Editorial, Sobre humanismo y Medicina
Académico Adolfo De Francisco Zea
En esta disertación sobre “Humanismo y Medicina”, título del libro que tuve ocasión de publicar hace un par de años, destacaré algunas de las relaciones que existen entre la medicina y las bellas artes, concretamente la música y la pintura. La Medicina tiene como objeto de su acción al Hombre. Definida como la ciencia y el arte de prevenir, curar o aliviar la enfermedad, no tiene como meta la simple prolongación de la vida biológica.
Su tarea consiste en postergar la muerte, prevenir o reducir los padecimientos y las deformidades, curar las enfermedades, ampliar las capacidades biológicas y psicológicas de los seres humanos y ocuparse de los sufrimientos de las personas. Para Tristam Engelhardt, es la Medicina de las personas.
Se concibe a la persona humana como el individuo de conciencia reflexiva normal que es a la vez miembro pleno de la comunidad, con los deberes y derechos que presuponen su pertenencia a ella. A esta acepción de carácter moral de la persona humana, que corresponde a lo que se llama persona “en sentido estricto”, se agrega la acepción social, que hace relación con aquellas personas a las que se otorgan prácticamente los mismos derechos, como es el caso de los niños, de los individuos que perdieron el carácter de personas por padecer de lesiones cerebrales o demencia, y de aquellos que nunca llegarán a serlo como los retrasados mentales profundos.
Al sostener que no todos los seres humanos son personas “en sentido estricto”, la Bioética que expone Engelhardt impone, sin embargo, como obligación moral, tratar a estos últimos con pleno respeto y comprensión. Lo que es importante acerca de nosotros mismos como seres humanos, es el hecho real de que seamos personas; no simplemente nuestra pertenencia al género Horno sapiens como tal.
Para Víctor Frankl, la persona humana es de carácter espiritual y en tal virtud, es diferente del organismo psicofísico cuya constitución y funciones son fundamentalmente instrumentales y expresivas. El organismo psicofísico es un medio para lograr un fin y tiene por lo tanto valor utilitario. La dignidad, que es el concepto opuesto al del valor utilitario, pertenece en forma natural a la persona espiritual con independencia de toda utilidad social o vital.
De allí que el médico que tiene conciencia de lo que significa la dignidad de cada ser, sienta también absoluto respeto por la persona humana, por el enfermo, el incurable y el insano irreversible; aquel que solamente ve el organismo psicofísico y pierde de vista la persona que se halla detrás, hace a un lado la verdadera dimensión humana del paciente; es el médico tecnico para quien el hombre enfermo es solamente una máquina cuyas partes son susceptibles de ser reparadas o sustituidas mediante los actos de la medicina y la tecnología.
Humanismo, es un término relacionado con la tendencia a hacer énfasis en el hombre mismo y en su status, su importancia, sus poderes, sus logros, sus intereses o su autoridad. Inicialmente se le relacionó con el cultivo y el conocimiento de las letras humanas y las doctrinas de los hombres del Renacimiento. Pero en sentido más amplio, el humanismo hace referencia a un complejo de valores perdurables formulados en la antigüedad e impregnados por ideas renacentistas; valores éstos de los que se dice que tienen idéntico significado para todos los hombres con abstracción de su ubicación cronológica o geográfica, o que constituyen fenómenos históricamente variables que se desarrollan y transforman de un modo determinado en el curso de los siglos.
El término humanismo tiene también relación con humanidad y filantropía, razón de ser de la palabra “humanitario”, que tiene que ver con la benevolencia, la bondad y la misericordia y con los sentimientos y disposiciones propias del hombre como la ternura y la compasión. El vocablo humanización, se relaciona con la aplicación práctica de los conceptos humanitarios en las relaciones del hombre con sus semejantes.
