Editorial: Sobre el Derecho a la Imperfección
Oscar Jaramillo Robledo, MD.*
Aquellos que quieren ver la realidad como un jardín florido, como una gran sala cuna, apenas se asoman a la calle, tienen que afrontar el contraste con la realidad, que les dice que no todo es tan bello como se lo imaginan. Los que queremos gozar de la dosis óptima de pesimismo, cuando nos lanzamos cada día a la vida, vemos que de todo lo malo que es posible que pueda pasar, sólo unas pocas malas cosas suceden, lo que constituye un buen motivo de alegría. De alegría, no de felicidad que es palabra de poetas. Aquí podríamos acompañar a Estanislao Zuleta en su sentencia: “Adán, y especialmente Eva, cometieron el pecado de sacarnos del paraíso, nosotros cometemos el de querer volver a él”.
La ley de la gravedad impulsa de nuevo hacia la tierra a todo cuerpo que asciende. Existe una ley de la gravedad aplicable al muy corto discurrir de los seres humanos. Todo aquel que llega, progresa, que es reconocido, verá caer sobre su espalda un pesado fardo, que con el paso del tiempo, lo hará tomar la porción descendente de la curva. Quien escala, quien sube, quien logra volar, deberá afrontar un enorme esfuerzo, tiempo, sufrimiento y privación. Gastará una enorme cantidad de energía. La caída será insustancial, rápida y casi instantánea y esto es cierto para las leyes que rigen la física de los cuerpos y para los principios que mandan sobre el quehacer de los hombres. Se presenta un primer deber, el de ser mejor, pero también un primer derecho, el Derecho a Declinar, que nos permitirá ser inferiores y fallar con más frecuencia a medida que el tiempo pase. Es también nuestra obligación estar alertas para que cuando el declinar se dé, y se dará sin atenuantes, tengamos la capacidad de crítica y la entereza de espíritu, de dejar el lugar, de abandonar el oficio y de delegar las responsabilidades en otros brazos más vigorosos, en unas manos menos temblorosas y sobre todo, en una mente más clara.
Los sistemas que buscan la productividad como único fin del hombre, han construido un andamiaje filosófico de muy dudosa validez, con la única y perversa intención de poner a los seres humanos al servicio de los capitales. Aquellos principios que han establecido, leídos en detalle, parecerían los instructivos para la operación de una máquina de la más perfecta construcción y de durabilidad asegurada. Y el hombre puede funcionar de esa manera y recibir el elogio de los directivos de las compañías, las medallas que se dan para estas ocasiones, los pergaminos que los hacen ejemplo de lo que debe ser un gran motor y la prima de productividad que no es sino una migaja de lo que ha dejado en las arcas de los grandes tenedores de capital. Cada uno de nosotros puede emular esa máquina perfecta, si es que la hay, siempre y cuando el contacto el contacto con su familia sea mínimo, solo en aquella cantidad que no le afecte su estado de ánimo, haciéndolo salir del plan. Puede funcionar en bien de la industria de capitales si abandona en el máximo posible sus relaciones con la sociedad, haciéndose ajeno a la necesidad ajena, pues en los sistemas de competencia abierta, cada uno es artífice de lo que suceda. Seguirá cumpliendo si no tiene muchas preguntas que resolver. La aproximación a la solución de las más elementales dudas del individuo exige mucha reflexión y un contacto muy cercano con el pensamiento universal. Se sabe que el pensar y el leer son trabajos arduos que consumen demasiado tiempo y esas horas deben ser utilizadas en producir un mayor número de piezas, de acciones, de clases, de documentos, de artículos, de consultas, de cirugías, de papel moneda. Más de lo mismo. Todo será posible, si se olvida que es un hombre, un familiar muy cercano al orangután; capaz, si trabaja menos y sueña más, de escribir con gran trabajo Cien Años de Soledad.
Esta manera de pensar y de actuar tiene una atemorizante capacidad de penetración. Solo es necesaria una pequeña dosis de poder o de mando para que esta teoría se apropie del personaje más simple. Pululan las escuelas que promueven tan monstruosa manera de sacrificar a este nuevo Dios siempre insatisfecho, la productividad, víctimas humanas palpitantes, que para su propia desgracia no morirán ni alcanzarán nunca el objetivo, lo que es peor que la muerte misma. Me admira ver tal cantidad de conversos y como buenos conversos, su enorme entusiasmo.
