Editorial, La Ansiedad en la Agonía

Clemencia Uribe Alarcón

La ansiedad es un síntoma, una defensa, un temor, un sentimiento, una actitud, una manifestación, que el ser humano experimenta muchas veces durante la vida. Cada persona convive con su propia ansiedad, en la cual se sumerge una y otra vez. Sin embargo, no siempre encuentra una causa objetiva que explique su presencia. La ansiedad produce confusión y desconcierto generando una sensación de malestar e incomodidad.

Generalmente quien la padece utiliza como mecanismo de defensa la racionalización, es decir, intenta dar explicaciones racionales a un temor desconocido. Se pretende etiquetar y clasificar este sentimiento, para así mismo liberarse de él; pero la presencia de la ansiedad depende directamente de la emoción. Se genera en el interior de cada persona.

La ansiedad está íntimamente asociada con temor de la pérdida del objeto amado, a la pérdida del amor del objeto amado y finalmente a la muerte. El estado ansioso produce cambios significativos en el organismo, aparecen síntomas tales como dolor (en cualquier parte del cuerpo), vértigo, malestar gastrointestinal, caída del cabello, anorexia, etc., incluyendo la fatiga o asfixia acompañada de alteraciones en los sistemas cardiovascular y neurológico.

La palabra angustia viene de angor (angosto). Freud hace énfasis en las sensaciones físicas que la acompañan relacionadas con lo estrecho (taquicardia, ahogo, sensación de estrechez). La angustia Œ señal es una estructura de alerta que sirve al Yo frente a estímulos sentidos como prohibidos que llaman la atención sobre el peligro presentido y la necesidad de movilizar contra él las defensas yoicas. Es obvio que la ansiedad va entrelazada con los síntomas físicos. Desconocemos si la responsabilidad es de la psique o del organismo como iniciador del estado ansioso.

Es un círculo vicioso, imposible de desligar. Considerando al ser humano como un ente integral, los dos componentes van paralelos en su comportamiento. Así comprendemos por qué un dolor se vuelve sufrimiento. La mente se encarga de interpretar el dolor como símbolo de nuestra mortalidad, es decir, premonitorio de muerte. A su vez, éste alimenta los temores, las culpas y fantasías en cada individuo.

J. Krishnamurti, filósofo hindú dice al respecto: “Queremos que el sufrimiento se diluya, se alivie, se aleje, se elimine mediante una explicación. El sufrimiento es una forma aguda de perturbación, que nos disgusta. No se trata de saber por qué hay sufrimiento, sino que éste forma parte de uno mismo”.

Desde el nacimiento el ser humano experimenta estados de ansiedad. En las primeras etapas de la vida, el bebé responde con inconformidad e incomodidad, expresándola por medio de un llanto incontrolable. La madre instintivamente lo protege, abrazándolo para calmarlo sin conocer la causa de su reclamo. Entonces esta actitud amorosa se convierte en el remedio más acertado para aliviar la ansiedad.

Fenichel anota al respecto: “El desvalimiento del bebé lo lleva a estados en los cuales es inundado por estímulos que no puede manejar y que se denominan estados traumáticos. El dolor de estos es inevitable, aún diferenciados y por lo tanto todavía no idénticos a efectos más definidos y posteriores, que constituyen la raíz de los afectos más tardíos y también de la ansiedad.

A esta ansiedad se le llama primaria y se la puede concebir como la percepción de descargas vegetativas involuntarias”. Como dice Freud, el acto de nacer es el momento en que se establece la ansiedad primaria que implica una repetición simbólica del nacimiento en cada vivencia de angustia.

En el proceso de morir a causa de una patología mortal, hay dos etapas. Una preagónica, que se inicia con la enfermedad terminal, en la cuál se producen cambios significativos tanto físicos como psicológicos. Poco a poco se van alterando las necesidades básicas del individuo. Durante esta etapa el apoyo psicológico, afectivo y médico adecuado es necesario. Así se evita ivestirar el cauchola, es decir producir una crisis de ansiedad posterior. La segunda y última etapa, es la agonía. Los sistemas vitales del organismo se encuentran gravemente afectados y por eso, el fallecimiento de la persona es cercano.