Con el Renacimiento surgió una visión científica del mundo que mostraba al universo gobernado por leyes generales establecidas por Dios. Lo específicamente humanista de estos desarrollos es el estímulo que se dio a la capacidad del hombre para conocer por su propio esfuerzo cada vez más acerca del universo, y también cada vez más su posibilidad de controlarlo.
Comprendieron los renacentistas que la autonomía del hombre no consistía exclusivamente en la libertad respecto de la autoridad religiosa y filosófica, sino también en la emancipación de la esclavitud del mundo social que contradecía la condición humana. Estas ideas se conceptualizaron en la segunda mitad del siglo XX en lo que se llamó Humanismo Social.
El humanismo del Renacimiento y el de la ilustración se apoyaron en la convicción de que la tarea de transformar al hombre en un ser humano pleno dependía exclusiva o principalmente de la educación, que conjuraba la amenaza del fanatismo religioso, para el hombre renacentista y la de la esclavitud del hombre por la máquina y los intereses económicos, para el de la Ilustración. A partir de esas concepciones nacieron el Humanismo Científico y el Humanismo Ético.
En las últimas décadas surgen ideas tendientes a buscar puntos de contacto entre los intelectuales de las ciencias físicas y naturales, y los de las letras; a establecer puentes de unión que contribuyan a cerrar la brecha abierta entre los dos grupos de disciplinas hace más de dos mil años. Pienso, quizás con ingenuo optimismo, que en nuestros tiempos es casi imposible concebir un filósofo que ignore los principios fundamentales de la física atómica o de la cuántica, o un científico que desconozca los postulados elementales de la filosofía y de la historia o que se muestre imperturbable ante la belleza de la música, la magia de la literatura o la desbordante grandeza de la pintura.
El espíritu humanista, perdurable a través de los tiempos, fue expresado por Terencio en su conocido aforismo: “Nada de lo humano me es ajeno”, idea ratificada siglos más tarde por Goethe, quien sintetizó admirablemente su pensamiento al decir: “El hombre lleva en sí mismo no sólo su individualidad sino toda la humanidad con todas sus posibilidades”.
En ese espíritu humanista, simbolizado por pensadores de la talla de Terencio y de Goethe, aparece como un aspecto más del Humanismo, el mundo de las Artes, concebidas como facultades mediante las cuales, valiéndose de la materia, de la imagen o del sonido, le es posible al hombre expresar lo material o lo inmaterial a la vez que copiar de la realidad o producir creaciones nacidas de su propia fantasía.
A partir de estas breves reflexiones sobre el Humanismo y la Medicina, se pueden hacer algunas consideraciones sobre las relaciones de la Medicina con las bellas artes, fundamentalmente la música y la pintura.
El sonido como fenómeno acústico, fuerza sonora o “Palabra”, aparece como punto de partida de la creación en muchas de las cosmogonías de pueblos primitivos y de culturas superiores. En el primer capítulo del Génesis, es la voz del Dios de los hebreos la que ordena la aparición de la luz, y en el prólogo del Evangelio de San Juan se dice: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios”, es decir, la Palabra de Dios, que ordena que aparezca la luz y después de ella todos los elementos constitutivos del universo y de la vida. Una interesante leyenda de los indios huitotos, relatada por Preuss, muestra formas de pensar similares en esos pueblos primitivos: “En el principio la palabra dio al padre el impulso originario…. Después, salieron de la boca del creador sonoras leyendas cuyas palabras contenían los nombres y la vida de todas las cosas…”.
En el nacimiento de los seres, mucho antes del “cogito ergo sum”, pienso luego existo, parece darse el “clamo ergo sum”, grito luego existo. En favor de esta idea habla ya el grito por medio del cual el recién nacido establece el primer contacto con el mundo circundante. Aparece después el infatigable y rítmico balbuceo de una breve e idéntica “melodía”, que produce en el infante un estado de inefable bienestar. Es su símbolo sonoro. Es el origen de la música.
