Fin de Lucro en Salud, La Salud Siempre ha sido un Negocio

Premisa 4

En cuanto a la premisa 4, como se planteó arriba, se puede reescribir diciendo que antes de la Ley 100 la salud no era un negocio.

Esta premisa, tomada como bandera por casi todos los críticos de la reforma, es quizá la más débil de todas, pues desconoce que la salud siempre ha sido un negocio, solo que los roles de los actores han cambiado un poco.

Quizá el aspecto más claro de este cambio es la transferencia de riesgo del Estado a las EAPB, por medio de la UPC que el Fosyga les paga por cada afiliado. Esta transferencia de riesgo genera un incentivo para reducir el costo de la atención médica.

De todos modos, ya se ha mencionado el fin de lucro que está inmerso en las decisiones del médico, y la débilmente justificada exención de éste a la hora de cuestionar tal motivación egoísta.

El modelo tradicional de pago por evento, como se ha dicho, tampoco permite proteger a la sociedad del interés egoísta del médico cuando éste lo pone por encima del bienestar del paciente.

Pero hay muchas circunstancias de muy vieja data que muestran que la salud sí ha sido siempre un negocio.

El caso más claro es el de las industrias farmacéutica, de insumos y de tecnología. Si algo no se discute es que estas industrias muestran una alta rentabilidad, y que dicha rentabilidad se justifica por los riesgos inherentes a los costos de investigación y desarrollo, que requieren una alta tasa de retorno que estimule a los inversionistas a poner su dinero en el negocio.

Estas justificaciones pocas veces son cuestionadas, y si acaso se cuestiona la magnitud de la rentabilidad que obtienen (Goozner, 2004), pero queda claro que su negocio es la enfermedad.

Las políticas de estas industrias en cuanto a discriminación de precios de las innovaciones terapéuticas y diagnósticas protegidas bajo patente, no son más que la aplicación de un principio económico básico: que la sensibilidad del paciente al precio es nula cuando de su situación mórbida depende su vida o su bienestar, por lo cual los precios se establecen con base en la capacidad de pago de los mercados de cada país.

Pero queda claro que la capacidad de obtener rentas monopólicas por parte de los productores, depende crucialmente del hecho de que se trata de la vida y la salud, y tal situación limítrofe es la que permite la alta rentabilidad de estas industrias. (Ver: El “Consentimiento Informado”, La Capacidad de Comprensión del Paciente)

Lo que llama la atención es que siendo esta una clara muestra de que la salud sí es un negocio, y que es aceptado por la profesión médica, no se acepte que pueda ser un negocio en otras circunstancias. Esto hace pensar que la legitimidad del fin de lucro es un concepto selectivo, que los críticos aplican a algunos eslabones de la cadena de producción de servicios de salud, pero no a otros.

Más aún, las estrategias de mercadeo que han desarrollado estas industrias han permeado la función de agencia del médico de manera muy sutil pero evidentemente han afectado la primacía del principio de beneficencia y no maleficencia.

Los incentivos a los que son expuestos los médicos como decidores sobre el consumo de medicamentos y de servicios de apoyo, han llegado hasta extremos que, poniendo en duda la neutralidad del médico, le han causado desprestigio a la profesión.

En su tratado sobre el tema, Marc Rodwin (1993) hace una detallada historia de cómo han evolucionado estas relaciones, particularmente con la industria farmacéutica, durante el último siglo.

Este tema se ha tornado tan sensible, que las empresas líderes de esta industria decidieron adoptar códigos de ética; estos códigos, a pesar de sus buenas intenciones, tienen las mismas debilidades de los códigos de la profesión médica en cuanto a su cumplimiento cabal.

Otra industria que siempre ha mostrado fin de lucro y que nunca ha sido cuestionada, es la de los seguros de indemnización. En su libro de 1982, Starr también cuenta la historia de cómo surgen los aseguradores de tipo indemnización, y cómo los mismos médicos propician el nacimiento de Blue-Cross y Blue-Shield para garantizar una fuente de financiación constante de sus servicios profesionales.

Los seguros de indemnización se caracterizan porque no interfieren en las decisiones médicas y simplemente le reembolsan al paciente los gastos en que incurre por motivo de sus eventos de salud.

Como este modelo de aseguramiento es prácticamente un cheque en blanco a favor del médico, los aseguradores se ven expuestos a una alta siniestralidad por la imposibilidad de controlar la utilización de recursos por parte del médico.