La ansiedad que se presenta en la persona moribunda evoluciona con rapidez. Se estaciona con facilidad acaparando la atención de quien la padece. Su presencia afecta la tranquilidad racionalmente establecida de su vida cotidiana. Algunas veces, se puede justificar por un factor externo. Por ejemplo, puede estar motivada por la pérdida progresiva de la integridad física y el deterioro irreversible inherente a la enfermedad terminal.

La ansiedad en el enfermo desahuciado viene acumulada de múltiples experiencias pasadas. Cada uno la ha experimentado pasivamente durante la vida, como algo que tiene que ser soportado. Un dolor o un sufrimiento arrastra consigo los recuerdos de los anteriores, con su contenido e interpretación personal. La ansiedad que se observa en la etapa agónica, se reconoce por la expresión de asombro de la persona. Su mirada es huidiza y preocupante, los músculos faciales se encuentran tensos, los labios están apretados y los movimientos corporales son toscos, frecuentes e incontrolables.

Su postura corporal demuestra incomodidad, malestar y desespero. Se percibe a la persona bloqueada en su comunicación verbal, aislada, enmudecida y asustada. Su experiencia se convierte en un asunto personal; trata de evitar involucrar a los demás en su problemática, no desea causarles intranquilidad. El moribundo sabe que no encontrará una respuesta adecuada en los demás. Nadie lo liberará de su percepción e interpretación personal de la muerte.

Si consideramos la ansiedad como una defensa ante un estado crítico en la vida, es decir la muerte, hay en ella una actitud de valentía, decoro y vitalidad. Ella es necesaria para sostenerse con firmeza y continuar con vida. Pretende evitar, a nivel inconsciente, perder su control y negar la posibilidad de su fin.

Para ilustrar los argumentos anteriores, valga el siguiente ejemplo: paciente terminal de 51 años, con hepatitis C, diagnosticada hace dos años. Cuando lo vi por primera vez su estado de ansiedad era obvio: caminaba con dificultad y rigidez, de manera descoordinada e insegura. Nos sentamos a conversar y noté un temblor fino en sus labios. Conversaba con lentitud. Buscaba con afán las palabras para expresar su situación actual. Lo vi débil, asustado y agotado.

El diálogo que sostuvimos con cierta dificultad, fue en torno a la esperanza que aún conservaba sobre su futuro y al mismo tiempo, sobre su desesperanza al no poder seguir adelante con su vida. Su vida afectiva estaba centrada en una mujer que lo acompañaba desde hacía varios años. En aquel momento ella se encontraba de viaje. Me habló mucho de la necesidad que tenía de sentirla cerca. Su vida profesional fue muy activa, era periodista, había escrito varios libros y documentos importantes para el medio. Tenía la ilusión de realizar un guión para una película y de reencontrarse con su compañera. Su temor no era a lo desconocido sino a perder lo conocido.

Su ansiedad era una actitud negadora ante el progresivo deterioro de su enfermedad. Presentaba vómito persistente, anorexia, vértigo, fiebres muy altas, escalofríos, dolores en el cuerpo, extrema debilidad y esporádicamente estados mentales de incoherencia. Poco a poco su estado físico iba interrumpiendo las posibilidades de poder cumplir con sus planes. En ocasiones, su percepción era clara, aunque se sentía su ambivalencia. El sabía que ya no sería el mismo de antes. Tendría que acomodarse psicológica y emocionalmente a las limitaciones que su organismo le imponían.

Si la persona logra ver el sufrimiento no como cosa distinta, sino como parte de sí mismo, entonces deja de reprimir su presencia. Siente la ansiedad como una manifestación natural de su condición humana. Se debilitan las defensas psicológicas que antes lograban negarla. Entonces un sentimiento de tristeza queda al desnudo, sin ocultar la propia fragilidad, el vacío afectivo, la soledad y la mortalidad del ser humano. Esta tristeza deja desaguar un posible desbordamiento de la ansiedad.