La relación entre medicina, ciencias y artes, aparece tempranamente en la mitología gri.ega, como bien lo ha señalado en su libro “Los Músicos ante la Medicina” el doctor Orlando Alarcón Montero. Apolo era considerado dios de la música, la danza y la poesía; lo era también de la salud. Era además el progenitor de Asclepio o Esculapio, dios de la Medicina.
Más adelante, en los tiempos históricos, aparece Pitágoras, filósofo que descubre las bases matemáticas de la octava musical y en intuición genial postula la existencia de la música de las esferas, idea que poéticamente perduró como doctrina científica hasta el Renacimiento. Sus matemáticas y su música fueron consideradas en su tiempo como ciencias abiertas al conocimiento de sólo algunos iniciados. Creía, como Aristóteles, en el poder catártico de las melodías y sostenía que la música, al igual que la dieta, conservaba la salud del cuerpo y del espíritu.
Hipócrates, padre de la Medicina, fijaba en siete las etapas de la vida del hombre como son siete las notas de la escala musical. Y en ese mundo, en el que las ciencias apenas comenzaban a florecer, Thaletas, de Creta, pensaba que podía contener el avance de la peste con los acordes de su lira, y Xenócrates curar la rabia con sus cánticos.
Siglos después, un médico de Hamburgo, el doctor W. Franck, quien escribió varias óperas, publicó una colección de canciones mundanas en un curioso estudio sobre los “Remedios contra la melancolía”. Y ya en los tiempos de la Revolución francesa, se utilizó la música en el tratamiento de varias afecciones: Bonnet, por ejemplo, la empleó para la gota y Desault para la ciática; Roger trataba con ella las neurosis y Philippe Pinel, el psiquiatra que tuvo la audacia de reclamar para los internos de los manicomios de Bicetre y La Salpetriére los Derechos del Ciudadano a la libertad, la igualdad y la fraternidad, se servía de la música para el tratamiento de sus enfermos epilépticos.
Con el correr del tiempo se hicieron más específicas las indicaciones de trozos musicales determinados para mejorar los trastornos del comportamiento: para la hostilidad se recomendaba escuchar la sonata “Claro, de luna” de Beethoven; para la depresión, la música de “Carmen” de Bizet y algunos fragmentos de “La creación” de Haydn; para la fatiga, la “Cantata del café” de Juan Sebastián Bach, el “Peter Grimes” de Benjamín Britten y la “Música del agua” de Jorge Federico Haendel; para los celos, la obertura “Norma” de Bellini y el “Capricho brillante” de Mendelsohn, y para la ansiedad, los “Estudios” de Chopin, los valses de Strauss, las canciones de Schubert y algunas arias operáticas de Giusseppe Verdi.
No fueron ajenos a la música personajes como Pasteur, que tomaba lecciones de canto mientras estudiaba química, y Billroth, padre de la cirugía gastroenterológica, buen violinista y compositor de música de cámara, a quien su amigo cercano Johannes Brahms le dedicó uno de sus más famosos cuartetos, el Opus 51. Pero, a mi modo de ver, sobresale entre todos ellos la noble figura de Albert Schweitzer, humanista integral antes de hacerse médico, quien en las noches apacibles de su pequeño hospital de Lambarené, inundaba con las notas de la música de Bach la solemne inmensidad de la selva africana.
En el campo de mi especialidad, la cardiología, las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX están señaladas por la presencia de dos personajes que iniciaron el progreso del diagnóstico clínico, y dejaron su huella en la historia de la medicina, al contribuir di desarrollo científico con dos sistemas de exploración hasta ese momento desconocidos, la percusión y la auscultación, que hoy en día, a más de doscientos años de distancia, tienen plena vigencia. Ambos fueron, además de médicos, excelentes intérpretes dedicados en sus momentos de esparcimiento y de solaz a ejecutar melodías con la flauta. Me refiero a Joseph Leopold Auenbrugger y René Theophile Hyacinte Laennec.
