estos grupos adquieren la responsabilidad de retroalimentar a sus colegas; de recibir y exponer los residentes a la enfermedad tiroidea y de ayudar a entrenarlos para alcanzar el número necesario de procedimientos que los hagan idóneos, y de mostrar sus experiencias en congresos y publicaciones. Creo que solo así será posible recuperar para los cirujanos generales el tratamiento quirúrgico de la enfermedad tiroidea, que vio la luz de las manos de otro cirujano general.
Cirujano oncólogo de Cabeza y Cuello, epidemiólogo clínico.
Unidad de Oncología, Hospital Pablo Tobón Uribe, Medellín, Colombia.
Profesor, Departamento de Cirugía, Universidad de Antioquia. Medellín, Colombia; Universidad de La Sabana, Chía, Colombia
Correspondencia: Álvaro Sanabria, MD, MSc, PhD, FACS
Correo electrónico: alvarosanabria@gmail.com
Medellín, Colombia
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