Comentario: Académico Dr. Adolfo de Francisco

“El Suicidio y su prevención” es un libro bien concebido, inteligente en su diseño, agradable en su estilo y profundo en su contenido, resultado de los esfuerzos y la dedicación de más de treinta autores liderados por los académicos Cuéllar-Montoya y Sánchez-Medina, en el que el tema del suicidio se aborda desde distintas y variadas perspectivas: desde la biología y la bioquímica hasta la física de las partículas cuánticas; desde la historia, la antropología social y la cultura hasta la bioestadística y la medicina clínica; desde la pedagogía, la psicología normal y la psicopatología hasta la salud pública y el derecho.

Los autores del libro y su coordinador merecen el reconocimiento de los que se interesan por estas difíciles materias por sus valiosas contribuciones, que recogidas ordenadamente en un volumen, se constituyen en adelante en fuente de consulta obligada para los estudiosos del problema.

En el prólogo que escribí por gentil invitación de las Directivas de la Academia, a cuyos contenidos debo hacer referencia en esta intervención, quise plantear algunas inquietudes personales de índole filosófica que pudieran servir de complemento a las interesantes exposiciones de la obra.

Para iniciarlo, me valí de una frase atribuida a Thomas Huxley, el gran biólogo inglés, en la que alude al lugar que ocupa el hombre en la naturaleza. Dice Huxley así: “No somos ángeles caídos; somos antropoides erguidos”.

Esta metáfora evolucionista guarda consonancia con el pensar de aquellos que colocan al Hombre en posición intermedia entre los animales y los ángeles más allá de los cuales se encontraría la divinidad.

El lugar intermedio que ocupa el hombre en el mundo, en el espacio y en el tiempo, el hecho de que participe a la vez de lo físico, lo biológico, lo psicológico y lo espiritual y lo peculiar de la “condición humana” que le distingue, son hechos que permiten hacer algunas reflexiones sobre el hombre y su complejidad para enfocar de una mejor manera el tema de la muerte voluntaria.

Un fenómeno existencial de tanta trascendencia para la sociedad como el suicidio, susceptible de ser examinado desde tan diferentes ángulos, es por necesidad intrincado y complejo.

El presentarse casi con exclusividad en el ser humano y pocas veces en animales inferiores en la escala zoológica que carecen del raciocinio y de la sensibilidad humana permiten estudiar algunas de las bases filosóficas subyacentes a las motivaciones que conducen al hombre a tomar una determinación de quitarse la vida.

Los planteamientos formulados en el prólogo significan apenas un intento por lograr desde una amplia perspectiva global una comprensión más integral del acto suicida. (Ver: Editorial, Discurso de Posesión del Dr. Gustavo Malagón Londoño)

Surgen en la mente temas de los que se ha ocupado la filosofía de todos los tiempos y lugares: la labilidad del hombre y su falibilidad; su posición entre la finitud y la infinitud y su anhelo elusivo de inmortalidad; la desproporción entre la razón y la sensibilidad en el obrar y en el sentir que se traduce por una no-coincidencia del hombre consigo mismo; el concepto del “thymos” que los griegos definieron en ocasiones como espiritualidad y a veces como sentido del respeto y lo que significa hoy ese vocablo; el carácter del hombre en su relación con el poder y el valer que guardan cercanía con la autoestima; y finalmente la vulnerabilidad del hombre y su fragilidad afectiva.

Al iniciar su Meditación Metafísica sobre lo falso y lo verdadero, Descartes se planteó el tema de la falibilidad humana diciendo: “Cuando pienso sólo en Dios, no descubro en mí ninguna causa de falla o de error; sin embargo, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores; …que soy como un eslabón entre Dios y la nada; que estoy situado de tal modo entre el ser-soberano y el no-ser, que no hay verdaderamente nada en mí que pueda inducirme a errar en razón a que soy el producto de un ser soberano; pero si pienso en que participo de alguna manera de la nada y del no-ser… estoy expuesto a infinidad de fallas que me afirman que no me debo extrañar si me equivoco”.

La concepción del ser humano como el ente esencialmente falible y lábil de que hablara Descartes, señala una característica ontológica del hombre en su posición intermedia entre el bruto y el ángel. Esa posición intermedia del hombre en el concierto universal revela su función mediadora entre lo fi nito y lo infinito en las cosas.

El hombre es intermedio en sí y dentro de sí mismo porque el sólo hecho de existir, como lo señala Paul Rocoeur, “es el acto de operar mediaciones entre todas las modalidades y todos los niveles de la realidad”.

En su calidad de ser intermedio entre Dios y la nada, asevera Platón en uno de sus Diálogos, el hombre cuenta con un alma racional que es lo que más se aproxima a la Idea, y un cuerpo que es lo que más se parece a lo bajo y corruptible.