Auenbrugger publicó en 1760, un pequeño libro en latín en el que explica su método de examen, la percusión, avance importante de la clínica en momentos en que sólo el examen del pulso y de los cambios de la respiración eran utilizados en la exploración física. Auenbrugger fue hijo de un cervecero austríaco que acostumbraba golpear sus toneles de cerveza para saber, por el sonido obtenido con los golpes, hasta qué nivel estaban llenos o vacíos. Auenbrugger aplicó el sistema a la percusión del tórax de sus pacientes y su conocimiento de las calidades de los sonidos, que había aprendido con la flauta, le facilitaron la descripción y análisis de los fenómenos acústicos del tórax, tanto los normales, como los patológicos producidos por el neumotórax, el enfisema, los derrames pleurales y la hipertrofia del corazón.
El libro, traducido al francés por Corvisart, médico de Napoleón, forma parte de su obra “Enfermedades orgánicas del corazón y los grandes vasos”, publicada en París en 1812 bajo el mecenazgo del Emperador, y hoy en día considerada como el primer texto completo de Cardiología científica.
Theophile Laennec era un médico bretón que trabajaba en el Hospital Necker de París. Se dice que después de observar unos niños que jugaban con rollos de papel en uno de cuyos extremos se producía un sonido que se escuchaba nítidamente en el otro, ideó su primer estetoscopio; posteriormente lo perfeccionó como un tubo de madera con una extremidad ensanchada y la otra adaptable al pabellón de la oreja, similar al que aún se emplea en obstetricia.
Después de tres años de trabajo, Laennec produjo un tratado completo de auscultación en el que hizo la descripción de los fenómenos acústicos normales y patológicos del tórax. Su libro, “De la Auscultación mediata”, es uno de los más brillantes aportes a la clínica y fue considerado por Sir William Osler, cien años más tarde, como “una de las diez mayores contribuciones a la ciencia”.
Laennec, espíritu inquieto y asiduo lector de los clásicos, había tenido una magnífica educación humanística y se complacía en hacer, en latín, las rondas de los enfermos de su Hospital, porque lo consideraba el lenguaje de la inteligencia. Fue un buen ejecutor de la flauta, como también lo fueron Jenner, descubridor de la vacuna contra la viruela, Withering, quien empleó por primera vez la digitalis purpúrea y Neisser, el primero en describir el bacilo de la gonorrea.
Laennec utilizó sus conocimientos musicales para la descripción de los ruidos que escuchaba con su estetoscopio. Intensidad, tono y timbre, tres términos empleados en la música y que nos son familiares en clínica, son algunos de los muchos utilizados por Laennec para caracterizar los fenómenos descubiertos con la auscultación.
Si la música tiene relaciones estrechas con la medicina y con la ciencia, no es menos cierto que la pintura, otra de las artes humanísticas, también las tiene y muy notorias. Ya desde Aristóteles los pensadores griegos se preocuparon por conocer la naturaleza de la luz y del color. El filósofo esbozó una teoría, vigente por casi veinte siglos, según la cual los colores existían como características propias de las superficies de las cosas y su medio circundante; no como sensaciones producidas en el ojo por las propiedades de la luz transmitida y la refleja.
Para la tradición aristotélica el color resultaba de la mezcla en diferentes proporciones de lo blanco y lo negro, en forma tal, que colores predominantemente oscuros como el azul, tendrían mayores proporciones de negro que de blanco al contrario de aquellos de predominio claro como el amarillo o el naranja.
De allí en adelante, desde los albores del Renacimiento, los artistas, algunos de los cuales también fueron científicos como Leonardo, se empeñaron en formular teorías sobre la naturaleza de la luz solar, las características y propiedades de los pigmentos y de la luz que reflejaban, que en sus diestras manos producían imágenes de inigualable belleza.