Por ello, el asegurador se protege de la quiebra simplemente trasladando el exceso de siniestralidad al valor de las primas entrando así en un ciclo que período tras período va incrementando el valor de las primas de seguros.

Así, la mayor siniestralidad que genera el médico cuando es pagado por evento y sus patrones de utilización no son auditados por un tercero, le permite al asegurador obtener un mayor lucro porque habrá mayor demanda de seguros y los márgenes de intermediación serán mayores.

Pero la gran diferencia en el origen del lucro del asegurador de tipo indemnización, es que tal lucro se obtiene actuando a favor del médico, entregándole un cheque en blanco.

Quizá por ello no solo no fue resistido por la profesión, sino que fue celosamente protegido de cualquier intento de regulación, como lo relata Starr. Resulta entonces paradójico que cuando empiezan a surgir los seguros que ejercían control sobre la utilización de recursos (HMOs), o sobre los precios (PPOs, etc.), las organizaciones profesionales basaron sus críticas en que a éstas las movía el afán de lucro.

Lo que en realidad las hacía repudiables a la profesión era que el lucro lo obtenían restringiendo la autonomía del médico y no actuando a favor de ella, o reduciendo sus ingresos y no aumentándolos.

Y tampoco se podría argumentar que el fin de lucro de los seguros de indemnización se obtenía actuando a favor del paciente, pues el paradigma del ejercicio profesional individual, pagado por evento y basado en la curación y el episodio agudo, dista mucho de ser un modelo que brinde salud y que gestione los riesgos de manera proactiva, ya que su estructura se concentra alrededor de la enfermedad y no de la salud (Todd y Nash, 1997).

Incluso este paradigma llegó a ser tan perjudicial, que la sociedad americana se rebeló en contra de los médicos en la década de los ochenta, cuando tomó fuerza el movimiento por la autonomía del paciente, pues se hizo cada vez más evidente que buena parte de los médicos estaba abusando de la chequera en blanco que traía cada paciente asegurado por una de estas compañías.

De nuevo, la función de agencia perfecta estaba fuertemente cuestionada, y el modelo de pago por evento no era ninguna garantía de preservación de la agencia perfecta.

Más allá de estos dos ejemplos de fin de lucro, que pueden ser totalmente legítimos, existen múltiples circunstancias en las que claramente se traspasan los límites de la ética para obtener lucro, y que existían mucho antes de que se aprobara la Ley 100 en Colombia. La principal de ellas es la inducción de la demanda que ejerce el médico cuando es pagado de forma retrospectiva, es decir, mediante pago por evento.

El problema típico de este mecanismo de pago es que el profesional puede caer en la tentación de abusar de su función de agencia para inducir al paciente a consumir servicios de salud en una cantidad mayor que la que realmente necesita.

Por ejemplo, cuando un obstetra realiza una ecografía estacional sin una indicación clara, simplemente porque puede cobrar por ello, se está induciendo la demanda porque ese servicio no sería consumido por la paciente si ésta tuviera la información suficiente y pagara todo el servicio de su propio bolsillo.

La inducción de la demanda es posible debido a la asimetría de información entre médico y paciente, pero la presencia de un tercero pagador crea un espacio mucho más amplio para ello.

Y si este tercero pagador es un asegurador de tipo indemnización, que le permite al médico prestar servicios bajo la modalidad de pago por evento y sin ninguna restricción, el espacio para la inducción de la demanda es aún mayor.

En este punto vuelve a aparecer la insuficiencia de las normas éticas y las instituciones de vigilancia profesional, pues estos casos difícilmente serían objeto de una sanción.

El auto-control profesional para evitar que el médico se salte las barreras de la ética también resulta insuficiente, y aunque ciertamente hay profesionales lo suficientemente estrictos para no hacerlo, la evidencia muestra que en el agregado hay un efecto del incentivo perverso del pago por evento hacia la inducción de la demanda.

Un estudio clásico de Thomas Rice (1983) muestra que en la modalidad de pago por evento, los médicos aumentaron el número de consultas cuando el pagador les disminuyó la tarifa por consulta. El hallazgo lo explica Rice por la capacidad de los médicos de inducir la demanda para mantener el ingreso deseado.

Una solución que se ha planteado para este problema de la inducción de la demanda, es el cambio hacia modelos de pago prospectivos como la capitación o los DRGs. Pero esto simplemente invierte los incentivos perversos:

mientras en el pago retrospectivo el incentivo es a inducir demanda, en el pago prospectivo el incentivo es a negarla. Pero el fin de lucro se expresa en ambos casos de igual manera; el conflicto de intereses de un mecanismo de pago, no es mas que una cara de la moneda en cuya otra cara están los conflictos de intereses del otro mecanismo de pago (Castaño, 1999).

