Historia de la Medicina: Del Macroscopio al Microscopio, Historia de la Medicina Científica (Epílogo)

Académico Alberto Gómez Gutiérrez*
* Parte de su libro presentado para ingresar como Miembro Asociado de la Academia Nacional de Medicina.

“La mente, y no el espacio, es la última frontera de la ciencia”.

John Horgan
El fin de la ciencia, 1998

El siglo XX, último siglo completo de nuestra cronología, ha sido llamado, con toda propiedad, el siglo de la ciencia. Nunca antes se hizo tal énfasis en el conocimiento analítico y la racionalidad como ejes de la cultura.

Sin embargo, la racionalidad, entendida como la posibilidad de describir razones o causas para todos los eventos de la naturaleza, se encontró con la oposición de filósofos como sir Karl Popper, quien planteaba un indeterminismo general y, en especial, un indeterminismo en el ser humano.

Esta postura, que exaltó el azar en la naturaleza y que parecía tener su principal sustento en la mecánica cuántica, se encontró a su vez con contradictores tan ilustres como el mismo Albert Einstein, quien al respecto acuñó su hermosa frase de estirpe vitalista cuando dijo: “Dios no juega a los dados”.

Este contrapunto entre científicos y filósofos, ha sido el telón de fondo de lo que podríamos llamar el acto central de la trama de la medicina científica en su edad madura. (Lea también: Historia de la Medicina: Análisis Histórico de las Vasculitis, Clasificación y Propuestas para un Entendimiento)

En un extremo, el determinismo resultante de las leyes de la física ha influido en el pensamiento de biólogos y médicos, hasta el punto de considerar que el organismo vivo no es más que la suma de sus funciones celulares y moleculares.

Este extremo corresponde a los preceptos de la escuela mecanicista que tuvo su anterior apogeo en el siglo XVIII, cuando los iatrofísicos, iatroquímicos y iatromecánicos dejaron una visión consolidada de su percepción reduccionista en la citada obra de Julien Offray de la Mettrie titulada L´homme machine.

Hoy en día siguen publicándose obras mecanicistas como La fabrique de l´homme (1997) del profesor Jean-Paul Lévy, en la que se define de manera aparentemente completa el origen y el funcionamiento de todos los organismos como el resultado de un ensamblaje de piezas y procesos casi predecibles en el contexto de la evolución molecular.

Este tipo de concepciones surge del inmenso atractivo de las formulaciones científicas que no necesitan de elementos diferentes a los que se pueden percibir a través de los instrumentos de nuestra cultura. La percepción extrasensorial, que hasta el momento no es cuantificable ni verificable, queda excluída del sistema.

En el polo opuesto se encuentran las teorías vitalistas que exigen un soplo creador y un soporte permanente para este impulso metafísico original bajo la forma de un alma, por ejemplo, que coordinaría la salud y la enfermedad.

Sucede generalmente en las ciencias, cuando se presentan visiones aparentemente opuestas -como el darwinismo y el lamarckismo, o las teorías ondulatoria y particulada de la física-, que éstas resultan complementarias.

Casi podríamos decir que una teoría no está validada si su extremo opuesto no ha sido convenientemente postulado. De esta manera no pretenderé alinearme con ninguna de las dos propuestas que han enmarcado el desarrollo de la ciencia médica: ni el mecanicismo, ni el vitalismo.

Sugiero, en cambio, optar por un marco conceptual con dos extremos que se pueden integrar más fácilmente: el determinismo y el indeterminismo.

Para este propósito debemos definir si la salud es determinista y depende solamente de lo que podemos percibir a través de los cinco sentidos y de las prótesis tecnológicas de que disponemos actualmente, o también resulta de factores intangibles que del macroscopio al microscopio, historia de la medicina científica desde tiempos primitivos se conocen como sobrenaturales pero que a la luz de los hallazgos del último cuarto de siglo podríamos asimilar a las propiedades emergentes de los sistemas complejos.

Es evidente que la enfermedad puede resultar de fenómenos causales o deterministas, como sucede por ejemplo en el caso de las intoxicaciones, la malnutrición, las heridas y, en algunos casos, las infecciones.

La buena salud, por el contrario, resulta de fenómenos cuya causalidad no es tan simple y que se relacionan con el concepto de equilibrio en un mare magnum de variables posibles. Para actuar sobre la salud no es suficiente incidir aisladamente sobre uno de los componentes del sistema. Deben considerarse todos a la vez.

Así, la salud es en realidad un fenómeno indeterminista que resulta del flujo adecuado de energías cuya magnitud no es hoy cuantificable y que se generan en un sistema que es abierto y no cerrado sobre sí mismo.