Paulatinamente llevaron a la práctica numerosas ideas que se tradujeron en los admirables trabajos con la perspectiva que se aprecian en las obras de Piero della Francesca; en la luminosidad de los cielos que siglos más tarde, en manos de Turner habría de lograr sus máximos alcances; o en el claro-oscuro que caracterizó muchas de las mejores figuras del propio Leonardo. Esa serie de descubrimientos sobre la esencia misma del arte plástico permitió a los pintores vislumbrar las primeras explicaciones acerca del fantástico y maravilloso mundo que estaban construyendo.
Algunas de las teorías renacentistas sobre la pintura, entre las cuales vale la pena señalar la formulada por la mente inquieta de un teórico del siglo XVI, Giovanni Paolo Lomazzo, tuvieron gran aceptación en los medios intelectuales europeos. Como era frecuente en una época en que la ciencia racional apenas daba sus primeros pasos, la teoría de Lomazzo estaba impregnada de fuertes tintes astrológicos y pseudocientíficos. Para Lomazzo, cada uno de los siete colores tenía relación con la luna, el solo los cinco planetas conocidos, que a su vez gobernaban todas las propiedades del mundo natural, actuando para ello en unión con los cuatro elementos, la tierra y el agua, el aire y el fuego. Y para dar mayor cohesión a su cosmología artística, Lomazzo hizo consideraciones filosóficas sobre el origen divino de la luz, con las que pretendía sentar las bases metafísicas de sus concepciones.
Con independencia de que los conocimientos científicos sobre la naturaleza de la luz y las características fisicoquímicas de los elementos empleados en el arte fueran incipientes, el genio de los grandes artistas, su desbordante fantasía y su empeño por encontrar nuevas formas imaginativas de expresión que colmaran sus deseos y sus ambiciones, condujeron a que se lograran las espléndidas obras que hoy engalanan las paredes de los grandes Museos. Y paulatinamente, con el tiempo, se fueron estableciendo definiciones, conceptos y reglas, no siempre respetadas, en un intento por ordenar el mundo del arte.
En el siglo XVII, Newton descubrió que la luz blanca se refractaba en los siete colores del espectro al atravesar un prisma de cristal, y que podía reconstituirse cuando el tránsito de los rayos luminosos se hacía en sentido contrario. Este descubrimiento, importante para la ciencia, lo fue también para el arte. Después de Newton otros investigadores produjeron nuevas e impactantes teorías en el campo de la pintura. Goethe, por ejemplo, decía que para el filósofo natural sólo existían dos colores fundamentales, el azul y el amarillo, pero que se justificaba que para el pintor existieran tres, el amarillo, el azul y el rojo, a partir de los cuales y mediante combinaciones podía obtener los restantes. Y Chevreul y Delacroix, químico el primero y pintor el segundo, establecieron los fundamentos científicos sobre los que se basó la pintura francesa del siglo XIX, de bello e imponente colorido.
Los colores se clasificaron en primarios y secundarios, calientes y fríos, complementarios y de contraste, con sus diversos matices y grados diferentes de intensidad y luminosidad, y las técnicas’ pictóricas se fueron modificando hasta lograr captar en un lienzo la impresión de un instante. Las obras de los impresionistas, que causan admiración en nuestros días, fueron rechazadas en un comienzo por al Academicismo, pero continuaron modificándose hasta alcanzar los minúsculos detalles que se aprecian en las pequeñas pinceladas del puntillismo. Surgieron, además, tendencias a dar más valor al dibujo mismo que al color, frente a la posición de aquellos para quienes color y luminosidad eran la esencia misma de la obra de arte.
En el mundo de la pintura de finales del siglo XIX sobresale la figura de Vincent van Gogh. Son bien conocidos algunos aspectos de su historial médico que revelan la aparición de episodios psicóticos agudos, que duraban varios días o semanas, en los dos últimos años de su vida. Fue la época en la que produjo algunos de sus mejores cuadros en los períodos de lucidez mental intercalados entre los brotes de psicosis.