Evita que evolucione hasta el extremo, es decir al pánico o el desasosiego. Así mismo, deja colar los afectos y apoyos que los demás le brindan. La intensión protectora de quienes lo rodean, es entonces bienvenida. Durante 20 años al lado de los pacientes terminales, he observado la ansiedad, como el síntoma más común en todos los casos. Muchos factores complejos son responsables de la ansiedad: las experiencias pasadas con su interpretación, las necesidades afectivas, los temores específicos, etc.; la evolución y cambios propios de la enfermedad, con sus limitaciones físicas y psicológicas; las circunstancias en las cuales ocurre la agonía, las relaciones interpersonales con la familia y sus allegados, la atención médica adecuada versus el abandono o prolongación de la agonía.

Como expone el Dr. Brainsky: irEl curso de cualquier patología somática es necesariamente influenciado e incluso determinado particularmente por la forma específica en que se vivenciale.

Algunas personas le dan un significado religioso, de depuración, a la ansiedad durante la agonía. Consideran que su presencia es necesaria para que el moribundo pida perdón por sus pecados y se arrepienta de ellos. Otros, incluyendo a miembros del cuerpo médico, pueden sentir temor de utilizar la terapia de iesedación terminalln. Piensan que ésta puede acelerar el fallecimiento de la persona e incurrir así en un acto ilegal.

Desconocen el principio ético-legal del itdoble efectole que permite al médico aplicar los medicamentos necesarios con el propósito de aliviar el sufrimiento, a pesar de que puedan producir efectos secundarios, incluyendo en algunos casos el acortamiento de la vida. Los familiares en algunos casos no reclaman o aceptan aliviar la ansiedad del moribundo. Pueden estar desinformados con respecto a los tratamientos médicos disponibles. Otras veces se encuentran confundidos ante la muerte. Sienten una carga moral que los culparía si llegaran a tomar la decisión de utilizar algún tratamiento de sedación; el paciente puede quedar inconsciente y este estado se semeja a la muerte.

Se trata de ieapagar el fuegola, es decir de solucionar una crisis de ansiedad en la etapa agónica. Los responsables en intervenir efectivamente para aliviar esta crisis, somos los que rodeamos al moribundo. El paciente en esta etapa final ya no interviene, se encuentra invadido de ansiedad, agotamiento, debilidad y confusión. Su bienestar depende de los demás.

Un ejemplo palpable de los argumentos anteriores es el siguiente caso: un paciente de 48 años, 8 hijos y una esposa joven. Estaba en plena agonía debido al cáncer metastásico del tracto gastrointestinal, con dolores fuertes, vómito persistente, ictericia, anorexia, falla renal, caquexia, etc. Su estado mental era de estupor, consciente pero incoherente. Intranquilo permanecía en posición fetal cuando descansaba. No dormía a pesar de estar agotado. La familia se reunió conmigo en el comedor. Escuché los comentarios de cada uno y su situación afectiva con respecto a la pronta despedida.

Les expuse la necesidad de evitarle el sufrimiento. Les expliqué la posibilidad de la “sedación terminal”, informándoles que el tratamiento le produciría somnolencia. La esposa me respondió: “Yo no quiero verlo sufrir más, pero quiero que esté consciente”.. El paciente murió al día siguiente, al amanecer, con desasosiego, consciente y vomitando materia fecal. Se encontraba con oclusión intestinal. Invadido de cáncer, dolor y confusión.

Como corolario, formulo la siguiente pregunta: “¿Sabiendo que el ser humano convive con la ansiedad durante toda su vida, qué tanto se justifica prolongarlo, cuando ya no soluciona una incrisis vital?” ¡TENEMOS DERECHO A MORIR DIGNAMENTE!

Clemencia Uribe Alarcón, Enf. Vicepresidente de la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente. clemenu@volpremium.net.co

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