Recordemos la sentencia kantiana que nos ha refrescado el recientemente fallecido pensador Sir Isaiah Berlín en su obra “El fuste torcido de la humanidad”. Dice Kant: “Con un leño tan torcido como aquel del cual ha sido hecho el ser humano nada puede forjarse del todo recto”.
Empecemos a mirar aquí esos enunciados que se quieren aplicar al ser humano en bien de la productividad y que muchos dan como principios incontestables, y nosotros, comenzamos a ver como objeto de nuestra existencia. Los principios que nombraremos en adelante son imposibles filosóficos y, persiguiendo imposibles, crecen en el hombre la angustia y la frustración, así crezca su productividad. Pero de todas maneras, el único objetivo del hombre es el de ser alegre y sereno y no el de arrojar monedas como una máquina traga níquel, que aunque deje caer mucho dinero, puede ser la máquina más miserable, más pobre y más triste de todas las que se conocen: tiene al frente a un hombre siempre insatisfecha, le agobia la rutina y no llega a entender el apetito desaforado de quienes la visitan por los discos metálicos que atiborran su buche. Ya lo dijo Don José Ortega y Gasset: “La ciencia es el mayor portento humano; pero por encima de ella está la vida humana misma que la hace posible”.
He aquí algunos de los tales principios: no se nos exige ser buenos, lo que ya sería un punto deseable en cualquier sistema del universo. Se nos exige la excelencia. La excelencia no puede ser definida por nadie. En el ser humano no cabe la excelencia. Solo puede darse como una idea. Es un imposible igual al de la máquina que no desperdicie energía, es un imposible igual al de un sistema orgánico con una eficiencia del cien por cien. Está fuera de las leyes de la naturaleza. Y se sigue con la calidad, con la eficacia, la eficiencia, el éxito, y otro buen número de palabras de enorme cadencia y a veces con un sentido de la rima envidiable para cualquier poeta y casi siempre con un parecido entre unas y otras que las hacen incomprensibles –o por lo menos fácilmente confundibles– para la mayoría, y no con poca frecuencia para quienes se declaran sus defensores. Y viene después la misión y la visión. Y objetivos de un tipo y objetivos de tal otra categoría. Todo lo cual con mucha frecuencia, aunque afortunadamente no siempre, cumple el papel de enturbiar las aguas para que parezcan profundas. Todo eso no es esencial, quiero decir, no corresponde a la esencia del hombre o por lo menos de los hombres que yo he conocido. Es aterradora la idea de un hombre eterno. ¿Qué haría con cada uno de sus días sin fin? Lo que hace apreciable la existencia es el saberla infinita. Como es de temible el hombre perfecto o que se lo cree. Aterroriza el hombre excelente o que se lo cree. Eriza el pelo el hombre eficiente y eficaz o que se lo cree. Estas máquinas perfectas, o que se lo creen, no pueden convivir con los hombres con los que yo me he encontrado hasta hoy. Los dioses griegos son imperfectos y guiaron a su pueblo a una de las más altas cúspides logradas por la humanidad. Era la sociedad del Ser. No ea la sociedad del Tener.
Debemos reclamar el Derecho a la Imperfección, igual que clamamos por el derecho a declinar, recordando que nos hemos originado de un leño retorcido. Tenemos el derecho a morir, a llegar a ser nada. También tenemos derecho a que esa nada se nos aparezca cada día. Un poco de ocio, una fracción de desorden, u tanto de confusión, una dosis de irresponsabilidad, unos fragmentos de intrascendencia, algo de odio, de rencor, de envidia que no dañen a nadie y no nos lesionen demasiado, son parte del Derecho a la Imperfección o más bien a lo que debería llamarse el derecho a la perfección que cabe en el ser humano. Y para solaz de los que quieran ingresar en esta corriente, en esta manera de ver la existencia del hombre, un pensador de la dimensión de Karl Popper hace ya un buen tiempo le dio este camino a la ciencia misma, a la ciencia moderna, a la ciencia a la que nos queremos aproximar, señalando dos grandes principios que caminan sobre el sendero del Derecho a la Imperfección.