La enfermedad mental de van Gogh ha sido diagnosticada por algunos como esquizofrenia, por otros como manifestaciones peculiares de epilepsia, por algunos mas como psicosis transitorias de origen químico, secundarias a la ingestión de bebidas alcohólicas, ya comienzos del siglo XX, se mencionó la posibilidad de algún tipo de predisposición genética que también afectó a su hermano Theo poco después del fallecimiento de Vincent. En los intervalos entre uno y otro brote su mente era absolutamente lúcida como puede apreciarse en las cartas a Theo, que constituyen su verdadera autobiografía.
Van Gogh tenía una predilección casi obsesiva por el amarillo; lo persiguió toda su vida; representó con él amplias superfícies planas sín pinceladas aparentes, trigales, soles, sillas y mesas de café; lo empleó para trazar volutas fulgurantes y lo plasmó impecablemente en sus mejores lienzos. En una de las cartas a su hermano le dice así: “Podría yo haber obtenido un amarillo tan magnífico como el que logré el último verano si no me hubiera estimulado?” Es esta la única alusión a los estimulantes que se encuentra en sus cartas o que han mencionado sus biógrafos.
Pero hay un hecho interesante que relaciona en cierta forma el intenso amarillo de algunos de sus cuadros, con la medicina y la afección psiquiátrica del pintor: dos de los retratos que le hizo al doctor Gachet, su médico y amigo en los últimos meses de su vida, muestran al galeno sentado frente a una mesa en la cual se aprecian ramas de digitalis purpúrea con sus flores características de color azul-violeta. Gachet era un médico de provincia que había tenido alguna práctica con enfermos mentales y la digital era uno de los medicamentos que se utilizaban en ese entonces en el manejo de los episodios psicóticos, y es bien conocido el hecho de que la digital a dosis tóxicas produce xantopsia o visión amarilla de los objetos.
No sabemos si en algún momento, además del bromuro de potasio que se le prescribía con frecuencia como medicamento sedante. van Gogh pudiera haber recibido dosis altas de digital con el mismo objeto, pero no deja de llamar la atención que hubiese pintado, precisamente esa planta, que parecería simbolizar los tratamientos que probablemente le hacía el médico Gachet.
Algunos filósofos han indagado sobre las analogías existentes entre el ser viviente como objeto de estudio de la Biología, y la obra artística como manifestación propia del Arte y en ese sentido han hablado de una Biología del Arte. Para esos pensadores, entre los seres vivientes y las obras de arte existe una similitud de estructura claramente pronunciada. Al igual que el organismo viviente, la obra de arte vive, y en el sentido figurado del término que no es ilógico ni arbitrario, continúa existiendo en la conciencia de las generaciones sucesivas que la conocen y comprenden de diferente manera, así se trate de una sinfonía de Berlioz, un cuadro de Manet o un nocturno de José Asunción Silva.
Los seres vivientes y las obras de arte, son formas animadas, o Gestalts, para utilizar la palabra con la que usualmente se las denomina, en las que el todo no se reduce a la suma de las partes. En los organismos vivientes y en las manifestaciones artísticas las partes pertenecen al todo; son suyas y no subsisten sin él, en tanto que aunque faltaran algunas de ellas el todo seguiría siendo idéntico a sí mismo.
Los organismos vivientes, a diferencia de las formas inanimadas, se rigen por el llamado “Principio de la regularidad irregúlar” según el cual las reglas que gobiernan los hechos biológicos muestran una cierta flexibilidad, diferente de la rigidez propia de las del mundo inanimado. Así por ejemplo, ninguno de los ritmos vitales como la respiración, la circulación o el crecimiento podría ser reglamentado por un metrónomo; esos ritmos vitales, dentro de ciertos límites, pueden acelerarse o retardarse.
De igual manera, el ritmo musical escapa al dominio del metrónomo al igual que el de un poema de valor jamás coincide con la fórmula métrica que le sirve de límite. Un predominio tan marcado del conjunto sobre las partes confiere a los seres vivientes, al igual que las obras de arte, el carácter de unidad como cualidad inherente al conjunto mismo, que no es la mera suma de las partes.