Parecería que la mayoría considera que el único intercambio posible del ser humano y de los organismos vivos en general con el resto de la naturaleza es a través de sus órganos de los sentidos. Como si no percibiéramos más que lo que vemos, oímos, olemos, degustamos y tocamos.

La experiencia, en este sentido, se ha polarizado hacia lo sensorial y la satisfacción personal proviene casi exclusivamente de la saturación de los receptores correspondientes. Pero ya sabemos, gracias a los estudios de la física de partículas elementales, que las estructuras rígidas e inmutables no existen en la realidad.

Que la materia es un agregado temporal de energía que está en permanente intercambio con el ambiente. Este concepto, más que permitirnos un postulado definitivo sobre la salud, debe ser un punto de partida para los investigadores que quieran acercarse a la solución de fenómenos como el cáncer o la autoinmunidad.

Desafortunadamente, debemos constatar que la idea no es nueva y que por alguna razón no ha prosperado convenientemente en las mentes de los médicos a través de los tiempos.

Ya Heráclito de Éfeso había propuesto su panta rhei (todo fluye), en el cual está implícito que la estructura es resultado de la función. Su metáfora preferida era el fuego que hoy nosotros interpretamos globalmente como energía.

En la orilla opuesta estaba Parménides de Elea quien se inclinaba por el ser estático como la única realidad, concibiendo todo cambio como una ilusión. Esta posición fortalecía la estructura sobre su dinámica y, siendo más fácil de integrar a través de los cinco sentidos, nos condujo a una percepción reduccionista de nuestra realidad y, en lo que tiene que ver con la presente obra, de nuestra medicina.

Ha dominado, en consecuencia, una medicina esencialmente centrada en las mediciones parciales a través de los instrumentos analíticos que casi nunca miden la evolución continua del paciente, y en ningún caso la evolución que hemos dado en llamar holísta o global del individuo.

¿De qué ha servido entonces toda esta sucesión de métodos que configuraron la medicina científica? A mi modo de ver, la medicina científica o experimental ha sido fuente permanente de nuevos conceptos en la fisiología del organismo y a raíz de éstos ha provenido su mayor impacto en la salud.

Conocer gracias a Harvey cómo funcionan el corazón y la circulación sanguínea; establecer en torno a Virchow nuestra arquitectura celular; aislar y medir con los métodos de von Liebig los valores normales de los factores que circulan normalmente por nuestro cuerpo; o definir a partir de las leyes de Mendel el soporte molecular de la herencia, nos ha permitido armar un esquema suficientemente completo como para tratar de detectar las diferentes alteraciones que se relacionan con cada enfermedad.

Tristemente, esta posibilidad nos ha inducido a pensar que cada enfermedad se relaciona de manera biunívoca con una alteración específica. Uno de los mejores ejemplos de este tipo de percepción monodimensional de la patología se relaciona con los nuevos hallazgos de la genética.

Miles de personas suponen que el hecho de conocer la secuencia del genoma humano permitirá en el corto plazo el tratamiento de la mayoría de las enfermedades, como si existiera un dogma general que postulara la causalidad monogenética en la medicina.

Si del dicho al hecho hay mucho trecho, del gen a la enfermedad el trecho resulta, en proporción, infinito. Son tantas las variables que inciden en una anomalía biológica, que su dimensión genética se puede comparar apenas con el ápice de la punta de la conocida metáfora del iceberg.

La importancia de los genes se ha sobredimensionado de tal manera que el clonaje de mamíferos, por ejemplo, se ha interpretado como una duplicación de estos organismos, siendo que puede haber casi tantas diferencias a nivel orgánico entre dos clones de una misma célula como entre dos células de organismos diferentes.

La identidad de los clones es una fantasía de la que podríamos llamar escuela genetista de la ciencia, la cual poco a poco encuentra sus limitaciones al constatar que una célula y con mayor razón un organismo son entidades tan complejas que su dimensión epigenética resulta determinante e impredecible aún sobre la base de genes idénticos.

Una medicina sustentada en principios moleculares reduccionistas de este estilo se convierte en una disciplina tecnológica que poco podrá ofrecer en su afán de curar al paciente enfermo. Así es que, a pesar de todos los avances de la medicina científica o, mejor, gracias a ellos, debemos tener en cuenta que la medicina no es solamente una disciplina científica, pues es también una disciplina humanista, en la que la conciencia, la reflexión y la autodeterminación del paciente inciden sobre las leyes de la fisicoquímica.

