155 Años de Anestesia en el Mundo (1846-2001)

Efraim Otero Ruiz**

* Conferencia dictada durante la celebración de los 155 años del descubrimiento de la Anestesia.
** Presidente, Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina
Correspondencia: efraimot@cable.net.co

En 1996 se cumplieron 150 años del descubrimiento de la anestesia y los anestesiólogos colombianos celebraron solemnemente dicho sesquicentenario, siguiendo una honrosa tradición.(1) Por ello, y por considerar que la anestesia constituye, con la bacteriología y la radiología una de las tres grandes revoluciones con que el siglo XIX contribuye al desarrollo moderno de la medicina, he mirado con mucho interés, por muchos años, la historia de este trascendental descubrimiento, historia que he querido compartir con ustedes.

Plantas medicinales

Figura 1. Plantas Medicinales Utilizadas por los Aztecas para Aliviar la Fatiga de los Gobernantes y Después del parto. Codex Badianus, Baberini Lat. 241. Biblioteca Apostólica Vaticana.

Es necesario aclarar que el término se refiere principalmente a la anestesia quirúrgica y por eso aparece inextricablemente ligada con la historia de la cirugía. El alivio del dolor crónico, o analgesia, se conocía ya desde la más remota antigüedad, gracias al empleo, inicialmente empírico, de plantas como la amapola, la mandrágora, la coca o el cannabis, y posteriormente al uso de sus extractos más o menos purificados, el más importante de los cuales, el opio, obtenido del látex de la cápsula que envuelve las semillas de la amapola, se conocía ya probablemente desde 3 ó 4000 años antes de Cristo y llega al occidente por vía de Teofrasto de Efeso y la escuela de Alejandría.(2)

Tradicionalmente los analgésicos han constituído a principal herramienta de la medicina tradicional que, en un principio, estuvo en manos de los sacerdotes o de los magos: de ahí la implicación de sagrados o mágicos que se daba a dichos medicamentos, y que aparece en Grecia en el “nepente” o licor que hacían beber los dioses para olvidar el dolor físico y espiritual o, como se narra en la Odisea, el polvo que Helena, hija de Zeus, disuelve en vino y hace beber para disipar y alejar los dolores.

Esa asociación, divina o mágica, hace que, indudablemente -como sucede aún con muchos de los encantos o administraciones de los curanderos indígenasexistiera para esas pociones un efecto adicional de placebo, y que sólo con el transcurso de muchos siglos, en los albores de la química, pudieran llegar a aclararse sus verdaderos principios activos. El descubrimiento y aislamiento, a partir del opio, de la morfina por Sertürner antecede 30 años a la época a que nos estamos refiriendo.(3)

Puesto que la cirugía, indispensable para el tratamiento de las heridas, de los abscesos, de los tumores o del trauma, existió necesariamente desde la más remota antigüedad, era lógico también que se ensayaran, antes de recurrir a la misma, las pociones medicamentosas que, o bien producían analgesia, o bien obnubilaban la mente haciéndola menos sensible al dolor físico.

La primera en ser empleada fue obviamente basada en el alcohol, que aparece usado también desde muy antiguo para aliviar o hacer más tolerable el dolor de los procedimientos quirúrgicos, en forma de vino, solo o combinado con algunas de las plantas mencionadas.

Ya fuera administrándolo directamente o empapando esponjas de las que se iba bebiendo o aspirando durante todo el acto quirúrgico. Era la famosa “spongia somnifera” de los médicos salernitanos -empleada durante la alta edad mediaque, desafortunadamente, en los casos de dolor agudo o de intervención quirúrgica se mostraba como poco efectiva.

A estas mezclas soporíferas de opio y mandrágora se referirá después ampliamente Shakespeare(3,4) en su“Romeo y Julieta”cuando el fraile se dirige a la heroína del drama, en la escena primera del cuarto acto:

“Toma este frasco, pues, y ya en el lecho bebe su destilado contenido.

Será humor que discurra por tus venas embotando y enfriando; y hasta el pulso cesará, refrenando su latido. Sin calor, sin aliento, como muerta, las rosas de tus labios y mejillas tornaránse cinéreas y tus párpados caerán, como en trance de agonía.

Cada miembro sin fuerza que lo rija, parecerá difunto, tieso y frío; ese aspecto de muerte subrogada cuarenta horas durará, mas luego despertarás, como de grato sueño”.

