El Riesgo Previsto
Es bien sabido que el ejercicio de la medicina entraña riesgo; y es un hecho que la práctica médica puede provocar lesión a bienes jurídicos protegidos por la ley. Debido a esta circunstancia, algunos abogados han inferido, con poca profundidad en el análisis, que la medicina es una actividad peligrosa. En este escrito se pretende demostrar por qué no es válida esa afirmación.
A lo largo de la historia, la sociedad ha aceptado la existencia del médico y el ejercicio de su actividad como un beneficio. Los seres humanos no sabrían qué hacer si en la comunidad no contaran con el precioso recurso de la medicina. Las personas dedicadas a la profesión médica han sido siempre tratadas con especial consideración y aprecio, porque se reconoce en ellas su dedicación, su voluntad de servicio, su idoneidad y eficiencia. Y es esa aceptación social, debida en buena parte al altruismo y la responsabilidad inherentes a la práctica médica, la que la distingue de lo que, incluso para la sociedad, se denominan actividades peligrosas.
Efectivamente, mientras en la medicina el riesgo calculado es una forma normal y necesaria de desarrollar los principios más caros de solidaridad, bien común y ayuda al prójimo, en las actividades peligrosas el ejecutor mira generalmente sólo su propio beneficio: conducir un automóvil o portar un arma son ejemplos de actividades peligrosas. Se conduce un vehículo automotor por propia comodidad o como medio para adquirir lo económicamente necesario para sí mismo y su familia. Se porta o se utiliza un arma de fuego para la defensa personal y para defenderse de otro ser humano por medio de la agresión mortal.
De modo que tenemos en la raíz misma del comportamiento un móvil diferente, opuesto: mientras el médico aspira a servir, a curar, a restablecer la salud del prójimo, el hombre armado aspira a todo lo contrario, así sea sólo en caso de necesidad. Equiparar a los dos sujetos para introducir la profesión médica en la categoría de las actividades peligrosas es, por decir lo menos, un acto de irresponsabilidad intelectual.
Claro está que el médico puede obrar culposamente y, en ese caso, debe responder por el daño causado. Pero éste es otro asunto. Por culpa se entiende una forma de conducta irregular en la cual no media una intención de dañar, pero que viola preceptos de prudencia, conocimiento, pericia y diligencia al efectuar la acción. A esto se puede sumar la falta de seguimiento de reglas aceptadas de la acción en el momento en que ésta se efectúa.
En el delito culposo se habla de una ilicitud, generalmente inconsciente. Cuando por consecuencia de un tratamiento se ocasione un daño en la integridad de la persona, la actuación del médico no será culposa si se encontraba dentro del riesgo previsto.
Cualquier tratamiento médico y quirúrgico es potencial causa de daño a la integridad del paciente.
Ni la efectiva y humilde aspirina escapa a esta afirmación, pues ella puede producir la activación de una úlcera gástrica que lleve a hemorragia masiva, o puede ocasionar una reacción orgánica letal en algunos niños, que se conoce como el síndrome de Reyé. Su ingestión excesiva es la principal causa de intoxicación en niños, en quienes produce una grave acidosis metabólica.
Las vitaminas, tan populares y apreciadas hasta por el farmaceuta que ilegalmente las fórmula, pueden también ser causa de alteraciones inmanejables: la vitamina A, al acumularse, puede llevar a síndromes de hipertensión endocraneana y a daño hepático; la vitamina K en sobredosis, puede ocasionar serias alteraciones de la coagulación.
Ni qué decir de los actos intervencionistas sobre el enfermo. La radioterapia para el cáncer ocasiona con frecuencia lesiones en órganos vecinos al comprometido por el tumor. Los métodos diagnósticos radiológicos que utilizan medios de contraste, pueden ocasionar la muerte en un paciente por reacción alérgica aguda debido a idiosincrasia de la persona. La cirugía, al ser el método terapéutico agresivo por excelencia, puede ocasionar complicaciones que le son propias y que pueden ser causa de muerte de quien ha sido sometido incluso a intervenciones menores.
Todo acto médico tiene un fundamento humano y científico. La medicina, como parte de las ciencias de la naturaleza y la sociedad se caracteriza por su racionalidad y su objetividad. Esta racionalidad está constituida por conceptos, juicios y raciocinios, y no solamente por sensaciones, imágenes o pautas estereotipadas de conducta; sus ideas son capaces de combinarse de acuerdo con algún conjunto de reglas lógicas, con el fin de producir nuevas ideas. Éstas, a su vez, no se amontonan caótica o cronológicamente, sino que se organizan en sistemas de ideas, esto es, en conjuntos ordenados de proposiciones (teorías).
En toda consulta, análisis, diagnóstico, opinión, interconsulta, junta médica, investigación, publicación o procedimiento especial, el médico aplica el método científico. Es decir, aquel procedimiento para descubrir las condiciones en que se presentan sucesos específicos, aplicando la lógica a los hechos observados. Mediante este mecanismo se plantean problemas, se prueban hipótesis e instrumentos de trabajo investigativo. Aunque no lo haga de manera consciente, el médico aplica en forma permanente sus conocimientos de estadística. Juega con leyes de probabilidades, estudia variables, analiza su interdependencia y relación, en fin, convierte el oficio en profesión y el arte en ciencia. Esta es la diferencia con los empíricos.