En este orden de ideas, la relación médico-paciente debe regirse por factores tan importantes como la mirada, la palabra, el silencio, el contacto manual y (por último) el recurso instrumental.

Cada uno de estos factores fue analizado por el prestigioso médico historiador Pedro Laín Entralgo (1908-2001) en el capítulo tercero de la segunda parte de su libro La relación médico-enfermo (1983), en el que se hace especial énfasis en la humanización de la medicina.

Por otra parte, casi 20 años después de la publicación de esta obra, la revista Newsweek incluyó entre los artículos de su edición especial de junio 25 de 2001 el escrito del doctor Melvin Konner de la universidad de Emory en los Estados Unidos titulado Have we lost the healing touch?, – ¿Hemos perdido el toque curativo?- en el que el autor recuerda cómo sus profesores le recomendaban encontrar siempre una excusa para tocar al paciente; sin duda, todos podremos recordar el efecto placebo del contacto con nuestro pediatra en la infancia.

También relata cómo hoy en día el paciente no parece quedar satisfecho si no se le ordena un procedimiento de alta tecnología, convirtiendo al acto clínico en apenas una antesala para el encuentro con los computadores y los análisis de laboratorio.

Es significativo el que la mayoría de las demandas que acostumbra hacer el paciente norteamericano se refieran a la omisión de procedimientos de alta tecnología: a la omisión del computador. De esta manera, existe un acuerdo tácito en la cultura moderna entre médicos y pacientes en cuanto a que la última palabra para el diagnóstico debe ser un dato electrónico. Konner plantea que así como los chamanes precientíficos siguen invocando fuerzas espirituales, los médicos contemporáneos parecerían invocar a la alta tecnología.

En vez de utilizar al computador como un nuevo y útil apéndice, el médico se convierte poco a poco en un apéndice del computador.

Asimismo, traté de mostrar en el curso de la presente obra cómo cada vez más la tríada clínica de diagnóstico, pronóstico y tratamiento, opera bajo el signo de las moléculas, las imágenes y las cifras. Varios autores han hablado de molecularización de la patología.

A Linus Pauling (1901-1994) en particular, se le atribuye el concepto de enfermedad molecular, por describir en 1949 la anomalía estructural de la hemoglobina (HbS) que define la anemia falciforme. Este concepto surgió de síntesis como la del médico alemán Heinrich Schade (1876-1935), autor del libro Molekularpathologie (1935), tan original y premonitorio como los trabajos de Rudolph Virchow en torno a la cellularpathologie en el siglo XIX.

Los conceptos de medicina clínica y medicina científica, tan distantes entre sí en la época de Bichat, parecen fundirse progresivamente en una sola disciplina. Así, uno de los libros más consultados hoy en día por médicos y laboratoristas del mundo entero es el editado por John Bernard Henry, titulado Clinical diagnosis and management by laboratory methods -Diagnóstico y manejo clínico por métodos de laboratorio, el cual superó ya las 20 ediciones.

Por otra parte, la institución en la que se analizan las células y las moléculas de los pacientes recibe el nombre de laboratorio clínico, y aunque el bacteriólogo o tecnólogo médico y aún el patólogo clínico siguen considerándose como técnicos al servicio del médico, ya desde el siglo antepasado Claude Bernard anticipaba que si el hospital era “…el vestíbulo de la medicina científica, el primer campo de observación en el que debe entrar el médico…”, el laboratorio sería “… el verdadero santuario de la ciencia médica…”.

En el curso de los dos últimos siglos, el laboratorio pasó de ser un oscuro cuarto en la esquina más fría del hospital, a ser el centro de referencia de la medicina contemporánea en lo que se refiere a la investigación y al diagnóstico de la enfermedad.

Vivimos, de esta manera, un cambio de paradigma: del diagnóstico basado en lo que el médico percibe con todos los órganos de los sentidos a la vez, hemos pasado al diagnóstico basado en lo que se vé a través del microscopio y de todas sus extensiones conceptuales e instrumentales en la exploración paraclínica.

Pero debemos concluir también que ni la dimensión científica ni la dimensión clínica de la medicina existen de manera independiente del paciente, y es en éste en quien ambas adquieren validez a través del médico. La medicina científica distanciada de los pacientes es, simplemente, ciencia. No medicina.

En los albores de la cultura, la medicina científica se confundía con la práctica del diagnóstico y la terapia. Sin embargo, en su historia, la medicina propiamente científica ha recorrido un largo camino que la llevó a diferenciarse en el siglo XX en tres áreas distintas aunque complementarias: la investigación fundamental o básica, la investigación médica aplicada y el laboratorio clínico.