Lo que es claro es que la función de agencia sí está distorsionada por el mecanismo de pago y por el fin de lucro. Otros casos que demuestran la presencia del fin de lucro antes de la Ley 100 son bien conocidos por todos los actores, aunque poco estudiados formalmente.

Por ejemplo, la baja productividad y el alto ausentismo de profesionales de planta en el sector público, (Acosta et al, 2000), lo cual se ha justificado tradicionalmente en el hecho de que los salarios son muy bajos y no le permiten al profesional disfrutar de un nivel de vida digno.

Esta justificación carece de toda validez, y se puede refutar con dos planteamientos muy simples: el Instituto de Seguros Sociales, que era considerado entre los mejores empleadores públicos en la década de los ochenta, mostraba índices muy bajos de productividad en comparación con el sector privado.

Y el otro planteamiento se refiere a que cuando a los profesionales de los hospitales públicos se les cambiaba la forma contractual de pago por salario a pago por evento, su productividad aumentaba de manera dramática.

El fin de lucro de las instituciones públicas, que supuestamente son, por definición, carentes de lucro, queda en evidencia también cuando se observan las grandes diferencias en salarios a favor de los empleados sindicalizados.

El fuerte poder de negociación de estos sindicatos, capaces de paralizar toda una organización a nivel nacional, les sirvió durante varias décadas para capturar rentas obteniendo salarios muy por encima del resto de trabajadores del sector formal, y esquemas pensiónales que hoy día resultan claramente onerosos para el erario.

Adicionalmente, este caso pone de manifiesto que el interés pecuniario de los trabajadores sindicalizados se ponía por encima del principio de beneficencia, cuando en situaciones de huelga se negaba la atención a los pacientes.

Otra situación que muestra que ha habido fin de lucro en las instituciones públicas, tanto de aseguramiento como de prestación, son los fenómenos de corrupción que encarecen los procesos licitatorios y las adquisiciones rutinarias de estas entidades.

Estos fenómenos existían desde mucho antes de la reforma de 1993 y siguen existiendo (Acosta et al, 2000), por lo cual es correcto afirmar que la salud también era un negocio antes de la reforma. El problema en este caso es que era un negocio ilícito, y lo sigue siendo después de la reforma.

Una forma más sutil de corrupción era el caso con frecuencia observado de un equipo de alta tecnología que resultaba misteriosamente averiado y nunca se resolvía la avería a tiempo.

Este tiempo muerto del equipo le permitía a los trabajadores asalariados quedar ociosos sin afectar su ingreso, y ciertamente beneficiaba al proveedor externo que sustituía temporalmente el equipo averiado. Con tantos intereses por mantener los equipos averiados, resultaba fácil entender porqué sus reparaciones tardaban tanto tiempo.

Un último ejemplo que prueba la percepción de la salud como negocio, y que está íntimamente relacionado con el problema del aseguramiento, es la utilización de recursos de los pacientes que llegan a los servicios de urgencias protegidos por pólizas del SOAT.

Dado que hay un tope de 800 salarios mínimos, las instituciones tienen un claro incentivo a inducir la demanda, pero solamente hasta que se llegue a dicho tope. Una vez alcanzado el tope, el paciente típicamente es trasladado a otra institución, casi siempre pública, a menos que tenga otro tercero pagador que cubra los gastos correspondientes a todo lo que supere el tope. Y recuérdese que este esquema de seguros del SOAT se creó antes de la Ley 100.

El esquema del SOAT resulta entonces muy similar al de los seguros de indemnización, pues los 800 salarios mínimos son un cheque al portador, que por la dificultad de auditar y establecer incentivos hacia la eficiencia, se convierten en una meta por copar en el menor tiempo posible.

Desafortunadamente muchos de los ejemplos aquí citados no pueden ser comprobados, pues se trata de rumores que permanentemente van y vienen en el sector.

Pero al igual que los rumores sobre las restricciones al acceso de los pacientes y a la autonomía del médico por parte de las EAPB, las cuales serán comentadas mas abajo, muchos de estos rumores no han sido comprobados empíricamente o mediante denuncias formales.

Por ello, es adecuado reportar estos rumores y señalar que están ocurriendo en el sector, porque de lo contrario tampoco se podría abordar el tema de los modelos de atención restrictivos y la discusión ni siquiera se podría iniciar.

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