(Traducción de Efraim Otero R.)

Sin embargo, el dolor causado por el cuchillo del cirujano era sólo comparable al experimentado en la cámara de tormento. Oigamos la descripción de un cirujano norteamericano, Hayden, quien vivió la época pre-anestésica: “Un enfermo que se disponía a ser operado no era ni más ni menos que un delincuente condenado a muerte que aguarda el momento de la ejecución. Contaba hasta el día fijado de antemano; contaba las horas hasta la hora prefijada.

Escuchaba con ansiedad los ruidos de la calle que le anunciaban la proximidad del coche del cirujano. Esperaba luego el tirón de la cuerda de la campanilla, acechaba el crujir de las escaleras, la entrada del médico en la habitación, el momento de abrirse la temida caja del instrumental, las pocas y graves palabras que habían de preceder a los últimos preparativos antes de comenzar”.

Eso si la cirugía iba a practicarse en la casa de habitación, como era lo corriente hasta finales del siglo XIX. Pero no era mejor si la cirugía se practicaba en el hospital, en los llamados torreones o anfiteatros quirúrgicos. Oigamos del mismo autor el relato de la extirpación de un tumor ovárico: “La entran en el anfiteatro y sus ojos angustiados lo exploran todo, con la mirada aterrada de un animal apresado.

Las filas de bancos están atestadas de estudiantes o espectadores que se proponen seguir la operación en todas sus etapas. A la primera incisión del bisturí la enferma grita bajo el atroz suplicio y en medio de violentas convulsiones se esfuerza por saltar de la mesa. Pero la fuerza está cerca. Dos robustos individuos se precipitan hacia ella y le sujetan los miembros con sus férreas manos. Uno tras otro los gritos desgarran el silencio de la estancia y, hasta en el pecho del hombre más sereno, hacen desfallecer el corazón”.( 5)

Por esa limitante del dolor y los gritos y esfuerzos del paciente la cirugía se atrasó mucho en su progreso, no obstante haber alcanzado la anatomía humana su máximo desarrollo a finales del 1700.

Había necesidad de ser muy presurosos, y los mejores cirujanos se ufanaban de que les contaran los segundos o máximo los minutos que tardaba su intervención, de piel a piel; de ahí que las reconstrucciones de los tejidos resultasen burdas, los muñones incompletos y la mortalidad -a la que se sumaba la ausencia absoluta de métodos asépticos- superara el 80 ó 90% aún en las mejores manos. Todo ello vinieron a revolucionarlo, primero la anestesia y luego la antisepsia y la asepsia en el curso de unos pocos lustros.(5)

Pero antes hay que saltar a los antecedentes de la historia de la química en el Renacimiento. Cuando ésta apenas comenzaba sus enrumbamientos científicos, en 1540, un joven alquimista alemán de la provincia de Hesse, Valerius Cordus, mezclando alcohol con ácido sulfúrico concentrado descubre el éter etílico o éter sulfúrico, que inicialmente es llamado «vitriolo dulce», describiendo al tiempo su gran volatilidad y su propiedad de irritar las mucosas respiratorias al ser inhalado.

Cordus muere en Roma a los 29 años de edad en 1544 y deberán trascurrir 17 años antes de que se publique su método de extracción en Estrasburgo en 1561. Curiosamente para la misma época Paracelso también conoce el éter y en 1602 describe la anestesia en pollos después de administrárselo, pero este hecho insólito no es tenido en cuenta ni por sus contemporáneos ni por generaciones posteriores.

Todo ello quizás debido a la mezcla de magia, metafísica y desafío al orden establecido que caracterizó la obra de este médico genial, apenas digerida y comentada en siglos posteriores.(6)

Theodor Billroth

Figura 2. Theodor Billroth, Asistido por Eiselsberg, Operando Ante sus Alumnos. Viena 1890. Institut fur Geschichte der Medizin. Viena.

Otra línea de investigación química la establece Joseph Priestley, en Inglaterra, que en 1771 descubre el oxígeno y en 1772 el óxido nitroso. Hace respirar este gas a un ratón y lo duerme profundamente.
Sin embargo sus experimentos cesan abruptamente por la violenta reacción del populacho monarquista de la pequeña aldea de Yorkhsire, en que Priestley habitaba, quienes, al presumirlo simpatizante de la revolución francesa, queman su casa y lo destierran a Norteamérica.