En las dos primeras, la universidad tiene un papel fundamental puesto que es allí en donde mejor se pueden resolver las hipótesis contando con la ayuda de grupos interdisciplinarios.

Es raro el laboratorio de investigación biomédica que se encuentre hoy en día aislado de las instituciones educativas. Aún en el caso de los laboratorios farmacéuticos, la relación con las academias se ha vuelto imprescindible.

En cuanto a la medicina científica diagnóstica asociada al laboratorio clínico, existe una tendencia a pasar de una interacción a través de un dato simplemente analítico a una interacción que deja de ser bidireccional para convertirse en unilateral a través del que se ha denominado dato diagnóstico.

Es así como los pacientes abren sin ningún misterio los sobres con los resultados de sus análisis, o los reciben por el correo electrónico, y los interpretan con la ayuda de algunas lecturas o de novedosas páginas de internet sin la presencia de su médico personal: ¿Cuál será entonces la función del médico del siglo XXI?¿Cuál será, debemos preguntarnos, el especial conocimiento que el médico deberá aplicar en sus pacientes?

La suma de hallazgos de la medicina científica y en general de nuestra cultura es tan grande que parece ser infinita. Partiendo del fondo de los tiempos hemos llegado a nuestra época con un acervo de conocimientos que no cabe ya en ningún soporte diferente al soporte virtual en el que cada quién podrá dejar para la posteridad sus ideas y conclusiones, a la manera de idílicos mensajes embotellados flotando en la superficie del mar, con la ilusión de que alguien tenga la capacidad o la fortuna de encontrarlos y entenderlos.

Al buscar soluciones en internet, el paciente tendrá que considerar que si bien el océano virtual puede ser un buen lugar para informarse, éste no es un buen lugar para diagnosticarse y menos aún para tratarse.

El médico, por consiguiente, tendrá que enfrentar el mismo reto que han tenido que enfrentar sus antecesores desde la prehistoria: curar al individuo. Para este fin podrá utilizar las herramientas que le ofrece la ciencia, incluyendo las herramientas virtuales a través de las cuales podrá desde obtener las imágenes diagnósticas más sofisticadas, hasta operar a distancia a un paciente con la ayuda de un robot.

La terapia incluirá, cada vez más, la posibilidad de implantar estructuras sintéticas que van desde las prótesis del esqueleto hasta los minúsculos y complejos genes, los cuales, por otra parte, pueden ya manipularse a partir de la fase ontogénica inicial en las células embriónicas multipotentes aprovechando su capacidad regenerativa.

Pero es posible que este desarrollo tecnológico deba acompañarse de otro que apenas comienza y para el cual, como decíamos, los hallazgos de la física serán fundamentales. Si hoy medimos y alteramos las composiciones moleculares del organismo gracias a los principios de la química decimonónica, es probable que en el siglo XXI podamos redefinir el organismo y también la relación entre salud y enfermedad, con base en los principios de la física subatómica.

La naciente ciencia de la bioenergética se ha relacionado hasta hoy principalmente con los trabajos de los psicoanalistas contemporáneos Wilhelm Reich (1897-1957) y Alexander Lowen (1910- ) o, alternativamente, con los de Paul Nogier (1908-1996), el estudioso francés de la acupuntura auricular y de las señales vasculares autónomas en respuesta a diversos estímulos externos.

Esta ciencia podrá encontrar mayores aplicaciones en el campo de la medicina cuando entendamos al cuerpo humano como una suma de átomos que interactúan a través de cuantos o paquetes de energía.

La medicina cuántica o bioenergética permitirá, sin duda, explicar mejor el funcionamiento del cerebro, centro de control del organismo, ya que éste no se ha podido entender en su totalidad con la aproximación anatómica o estructuralista. Ahora bien, para entrar a comprender el cerebro con el cerebro habrá que hacer un esfuerzo singular.

En este orden de ideas me atrevo a pronosticar que en el curso del presente siglo se fortalecerá una medicina basada en los hallazgos en el campo de la neurología, de las ciencias cognoscitivas y de la física nuclear, tanto o más que en los hallazgos de la genética, puesto que éstos no sólo darán luces sobre el cerebro del paciente sino también sobre el de su médico.

De esta manera, el médico logrará interpretarse mejor para servirse de la principal herramienta que tiene a su disposición: él mismo. Después de todo, como lo han demostrado todas las culturas primitivas que permanecen conectadas a la naturaleza, cada médico debería ser intrínsecamente, por encima de todas las extensiones mecánicas y electrónicas que han significado para él los instrumentos a partir del microscopio, su propio macroscopio.

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