Cualquier miembro de la sociedad que acuda a otro en búsqueda de diagnóstico, tratamiento, pronóstico y recomendaciones que vayan a incidir sobre su cuerpo y su salud, se está convirtiendo en un paciente. Y quien ejerza su conocimiento buscando satisfacer esta petición, está ejerciendo como médico. Si partimos de las definiciones previas, cuando quien actúa como médico es una persona calificada por la sociedad como idónea para ejercer la profesión, se cumplen los requisitos legales que hacen del acto un contrato legal y una relación profesional y ética, con todas sus consecuencias sociales. Si el acto médico puede solamente ser ejercido por el profesional universitario legalmente reconocido, cualquier otro sin dicha condición que practique actividades de diagnóstico, pronóstico, tratamiento, rehabilitación o similares, está ejerciendo la medicina en forma ilegal.
Esto quiere decir que la práctica de un acto médico debe estar respaldada por el ejercicio legítimo de un derecho y el cumplimiento de un deber por parte del profesional médico debidamente graduado y habilitado por la legislación nacional, en beneficio del paciente. Como todo acto médico implica un riesgo, para que este riesgo no sea considerado una agresión, su finalidad debe ser de ayuda al organismo enfermo y debe basarse en ciertas normas: licitud, ejecución típica, seguimiento de normas científicas universalmente aceptadas y profesionalismo.
Actualmente, el derecho penal viene haciendo unos aportes importantes al esclarecimiento del asunto, contextualizando el comportamiento dentro de la categoría de ‘rol social’. Desde esta perspectiva, ha de tenerse al ejercicio médico como un papel determinado, que la comunidad en el plano social y el Estado en el plano institucional, han acordado como permitido y necesario, así deba reconocerse y aceptarse la inclusión del riesgo dentro de su práctica.
Esa valoración es la que permite diferenciar, en el derecho penal, cuándo el comportamiento objetivamente visto encuadra en el tipo o descripción legal del delito; por tal razón, la incisión que con el bisturí realiza el cirujano, mal puede considerarse como una ‘lesión’ en el sentido médico legal (daño físico en el cuerpo o a la salud).
Como lo aclara Jackobs:
“[…] el mundo social no está ordenado de manera cognoscitiva, con base en relaciones de causalidad, sino de manera normativa, con base en competencias, y el significado de cada comportamiento se rige por su contexto. Por tanto, el hecho de que un comportamiento cause de modo cognoscible un resultado pernicioso, per se no quiere decir nada […]”.
Es, ni más ni menos, eso lo que ocurre en la profesión médica. Aparentemente (cognoscitivamente), una herida en el abdomen es una ‘lesión’, pero normativamente esa herida es quirúrgica y, por lo tanto, no dañina o dañosa, sino todo lo contrario: herida benéfica gracias a la cual se pretende salvar la vida del paciente. No es, pues, una conducta que se ‘justifique’ (nada debe justificar el cirujano ante la ley penal o la sociedad), sino una conducta que no es ‘típica’ (considerada por la ley penal como delito).
Según Jackobs:
“[…] un comportamiento que genera un riesgo permitido se considera socialmente normal; por lo tanto, los comportamientos que crean un riesgo permitido no son comportamientos que hayan de ser justificados […]”
El Estado se encarga, entonces, de dar el espaldarazo a la decisión de la comunidad y acepta al médico como un integrante que, lejos de ser peligroso, es benéfico para la sociedad. Obviamente se regula su actividad y se le exige un nivel de competencia que el mismo Estado certifica (título universitario); pero una vez que el médico se encuentra ejerciendo legalmente, su actividad queda regulada en esencia por su criterio personal y profesional.
Por ser sumamente ilustrativo, se puede citar de nuevo al profesor alemán:
“[…] desde luego hay ámbitos jurídicos – algunos de ellos con potencial de peligro – en los que no es necesaria una regulación jurídica, porque puede obtenerse un alto estándar de seguridad de otra forma, por ejemplo, planteando exigencias especiales respecto de la formación de quienes actúan en ellos, como sucede en el ámbito médico.
En la mayoría de los casos, probablemente concurran además otras razones a la hora de renunciar a una regulación: tomando de nuevo como ejemplo el ámbito médico, la necesidad de un alto grado de individualización sólo permitiría establecer regulaciones a tal nivel de abstracción que acabarían siendo carentes de contenido. Además, tampoco es conveniente fijar legalmente un estándar en aquellos casos, como – de nuevo – en el campo de la medicina, en los que seproduce una evolución permanente. Por ello, la regla profesional reconocida, lex artis, sustituye en estos ámbitos al precepto jurídico […]”.
De esta manera, se explica que el riesgo inherente al acto médico, sea asumido como normal por el paciente y no por el mismo médico quien, dicho de paso, debe calcularlo con precisión, con el fin de no exponer al paciente a un peligro mayor del necesario. Si traspasa este límite previsto, estaría obrando culpablemente.
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