Pero sus experimentos quedan adecuadamente descritos y publicados. Transcurridos 15 años los retomará otro genial joven químico, Humphry Davy, quien publica en 1800 en Londres sus investigaciones sobre el óxido nitroso. Davy lo inhala, descubre sus efectos hilarantes lo mismo que sus propiedades analgésicas sobre el dolor dentario y sugiere, visionariamente, que “algún día será probablemente usado en intervenciones quirúrgicas”.

En este momento Davy cuenta tan sólo con 22 años.

Poco después otro joven ayudante suyo, posterior genio indiscutible de la electricidad y el magnetismo, Michael Faraday, hará lo mismo con el éter describiendo en 1818 los efectos producidos por la inhalación de sus vapores y dando instrucciones sobre cómo inhalar los mismos; incluso llega a decir en qué forma cierto caballero “por haber inspirado imprudente y profundamente el éter cayó en un estado muy letárgico, que continuó intermitentemente por más de 30 horas, con depresión y gran debilidad de su pulso”.

Desafortunadamente sus lectores y seguidores sólo se interesaron en los efectos embriagantes e hilarantes tanto del éter como del óxido nitroso, que se volvieron objeto de demostraciones burlonas en ferias, teatros y circos; tan sólo Hickman, un médico escocés, se interesa por los efectos narcóticos de los gases – rincipalmente del gas carbónico- en animales y publica, en 1824, su “Carta sobre la animación suspendida”, en forma de folleto, que pasa también desapercibida.(3) Se necesitará que transcurran por lo menos otros 15 años y que se traslade la escena a los Estados Unidos para que comiencen, en humanos, los usos reales de la narcosis por éter.(7)

Efectivamente, entre 1839 y 1842 parece que un doctor Clarke del estado de Nueva York usó por primera vez el éter para una extracción dentaria; pero los historiadores de la medicina le dan el crédito más firme Crawford Long, médico de un pueblito del estado de Georgia llamado Jefferson. Long había participado en esas sesiones de embriaguez por éter con sus compañeros cuando era estudiante de medicina en la Universidad de Pennsylvania, y uno de sus amigos, James Venable, que también conocía de esas “parrandas etéreas” se dispuso a que le eliminara un molesto tumor o quiste del cuello bajo la influencia del éter, intervención que realizó Long el 30 de Marzo de 1842 sin que su paciente sintiera la más mínima molestia.

Ese mismo año parece que Morton y Wells, según carta del mismo Long a su hermana, pasaron por Georgia haciendo demostraciones de exodoncias sin dolor y ello lo animó a ensayar el procedimiento. Aunque Long siguió practicando su método en otros siete pacientes, por lo relativamente alejado e incomunicado del pueblo donde trabajaba no se preocupó por describirlo y sólo lanzó su primera publicación en 1849, casi 3 años después de que Warren y Bigelow hubieran publicado las pioneras experiencias de Morton en el Massachusetts General Hospital.(8)

Por eso, por cuanto un descubrimiento, como lo dijera alguna vez Hans Selye, “tan sólo es útil a la humanidad cuando penetra ampliamente por las avenidas de la ciencia”,(9) es por lo que celebramos hoy el sesquicentenario del descubrimiento de William T.G. Morton como el hito que marca el nacimiento de la anestesia general en el mundo: 16 de Octubre de 1846.

Porque fue ese día, exactamente a las 10 y 15 minutos de la mañana, en que ese dentista, hasta entonces relativamente desconocido, pudo decirle al cirujano Dr. Warren, para que operara un tumor del cuello: “Doctor, su paciente está listo!”.

Y esa frase, símbolo de la liberación de las cadenas del dolor quirúrgico, ha quedado resonando por todos los quirófanos del mundo desde 1846 hasta nuestros días.

William Morton había estudiado odontología bajo un distinguido dentista de Boston, el Dr. Horace Wells. Éste, que evidentemente era un observador muy agudo, también había asistido a una de las exhibiciones del “gas hilarante” en Hartford, Connecticut a cargo de un médico amigo suyo, el Dr. Colton, y notado cómo uno de los voluntarios que inhalaron el óxido nitroso se había producido una herida en la espinilla al chocar con un banco durante su embriaguez y no había percibido dolor o molestia alguna, que empezó a percibir sólo cuando se disiparon los efectos del gas.