El primero de ellos señala que la ciencia se desempeña sobre el dúo ensayo-error y que debemos ensayar mucho y errar mucho para luego ensayar más y errar menos. Es decir, nos da el Derecho a la Imperfección. Pero esto se distancia de la eficiencia. No nos dice que la ciencia deba funcionar en el dúo ensayo–acierto, que sería lo propio de la excelencia, nos recuerda que somos ineficientes e ineficaces. Utilizó estas dos palabras tratando de adaptarme al lenguaje, reconociendo que no entiendo en lo más mínimo la diferencia y que no haré ningún esfuerzo en lograrlo. El segundo gran principio de Popper es la de falsación: si una teoría tolera muchos argumentos que tratan de demostrar que es falsa, tal vez tiene mucho de verdad. No es que sea verdadera, lo que es propio de la excelencia. No. Dice que es posiblemente verdadera, que es lo adecuado a la imperfección. No son los argumentos que tratan de demostrar que es falsa, que es lo implícito a la falta de perfección. El Derecho a la Imperfección nos da el derecho al error, pero no el de quedarnos en él y nos da el derecho al error solo en el camino de la búsqueda de la verdad.
Muchas veces la vida nos dirá sí y otras tantas nos dirá no. El hecho de que nos haya dicho muchas veces sí, no implica que la próxima respuesta sea afirmativa. El que nos devuelva un no, no significa nada malo en nosotros mismos, siempre y cuando quede el esfuerzo. Recordemos T:S: Eliot: “Al final no habrá ganancia ni pérdida, todo lo que nos queda es el esfuerzo. Lo demás no nos concierne”. Y con Adriano, a quien cada vez que la vida le dijo no recordaba al emperador Trajano, quien habiendo llevado los límites del imperio más lejos que ninguno otro, lloraba a las orillas del Golfo Pérsico pensando que la India jamás le pertenecería. Era la primera vez que lloraba. Pocos días más tarde moriría. Estas son aproximaciones al Derecho a la Imperfección.
Hay día y hay noche. Hay invierno y hay verano. Cambian las mareas, Y, en fin, el universo estático no existe. Pero se nos exige ser estables y es reprobable la variación de nuestro estado de ánimo, de nuestra capacidad, de la manera de relacionarnos con los demás. el ser humano es un ser cambiante, quizás con un poco de orden cuando se le considera cíclico. Los ciclos son la forma ordenada de los cambios. Se critica a aquel que no permanece en la misma línea del pensamiento y se le reclama de no estar hoy en lo mismo que dijo hace tal o cual tiempo. La capacidad de cambio y de adaptación es lo que hace posible que se encuentren hombres en los polos u osos polares en los desiertos. El hombre es omnívoro. El oso panda que solo puede alimentarse de los cogollos tiernos de cierta especie de bambú que solo crece en regiones específicas de la china, está condenado a desaparecer por su casi nula posibilidad de adaptación. Tenemos derechos a no ser los mismos de ayer. Es una posible verdad que nuestro cuerpo no es el mismo de hace diez años. El nitrógeno es otro, el carbono es otro, las células son otras ¿porqué mantenemos nuestra individualidad?. Es un gran misterio. Nace aquí otro gran derecho de los seres humanos: el Derecho a ser Mutables.
Todos los seres humanos alimentan su intelecto y espíritu de diferentes “cogollos”. El resultado tiene que ser la diferencia entre los hombres. El monocultivo de hombres en los hábitats de formación académica, con el personal adecuado para hacer entrar en regla todo aquel que muestre preocupantes signos de comportamiento diferente, es uno de los más graves atropellos contra el destino de la humanidad. Si no se permiten las variaciones en el pensamiento, los hombres dejarán de explorar opciones, que casi con seguridad, son la solución a los nuevos problemas. Tenemos pues, un nuevo derecho, el Derecho a ser Diferentes. Ojalá nunca oigamos esta sentencia de aquellos a quienes hemos formado: “siempre quise ser alguien en la vida y cuando llegué a ser alguien, ese alguien no era yo”.