Pero además, los organismos vivientes no se conforman con lo que les permitiría la vida sino que adquieren caracteres que van más allá de lo que les podría imponer la necesidad teleológica. De igual manera se afirma que las formas artísticas no se reducen jamás a lo que bastaría para hacer de ellas obras de arte. Una de las grandes novelas de García Márquez, una sonata de Beethoven o un lienzo de Corot, añaden a su respectiva estructura algo que, sin embargo, no faltaba a su perfección. Se considera por algunos que esta superación, esta sobreabundancia, no hacia un fin nuevo sino hacia una riqueza mayor, es el rasgo que distingue a la obra artística. Si en un organismo viviente la vida se manifiesta como un exceso de vida, lo mismo ocurre con la obra de arte.
Además de las ideas antes señaladas, se postula también que la obra de arte está constituida por un tejido cuya trama imita el tejido viviente de los organismos. En la esfera de las artes plásticas es la huella digital que permite reconocer una obra auténtica de una copia. En ésta, como lo señala Weidlé, “la composición y todo lo que se podría llamar la macroestructura del original se encuentran intactos en la copia; sólo difieren los matices apenas perceptibles de la factura, la ductilidad y la sensibilidad del contorno o de la mancha, es decir, las cualidades de esa microestructura que es el tejido viviente de la obra. Viviente por cuanto traduce la vida del creador, pero también porque da vida a la cosa creada.”
En los organismos vivos los tejidos pueden llegar a una complejidad elevada pero nunca tan grande como la del organismo y sus órganos, al igual que el tejido viviente de la obra de arte misma y las partes que en ellas se distinguen. Así como en el organismo viviente un tejido particular puede en rigor reemplazar a otro y un órgano asumir, por lo menos parcialmente, la función de otro, así la obra de arte parece disponer de medios para reparar el desgaste de los signos que utiliza y de reemplazar los elementos de su estructura formal por otros, antes ocultos, que parecen nuevos a las nuevas generaciones. Así se explican los nuevos y diferentes valores encontrados en obras de arte que anteriormente se consideraron de pobreza infinita. Eso ocurrió con el impresionismo para dar solamente un ejemplo.
“En la vida del espíritu se prolonga la vida, afirma Weidlé en su estudio sobre la Biología del Arte. Allí donde termina la naturaleza y comienza el espíritu, el proceso no se detiene. El hombre continúa la naturaleza, no sólo utilizando sus potencias en su propia creación técnica, sino imitándola, obrando como ella, transmitiendo el soplo de la vida a las formas por él imaginadas. El arte es una nueva naturaleza situada en otro plano del ser, pero las leyes que lo rigen no son leyes nuevas. La naturaleza se reconoce en él, y si el espíritu ha puesto lo suyo, no es menos cierto que para que el espíritu permanezca viviente en la tierra no puede abrogar las leyes que son las de la vida.”
Bibliografía
1. Alarcón Montero, O.: “Los Músicos ante la Medicina”. Tercer Mundo Edil. Bogotá, 1988.
2. De Francisco, A.: “Humanismo y Medicina”. Vol. CLlII. Academia Colombiana de Historia. Bogotá, 1998.
3. Van Gogh, Vincent: “Cartas a Theo”. Barral Editores. Editorial Labor, S.A. Barcelona, 1984.
4. Mac Gregor, J.M.: “The Discovery of the Art of the Insane”. Princeton Univ. Press. Princeton, New Jersey, 1989.
5. Walther, I.R., Metzger, R.: “Van Gogh”. Taschen. Colonia, 1997.
6. Weidlé, Wladimir: “Biología del Arte”. Revista Diógenes. Edil. Sudamericana. Buenos Aires, marzo, 1957.
• Palabras del Académico Adolfo de Francisco Zea con motivo de la presentación del libro “María Callas. La Divina”, del Académico José Félix Patiño, el 10 de febrero de 2000.
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