Wells invitó a Colton a que le administrara a él mismo el óxido nitroso al día siguiente, fingiendo que uno de sus molares estaba dañado y haciéndoselo extraer por otro colega; así se hizo, y al no sentir dolor alguno, Wells lo ensayó en otros pacientes. Seguro de que había hecho un descubrimiento importante se trasladó a Boston -distante apenas unas cuantas horas por diligencia- y participó de él a otros alumnos y colegas, entre los que se contaba Morton, quien tomó nota calladamente de esos hallazgos.

Wells se ofreció a demostrar los efectos del óxido nitroso en el Massachusetts General Hospital, en la clase de cirugía del Dr. John Warren, eminente profesor de la época. Citaron a un joven y fornido estudiante y le prometieron que la extracción de una muela del juicio no le dolería nada si inhalaba el gas. Así se hizo y al introducir el gatillo de extracción el estudiante prorrumpió en alaridos de dolor, pues la anestesia no había hecho efecto.

A esto se siguió un forcejeo en que profesores y alumnos llenaron de improperios al pobre Wells, a quien acusaron de superchería, acusándolo de ser igual a los mesmeristas y magos itinerantes que prometían insensibilizar del dolor con unos cuantos pases mágicos.

Wells abandonó el hospital y no quiso volver a saber de gases ni de extracciones dentarias, abandonando del todo su práctica y dedicándose a otro oficio. Su nombre tan sólo volverá a aparecer unos años después, durante los amargos reclamos acerca de la prioridad del descubrimiento.

En ese momento Morton, que se encontraba tomando cursos de medicina en la Universidad de Harvard -de la que nunca se graduó- recordó que su preceptor y mentor, médico y químico muy respetado, el Dr. Charles Jackson, recomendaba rociar éter sobre las heridas de piel para aliviar el dolor.

Al aplicarlo por tiempo prolongado en los alvéolos sangrantes después de la extracción de raíces dentarias notó su efecto analgésico general -probablemente debido a la inhalación de los vapores- y decidió, diseñando primero vaporizadores primitivos, luego más elaborados, ensayar esos vapores en animales -perritos, pájaros, insectos- y luego en sí mismo.

Como el éter barato e impuro que empleara sólo le produjera excitación y náusea, consultó a Jackson, quien le sugirió emplear éter sulfúrico químicamente purificado. Con él pudo administrarse a sí mismo una narcosis etérea satisfactoria, desterrando los temores sobre los peligros mortales del éter inhalado que hasta entonces enseñaban los químicos.

Apoyado por sus exitosos ensayos, decidió emplear el éter inhalado a través de un frasco de su propio diseño a un paciente, el Sr. Frost, a quien pudo extraerle una muela sin dolor.

Convencido de la bondad de su descubrimiento, resolvió dirigirse también al Dr. Warren, ofreciendo demostrarlo en la misma sala quirúrgica en que había fracasado Wells dos años antes.

Warren aceptó el desafío y lo citó para el Viernes 16 de Octubre a las 10 de la mañana; en los preparativos se rompió el frasco-inhalador y Morton se presentó 15 minutos tarde, con un público ansioso colmando las graderías del torreón y cuando ya dos fornidos jayanes se preparaban para sujetar al paciente, Gilbert Abbot, para que pudiera extraerle su tumor submandibular izquierdo; llegado Morton y transcurrida la inhalación, pudo transmitirle a Warren la famosa frase y éste operar con éxito y sin dolor al paciente( 12).

Warren, sus ayudantes y los espectadores (consignados para la posteridad en el famoso cuadro de Robert Hinckley(10) que aún se yergue en el la Biblioteca de la Universidad de Harvard) salieron proclamando que ello no era ya superchería y que habían presenciado el más maravilloso descubrimiento del mundo.

La confirmación en otros casos y su publicación por Bigelow y Warren ese mismo año de 1846 en el Boston Medical and Surgical Journal, en dos entregas distintas, respaldaron y consagraron el descubrimiento de Morton, por ser sus autores dos profesores de cirugía respetadísimos en su época. A finales de ese año ya el éter comenzaba a usarse ampliamente en Europa y en el resto del mundo.

Un mes después, en carta dirigida a Morton, Oliver Wendell Holmes, el famoso filósofo, jurista y ensayista americano sugiere el nombre de «anestesia» para el novedoso procedimiento.(3, 11) Al siguiente año y gracias a los trabajos de Bell, Simpson y Snow en Inglaterra surgirá otro anestésico general inhalado, el cloroformo, que se hará popular en Inglaterra y Europa después de que Simpson, en 1853, lo administra a la Reina Victoria para el octavo de sus partos.