Cuando estudiamos un fenómeno o una variable biológica, encontramos que su distribución es normal. Tiene la forma de una campana. En la parte media nos encontramos la mayoría. Casi todos somos hombres promedio, comunes. Sin embargo, queremos la presunta excelencia para todos. Esta es una utopía biológica por decir lo menos. Otro imposible filosófico por decir lo más. El grueso de la educación debe estar dirigida al estudiante promedio, la complejidad de la información debe ser equilibrada, los métodos no deben olvidar que la enseñanza está dirigida a una población de hombres usuales. De currículos para genios y de perfiles imposibles, diseñados casi siempre por hombres bastante corrientes, están llenos los estantes de las universidades. Ninguno se cumple porque no está dado para el estudiante común y entonces es reemplazado por otro aún más complejo, más perfecto. Quizá uno más simple, con más fallas, menos profundo, más adaptado al ser humano medio, dé mejores resultados.
La investigación es descubrir una verdad o demostrar un error. La investigación en su sentido de la creación de la ciencia nueva no debe descansar en los hombros del hombre común, exigírselo es un acto antinatural. La mente despierta del profesor reconocerá a los menos para ayudarlos en su desplazamiento hacia la línea meridiana y a los más para impulsarlos a que pasen por su lado dejándolo rezagado, máxima aspiración de quien enseña.
Debemos hacer trascender a todas las esferas relacionadas con el manejo de los recursos humanos, reclamando una acción: el Derecho a la Fatiga. Es un derecho que nos dará la posibilidad que en el transcurso del ejercicio de toda profesión y todo oficio se respeten los ciclos biológicos, de todos los animales, incluyendo al hombre. Esos ciclos biológicos, de todos los animales, incluyendo al hombre. Esos ciclos biológicos que nos enseñan que la vejez es un fenómeno que se da desde el primer día de la existencia, que la vida es una enfermedad de carácter crónico y necesariamente mortal, que no llegamos a la senectud de un día para otro. Aquel que ha trasegado los caminos del trabajo durante, digamos treinta años, tiene el absoluto derecho a trabajar menos, a ser menos productivo, pero también el derecho a recibir una remuneración equivalente a una jornada completa de trabajo.
Le acompaña también el deber de convertir su experiencia en un bien común y en ese momento de la existencia cuando es escasa la posibilidad de los malos ejemplos, dedicarse a los buenos consejos. Para el común de los hombres es un principio que cuando el músculo pierde su fuerza o su resistencia, queda siempre la claridad, la poca que es posible. Pero de esta idea carecen muchas instituciones que lo que necesitan es la fuerza de trabajo y la producción.
Lo que he querido mostrar no es una visión apocalíptica. Es una mirada realista de los seres humanos, que permitiéndoles ser mejores, no sacrifica lo que de humanos tenemos y nos permite vivir en una realidad que nos recuerda que hemos sido construidos de un madero torcido y que nada absolutamente recto puede sacarse de nosotros, pero también nos aleja de los imposibles, alimento preferido de la angustia y de la desesperanza.
Espero que los principios que he querido defender, no sean vistos como cueva de ladrones, donde se protejan los perezosos y los ineptos. No. De eso no se trata. Estos derechos solo son aplicables al hombre que lucha. La intención no es decir que aprender nada tiene una gran ventaja y es que nunca se olvida.
Lo que digo tratará de justificar el hecho de que, si algo se ha logrado, es entender que la parte descendente de la curva se dará y como todos los seres humanos, tenemos el Derecho a Declinar, el Derecho a la Fatiga, el Derecho a ser Mutables, el Derecho a ser Hombres Promedio y el Derecho a la Imperfección.
Terminemos con Aristóteles: “La ventaja que sacarás de la filosofía será hacer sin que te lo manden, lo que otros harán por temor a las leyes”
* Cirugía de Tórax. Facultad de Ciencias para la Salud. Programa de Medicina. Universidad de Caldas, Manizales, Colombia
Fecha de recibo: Julio 27 de 1998
Fecha de aprobación: Febrero 16 de 2003
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