El alma falible es capaz de expresarse y de fallar o equivocarse; no se descubre en ella la visión de un Ser inmutable sino la aspiración a ascender en la escala de lo sensible a lo inteligible, es decir, de elevarse del sentimiento a la razón. Esta formulación de la idea del alma en el pensamiento platónico es consecuente con su idealismo y con la trascendencia que le concede a la Razón.

El hombre como ser eminentemente contingente a una gama inagotable de situaciones vivenciales frente a las cuales su libertad de escoger le permite actuar de acuerdo a su propio albedrío. Este hecho lo diferencia de los animales inferiores para quienes su “condición animal” solo les demanda la satisfacción de sus necesidades primarias de alimento, de abrigo y protección frente a depredadores eventuales. La libertad para elegir una entre diferentes opciones, solamente le pertenece al hombre que no la comparte con los demás miembros del reino animal.

Afirma el sociólogo japonés Kenjuro Yanagida en su ensayo “Filosofía de la libertad” (1960), que el hombre ejerce su albedrío según la importancia de la necesidad a que se enfrenta. Esa es la forma de definir las prioridades de la necesidad ante las opciones que se ofrecen al hombre en las contingencias fortuitas o imprevistas de las variadas circunstancias de su vida.

La libertad humana no es otra cosa que la conciencia de las causas de las acciones de los individuos; mientras el hombre no conozca verdaderamente la necesidad está gobernado ciegamente por ella; pero en cuanto la conoce de manera correcta está en capacidad de dirigir y gobernar conscientemente sus actos.

Es entonces razonable pensar que el hombre es verdaderamente libre solamente cuando realiza sus acciones sobre la base de un conocimiento tan definido de la realidad, que no solo elige lo que desea de acuerdo a su propio arbitrio sino que puede afirmar también que no le es posible en modo alguno elegir otra cosa, como ocurre posiblemente en la mente de algunos de los seres humanos que se quitan la vida voluntariamente.

Es preciso hacer énfasis en que el hecho de existir es para el hombre una contingencia que puede o no darse. No se elige existir; se hereda la existencia. Si el hombre reflexiona cuidadosamente sobre su existencia presente bien podría considerarla como no-necesaria.

En ciertas situaciones vitales, sin embargo, la innecesaria necesidad de existir, o de seguir viviendo en ciertos casos, puede expresarse como un sentimiento de precariedad o dependencia o como el vértigo existencial que suscitan las meditaciones sobre el nacimiento y la muerte.

La innecesaria necesidad de existir, en la filosofía kantiana, se experimenta afectivamente como tristeza, y por tristeza entiende Kant “una pasión en la que el alma pasa de una perfección mayor a otra menor”. Es la tristeza de lo finito.

Otra reflexión que puede hacerse sobre estos temas de la filosofía, está relacionada con la extraña paradoja de lo finito y lo infinito, es decir, con la dualidad finitud-infinitud referida específicamente al hombre.

Al estudiar las diferencias existentes entre la finitud y la infinitud, Pascal postuló su idea de lo infinitamente grande, el Ser Supremo, y lo infinitamente pequeño, la Nada. El hombre es un ser finito en tanto que es un ser que nace, crece, se reproduce y muere finalmente.

Pero, a la vez, es infinito en su ambición de lograr la infinitud, que en multitud de religiones y filosofías le permite concebir como realidad incontrovertible la existencia de alguna forma de vida ultraterrena en la que se aspira a culminar su ferviente deseo de inmortalidad.

La ambición de alcanzar la plenitud en lo infinito no es materia exclusiva de la religión; es un afán propio del hombre que se da a entender con vigor en la literatura en la fi gura universal de Fausto que no vacila en vender su alma a Mefistófeles a cambio de obtener para sí el poder, el dinero, la gloria y la fama.

Fausto simboliza la pretención humana de alcanzar la inmortalidad, y es en ese sentido como se pueden entender las palabras que Goethe pone en sus labios en el Acto final del poema dramático: “Decirle habría al instante: Detente, eres tan bello! No es posible que la huella de mis días terrenales vaya a perderse en los eternos siglos…”.

En esa estructura intermedia entre la finitud y la infinitud se encuentra la debilidad específica del hombre y en consecuencia su labilidad y su falibilidad. El reconocimiento de la dualidad finitud-infinitud es necesario para la construcción de los conceptos que atañen a la posición intermedia del hombre en el mundo, a su desproporción y su no-coincidencia consigo mismo, a sus ideas sobre la autoestima y el valer en contraste con las situaciones en que esos valores no están presentes, y finalmente a entender el concepto del “hybris”, es decir, del orgullo desmedido y la soberbia que empobrecen al hombre.

Pascal fue un filósofo que señaló con claridad las contradicciones del ser humano.