La popularidad de esta «anestesia a la reina» persistirá hasta bien entrado el siglo XIX, y sólo se lo irá retirando lentamente al irse revelando sus temibles propiedades hepato y cardiotóxicas.(3,12)

Demostracion publica administración Éter

Figura 3. Una de las Primeras Demostraciones Públicas de la Administración de Éter a un Paciente en el Massachusets General Hospital de Boston.

Sin embargo, así como el año de 1846 se ilumina y eterniza por marcar una innovación prodigiosa, los años siguientes son testigos sombríos de las amargas disputas que se siguen en Norteamérica y en Francia por quienes reclaman la prioridad del descubrimiento. Mucho se ha criticado a Morton por tratar, asociado con su amigo Jackson, de patentar su descubrimiento, con el nombre de “letheon”, pero en realidad lo único que pudo patentar fue el inhalador pues el sencillo principio activo, que se revelaba por el sólo olor, se difundiría muy pronto por todo el planeta.

Además, las leyes norteamericanas ya desde esa época exigían que se conociese ampliamente todo principio medicamentoso empleado en humanos y Morton, para furia de Jackson, tuvo que revelarlo casi en seguida. Jackson siguió gritando y clamando a los cuatro vientos que él era el inventor, pero cuando

Warren lo invitó a que hiciera lo mismo que Morton y diera una anestesia para él en el mismo hospital se excusó alegando motivos baladíes. Sin embargo, aprovechando sus propias conexiones en Estados Unidos y en Europa, se las ingenió para escribir y enviar argumentación a la Academia de Ciencias de París la cual, sin averiguar ni investigar demasiado, procedió a concederle el Premio Monthyon de «benefactor de la humanidad» (comparable a nuestro actual premio Nobel) y a declararlo el inventor de la anestesia el 1o. de marzo de 1847.

Esta ligereza la habría de pagar caro la Academia pues, por las vehementes protestas del todopoderoso Velpeau, padre de la cirugía francesa, quien defendió a Morton como el verdadero descubridor, hubo de retractarse del premio y abrir una investigación(5, 8).

Pronto intervendría también Wells, salido de su autoimpuesto retiro cuando, estando en París como vendedor de objetos de arte, se enteró por el periódico de la hazaña de Morton. Protestó ante la Academia y, enterado del surgimiento del cloroformo, se fue a Inglaterra a comprar unos cuantos galones de este último para llevarlos a Estados Unidos y hacerle la competencia -desacreditando de paso- a Morton. Sin embargo, con los autoensayos se habituó y se hizo adicto al cloroformo, lo que lo llevaría a su degeneración y a su prematuro suicidio.

Póstumamente, apenas una hora después de su entierro, le llegaría a su viuda la comunicación de París pues la Academia, para enmendar su error, había decidido concederle el premio conjuntamente con Jackson y Morton. El resultado fue enardecer más a los dos sobrevivientes, el uno contra el otro. Finalmente, después de amargas disputas por el premio Monthyon y por otro de cien mil dólares que creó el Congreso norteamericano y en cuya persecución intervino también Long, -el otrora desconocido médico de Georgia-, Morton muere amargado y en la miseria en julio de 1868, sobreviviéndolo 7 años Jackson recluído en un manicomio, afectado de profunda psicosis.

Long es el único de estos personajes que muere tranquilo y en su cama, en 1878, después de una exitosa práctica en Athens, otra ciudad de Georgia, donde también fue cirujano durante la guerra civil; la anestesia, con éter o cloroformo, benefició a muchos de los heridos de dicha guerra,(3, 11) como ya lo había hecho antes, en la de Crimea, a donde fue introducida por el cirujano ruso Pirogoff.

Así termina la acerba historia de la prioridad de un descubrimiento. Habrá de transcurrir un siglo para que Thomas Keys, historiador y bibliotecario de la Clínica Mayo, redescubra todos los papeles originales y en su libro ya clásico “Historia de la Anestesia Quirúrgica”(3) coloque a Morton en la galería de los grandes, por el descubrimiento que hoy conmemoramos.

Sería imposible, dada la limitación del tiempo, seguir aquí detallando los descubrimientos que se siguieron al momento estelar de Morton. Bastaría mencionar el del cloroformo, arriba expuesto; el de la anestesia local con cocaína y la raquianestesia al final del XIX; todo el resto de los descubrimientos principales en la anestesia quirúrgica son producto del siglo XX.

Como ejemplos figurarían el de los substitutos de la cocaína para la anestesia local o regional, de los barbitúricos intravenosos y los gases como el etileno o el ciclopropano en las primeras décadas, seguidos de los importantes estudios de fisiopatología respiratoria y cuidado intensivo impulsados por las dos guerras mundiales, que llevaron al desarrollo de aparatos efectivos de circuito cerrado, a la anestesia endotraqueal, a las mediciones exactas de medicamentos y parámetros anestésicos y al desarrollo de los novísimos agentes halogenados de rápida eliminación y baja toxicidad que hoy se siguen empleando.

Y finalmente a la generalización, en la última década, de los computadores que permiten cálculos y determinaciones transoperatorias mucho más precisas a través de sensores aéreos o transcutáneos. Todo ello al tiempo de entrenarse en el mundo, en las últimas cinco o seis décadas, innumerables médicos especialistas en anestesiología y cuidado intensivo, que han colocado la ciencia de aliviar el dolor en el sitio egregio que le corresponde, asimilada a un “arte de los dioses”, como reza el escudo de la Sociedad Colombiana, enhorabuena diseñado hace medio siglo por Juan Marín, otro pionero de la anestesia científica entre nosotros.

Por eso rendimos hoy un homenaje no sólo a tan importante efemérides, sino a los 155 años de una especialidad gloriosa, que arrancó al hombre de las garras del dolor operatorio. Que por primera vez señaló, en la figura y en la misma tragedia de Morton, que lo importante no son ni el descubrimiento ni la gloria en sí mismos, sino el saber poner esos hallazgos, una vez demostrada su efectividad y su reproducibilidad en todos los ámbitos, al servicio de la gente que sufre. Y eso fue lo que hizo Morton, por encima de todos los que trataron después de competir por la primeridad de su portentoso hallazgo.

Vista desde la perspectiva del final del milenio, la anestesia sigue y seguirá brillando con luz propia. Por más que su uso se dé por hecho y se la practique de rutina, continúa siendo la parte más importante del acto quirúrgico, de la que depende diariamente la vida de centenares de miles de pacientes diseminados por todo el mundo, desde los dispensarios o puestos de salud más humildes y más remotos hasta los hospitales o clínicas más sofisticados y modernos.

Tan sólo profesionales brillantes, con mentes claras y propósitos científicos inmutables podrán ejercerla y hacerla progresar más y más, para bien simultáneo de la ciencia y de la humanidad doliente. Loor eterno a sus descubridores y a quienes han venido apuntalando sus logros durante más de ciento cincuenta años!

Referencias Bibliográficas

1. Otero Ruiz E. Maestros de la Anestesia. Rev. Soc. Col. Anestesiol. 13(4):369-373, 1985
2. Kennedy SK, Longnecker DE. History and principles of anesthesiology. In: Hardman JG et al. Goodman & Gilman’s The Pharmacological Basis of Therapeutics. 9th. Edition, Mc Graw Hill. p. 295-347, 1996
3. Keys TE. The History of Surgical Anesthesia. Dover Publ. Inc., New York, 1963
4. The Complete Works of William Shakespeare. Spring Books, London 1968
5. Glasscheib H.S. El laberinto de la Medicina. Ed. Destino, Barcelona, 134- 154, 1964
6. Sánchez David C. Paracelso: magia y ciencia. Trib. Médica 88:305-307, 1993
7. Jaffe B. Hombres de Ciencia Norteamericanos. Ed. Antonio Zamora, Buenos Aires 1957
8. Collier’s Encyclopedia. Crowell Collier and 0MacMillan, Inc. 1966.
9. Otero Ruiz E. Premios Nobel en ciencias: la pequeña historia. Bol. Soc. Col. Hist. Med. 2:1-2, 1983
10. Lyons AS, Petrucelli RJ. Medicine- An Illustrated History. Abradale Press, New York, 1987
11. Asimov I. Asimov’s Encyclopedia of Science and Technology. Pan Books Ltd. London & Sidney 1975
12. Hellemans A, Bunch B. The Timetables of Science. Simon and Schuster, New York, 1988.

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