Reflexionó sobre su posición en lo infinito y en la naturaleza y mucho antes que Sartre postuló la existencia de dos infinitos, el Ser y la Nada, entre cuyos extremos se encuentra colocado el hombre. Al meditar sobre la grandeza y la miseria humanas, siguió el sendero trazado por Anaximandro, el filósofo que veinte siglos atrás se preocupó por la génesis y la destrucción del hombre a impulsos de la fatalidad o la necesidad.

En sus “Pensamientos”, decía: “Somos algo y no somos todo; lo que de ser tenemos nos oculta el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; lo poco de ser que tenemos oculta el infinito”. “Nuestros sentidos nada perciben extremado, afirmaba: El demasiado ruido nos ensordece; la demasiada luz nos deslumbra; …el demasiado placer hastía… Las cualidades excesivas nos son enemigas; no las sentimos, las sufrimos; la juventud extrema y la demasiada vejez entorpecen el espíritu; las cosas extremas son para nosotros como si no existiesen y nosotros nada somos en relación con ellas”.

El hombre, un ser limitado e incapaz de “ver la nada de la que ha salido y el infinito en el que está sumido”, busca el apoyo de la imaginación que desempeña el papel engañoso de “agrandar el tiempo a fuerza de hacer sobre él reflexiones continuas, y aminorar la eternidad a falta de reflexionar sobre ella”.

Ello le conduce paradójicamente, a hacer de la nada una eternidad y de la eternidad una nada.

Las reflexiones de Pascal sobre las limitaciones del hombre, su desproporción y su no-coincidencia consigo mismo, le llevaron a afirmar: “Nada es más extraño en la naturaleza del hombre que las contradicciones que descubre al contemplar todas las cosas. Está hecho para conocer la verdad, la desea ardientemente, la busca con anhelo; y, sin embargo, cuando procura alcanzarla se alucina y confunde…”.

Señaló la desproporción del ser humano en el orden del pensar, el obrar y el sentir, al afirmar: “Es una pena insoportable estar obligado a vivir consigo y a pensar en sí”; y resaltó sus aspectos contradictorios diciendo: “No nos contentamos con la vida que tenemos en nosotros y nuestro propio ser; queremos vivir en la idea de los demás con una vida imaginaria… Trabajamos sin descanso en ese ser imaginario y descuidamos el verdadero… Tanto se apodera el orgullo de nosotros que aun la vida perdemos con alegría con tal que de nosotros se hable”.

Alexandre Kojevs, en su clásica obra “Introducción a Hegel”, afirma que “todos los deseos del ser humano, el que genera la conciencia de sí mismo, la realidad humana, son función del anhelo de reconocimiento”.

El hombre, como dijo anteriormente, comparte con el animal sus deseos de alimento, de abrigo y de conservación de la propia vida; pero aspira también a obtener otras metas, como la de contar con el afecto de los demás y cumplir su ambición a que se le reconozca como ser humano; no busca exclusivamente las comodidades sino el respeto que siente merecer por tener cierto grado de dignidad y valor.

El anhelo de reconocimiento es aquella parte de la personalidad que empuja al hombre a afirmarse en su ser, que siente la necesidad de darse valor a sí mismo, de dar valor a los demás y a los actos y objetos que forman parte de su mundo.

El deseo de reconocimiento equivale al “thymos” de Platón y es análogo al afán de gloria y al amor propio de Rousseau. Platón relacionaba el thymos con el valor que uno se da así mismo, es decir, la autoestima, y con la dignidad en el sentido del valer de la persona.

En “La República”, el thymos significa la congregación de las virtudes nobles como el valer, el idealismo, la generosidad, la honorabilidad, la moralidad y el espíritu de sacrificio. El thymos es entonces, para Platón, la sede de lo que los sociólogos de hoy llaman valores.

El afán de reconocimiento se sustenta en el valer que el hombre siente haber alcanzado por méritos propios y se relaciona con el poder que le permite actuar con ventaja en la vida en comunidad. Poder y valer son valores que abren al hombre espacios en donde se puede desempeñar con éxito para alcanzar los logros que anhela en su existencia.

De allí que la pérdida del poder, sentida como una disminución de los espacios en que se actúa, y la del valer como un empobrecimiento de la autoestima, crean situaciones existenciales en el hombre que pueden reforzar su determinación de quitarse la vida.

Independientemente de las motivaciones de las gentes que las llevan a suicidarse, de las que se han ocupado con amplitud e inteligencia los autores del libro, considero razonable pensar desde un punto de vista filosófico que el ser humano al quitarse la vida está buscando no solamente dejar de existir, que implicaría necesariamente el haber existido, sino algo más radical, más contundente y más definitivo: la noexistencia, el no haber existido jamás. Para algunos, ciertamente, una ambición más fuerte que el instinto de conservar la vida.

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